Yo que fui del amor ave de paso

Hoy que lleno de emociones
me encuentro con mi jarana,
voy a rendir homenaje
a la canción mexicana.
“Canción mexicana”  de Lalo Guerrero.

Yo que fui del amor ave de paso
Fotografía por Gabriel Sebastián Chazarreta

El andariego, un vals peruano del compositor oaxaqueño Álvaro Carrillo, evoca a un personaje en busca de redención. Su vida, una crónica de la errancia en el amor, anhela la tranquilidad y el sosiego que sólo puede obtener de la compañía de su ser amado. Poco antes de morir, el andariego vuelve al pasado para ofrecerle el corazón a su primer ideal. A la deriva, recuerda los ojos y los amores que en otro tiempo ni con cadenas ni lágrimas lo ataron y se disculpa por su tardanza y ruega por una nueva oportunidad porque cree que hay ausencias que triunfan.

A veces me pregunto si la vida del andariego se recrea en la historia de la música mexicana, si la vigencia de ésta última se halla a la espera del regreso de otros andariegos que, después de una larga ausencia, vuelvan a buscar en las canciones de antaño preguntas y respuestas en torno al problema de la susceptibilidad ante el desasosiego afectivo. Porque en la actualidad, el bolero, la canción ranchera, el tango, los pasos dobles y, en general, la música regional está pasando a ser pieza de museo.

El gusto musical de hoy en día es consecuencia de la moda: los medios de difusión masiva, entre los cuales se puede considerar el incesante bombardeo informativo del internet, importan música de todos lados con tal fuerza y cobertura que las nuevas propuestas en este caso musicales se enciman en las preferencias del oído al ritmo en que lo nuestro, lo propio, se inviste de un pasado nostálgico que apenas vale la pena recordar.

La canción mexicana ha dejado de ser música de uso cotidiano en los mexicanos. La fascinación, sobre todo de la juventud, dirige sus ojos y oídos hacia lo extranjero. El sentimentalismo y aún nacionalismo del mexicano resucita a últimas fechas, si acaso, en septiembre, mes de la patria. Las más recientes extensiones de la música popular conforman el cancionero de las festividades nacionales: en el aniversario de la Independencia o de la Revolución Mexicana se escucha, como evocación patriótica aparentemente orgullosa de sí misma, las canciones de Vicente Fernández, Joan Sebastian y acaso de Juan Gabriel. Y se siente que el repertorio es profundamente mexicano por el hecho de que es acompañado por mariachis. La concepción de la música mexicana, entonces, se reduce no sólo a lo que es conocido sino a los usos que tiene actualmente: la música ranchera anuncia el final de una fiesta de quince años; en las bodas, sirve como puesta en escena de la declaración de amor verdadero, la exhibición apasionada del sentimiento indiscutible, el que ¡cómo no se va a sentir por esa persona! El mariachi llega en el momento de la soltura, cuando las corbatas se desenredan y el mensaje de amor se puede transmitir exagerado, como es, sin la solemnidad antes imprescindible de la misa. Sólo sin tu cariño voy caminando, voy caminando y no sé qué hacer, canta el novio con su coro de invitados, y al unísono se percibe la empatía de los también casados, la bendición con que los ancianos legitiman el matrimonio, la esperanza del soltero por algún día ser él el afortunado y, finalmente, las parejas ya formadas o apenas insinuadas reciben el mensaje a modo de sugerencia. Y no obstante, el que entona a José Alfredo es el dolido, al que no lo pelaron, la comidilla de los que felizmente fueron ayer con su novia al antro. En las casas, lo que suena es el radio, con los cantantes del momento porque ¡ya basta de los boleros que escuchamos hasta el hastío en casa de los abuelos! Allá afuera, en la calle, conocer la música popular sirve para demostrarle al turista que visita Garibaldi que uno es bien mexicano y se sabe las letras y, como si fuera cosa de todos los días, canta una de Pedro Infante con la voz más operística de que sea capaz. El pasado está bien donde está y hasta se agradece con una propina al organillero que ahora es parte del paisaje porque adorna el kiosco con el cielito lindo.

Para las nuevas generaciones, la música popular se ha convertido en música de culto. Afirmo esto porque el gusto musical difícilmente es versátil; más aún: por lo general es excluyente. Un género musical se convierte en la identidad de un grupo de personas, y la asociación ocurre no sólo en lo que se escucha sino en cómo se ve, qué ropa usa, los lugares que frecuenta, la forma de pensar, etc. La música de concierto, el jazz, el rock quizás sean los géneros que retienen a un público más universal. O por lo menos, el que admite oírlos generalmente queda impune ante la crítica. Así también sucede con el bolero y la música regional y ranchera –con sus excepciones, desde luego. Y quizás sea porque en el fondo el repertorio mexicano –bolerístico o ranchero– nunca nos es ajeno del todo. Y a reserva de quienes le llaman cursi a Agustín Lara, o generalizan las canciones populares como melodías aburridas y lentas, admitir el gusto en la música latina se respeta. Sí. Se respeta. Y no sólo a los populacheros; también a los compositores de música de concierto como Manuel M. Ponce, Silvestre Revueltas, Candelario Guizar, Carlos Chávez, entre otros, se les respeta, aunque sólo se conozcan de oídas, aunque la piel ya no se enchine al escucharlos.

La música, al igual que la literatura, están en constante cambio, ya sea temático, estilístico, etc. Y aquí no trato de desprestigiar la música extranjera, o aferrarme a la latinoamericana. Mucho menos estoy en contra de las nuevas propuestas musicales. Pero creo que aún hay mucho que explorar desde el punto de vista literario, histórico y social respecto al tema de la canción. En el Parque de Santa Lucía ubicado en el centro histórico de Mérida, por ejemplo, cada jueves, a partir de 1965, se reúnen grupos de trovadores para perpetuar la música yucateca. Ahí he visto cómo la gente, a través del canto, recuerda su pasado prehispánico con las “evocaciones mayas”, cómo baila al ritmo de sus jaranas, y cómo se enamora y vuelve a enamorar con sus boleros. Y me pregunto: ¿sabrán que mucha de la trova yucateca no es sino un poema musicalizado?, ¿sabrán que muchas de las canciones aprendidas de memoria tienen letra de José Peón Contreras o Gustavo A. Bécquer? O bien, ¿sabrán que la literatura coexiste en la música y que Agustín Lara se inspiró en los modernistas y en poetas como Antonio Plaza para escribir sus boleros?

La música mexicana, al igual que el andariego, debe estar deseando un pedazo de tierra,/ una cruz,/ y por Dios,/ un recuerdo.

Para citar este texto:

Sánchez Huerta, Roberto. «Yo que fui del amor ave de paso» en Revista Sinfín, no. 1, septiembre-octubre de 2013, México, 8-9pp. https://www.revistasinfin.com/revista/

Roberto Sánchez Huerta

Mi nombre es Roberto Sánchez Huerta, pero no siempre soy la misma persona. Hablo mediante canciones. Y aunque no sepa, yo seguiré cantando.

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