Lo que un día nos hizo temblar de alegría

Y a procurarte vengo, amándote
sin presumirte de valiente
ni de joven; por el puro gusto
de consentirte, a saludarte.
Rubén Bonifaz Nuño

La canción popular mexicana de la primera mitad del siglo XX encuentra en la actualidad oídos jóvenes que ya no le prestan atención. Aquella música es prácticamente monotemática: el amor y su circunstancia. Y aunque en nuestros días la diversidad temática y geográfica de la música que escuchamos sea tan amplia, la inquietud emocional sigue agitando nuestra inclinación a comprender y comunicar lo que sentimos: el contenido amoroso permanece en el interés, la canción se emplea todavía como intermediario entre el enamorado y la amada, y no obstante, los boleros y la música ranchera, por mencionar sólo dos de los géneros más representativos del repertorio mexicano, ya no forman parte de nuestra bibliografía sentimental. El arsenal retórico está ahí, con su transparencia y su grandilocuencia, –que es como se debe decir un mensaje amoroso– listo para acoplarse al estado anímico del momento. “Tu adiós me volvió desgraciado” y a quién no; “las alegrías de todas mis horas prefiero pasarlas en la intimidad” y quién no.

La letra de la canción da sentido, exhibe, comunica, acompaña al enamorado en el cortejo y en el duelo, lo identifica como tal y lo hace sentir comprendido pues hay un pacto entre lo que dice la canción y lo que se siente. Pero antes que la palabra está la música: el ritmo, la melodía, el sonido de los instrumentos que anteceden a los versos son el vehículo que dirige el mensaje amoroso al fondo de la emoción personal y a la memoria; el acompañamiento musical estremece el ánimo, agudiza la percepción, persuade la sensibilidad, otorga a las pasiones la potestad del sentimiento. Y aquí es donde empieza el extravío de la canción popular.

El acompañamiento musical, más que la letra, determina el género al que pertenece una pieza. Cada uno tiene una estructura melódica particular que lo distingue de los demás; no obstante, los géneros semejantes se suelen agrupar bajo denominaciones imprecisas: el bolero se confunde con la balada, el vals peruano, el foxtrot, el tango, y aunque sean diferentes entre sí, se suele aludir a todos ellos como boleros. Lo mismo puede suceder con otros tipos de música: a simple vista, el swing se parece al charlestón, el heavy metal al hardcore, la canción ranchera al huapango, la electrónica al house, el tango a la milonga, la ópera a la zarzuela. La falta de rigor no me parece grave en melómanos sin formación musical, pues finalmente todo género es resultado de la fusión de diversos estilos. Sin embargo, actualmente he presenciado cómo los jóvenes son minuciosos al hacer la distinción, por ejemplo, entre el hardcore punk y el metalcore. Desconozco estos géneros; no sabría hallar la discrepancia entre ambos: me suenan prácticamente idénticos. En dirección inversa, imagino a esos mismos jóvenes escuchando un bolero: la introducción al piano de Agustín Lara les aburriría, se les haría tediosa, eterna; perderían la atención y al llegar finalmente a la letra –“esclava sulamita, perla de mi serrallo, yo tuve las violetas de tu primer desmayo”– ésta pasaría desapercibida. Las palabras, una detrás de la otra, circularían estériles por sus oídos. Cualquier canción interpretada por Los Panchos les sonaría a la misma canción: guitarras, voces sincronizadas, cosas de amor. El contenido no llega a donde la música no lo transporta; si la melodía no conduce a la inmersión discursiva, la letra se condena a la pasividad del oyente descuidado.

La parte musical de una canción tiene un efecto cautivador o desencantador. Esos efectos que produce equivalen al gancho que captura la atención o al nudo desatado que desprende la curiosidad de quien escucha. Por eso, el gusto musical se divide casi por géneros: las preferencias auditivas se asocian con los ritmos homogéneos o afines que excitan la sensibilidad. No obstante, muchos otros elementos extra melódicos tienen que ver con la formación del gusto personal: la música recién salida del horno emplea el atractivo de la imagen para estimular la vista y el oído. Porque la canción, en la fórmula de la industria musical actual, se escucha y se ve a través del ya imprescindible video. El mercado dictamina los enfoques del consumo y condiciona a los oyentes a estar al día. Se explotan las obsesiones construidas en torno a los cantantes del momento y se las exprime por todos los medios posibles: discos, ediciones limitadas del mismo disco, conciertos en video, películas, perfumes, ropa, accesorios, muñecos, shows, etc. Además, la música se difunde y consolida debido a la creación de tribus urbanas que consagran y prescriben los géneros musicales que les dan identidad y las distinguen.

La canción popular mexicana de la primera mitad del siglo XX ya no cuenta con aquella infraestructura. El acompañamiento que la caracteriza es anacrónico, el repertorio es difícil de conseguir, y muchas veces al escucharla hay que soportar el scratch al fondo. Todo ello condiciona la disposición a reapropiarse de un pasado cuyas máximas amorosas no han caducado. Porque el amor en el bolero constituye un registro de los hábitos amatorios no sólo de México sino de Latinoamérica. Y el tema sigue vigente, repitiendo procedimientos y fórmulas para poner en escena la trama sentimental de los jóvenes. ¿Por qué no darle a las letras una nueva configuración musical “a ver si así se despierta del sueño que entretiene el sentimiento”? ¿Por qué no devolver la oportunidad al bolero de dar esplendor a nuestro estado emocional? ¿Por qué no reintegrar sus versos y cadencia a la interacción de las parejas actuales? Ya en otra ocasión escribiré sobre los intérpretes que han intentado rescatar el valor de ese repertorio.

El enamorado mexicano ha besado otras bocas llenas de ilusiones y otros brazos extraños lo han estrechado llenos de emoción. No es mi objetivo confrontar la música popular mexicana con la música moderna, sino simplemente, como dice la canción, recordar que “en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse” y que “aquello que un día nos hizo temblar de alegría es mentira que hoy pueda olvidarse con un nuevo amor”. Finalmente, como si conversara con ella, me gustaría decirle a la canción popular mexicana que también sus brazos me harán resucitar las emociones que “inolvidablemente vivirán en mí”.

Para citar este texto:

Sánchez Huerta, Roberto. «Lo que un día nos hizo temblar de alegría» en Revista Sinfín, no. 2, noviembre-diciembre de 2013, México, 8-13pp.
https://www.revistasinfin.com/revista/

Roberto Sánchez Huerta

Mi nombre es Roberto Sánchez Huerta, pero no siempre soy la misma persona. Hablo mediante canciones. Y aunque no sepa, yo seguiré cantando.

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