Contemplando en la arena

Desde que era niño quiso cruzar el desierto, todas las mañanas después de levantarse corría más allá del arroyo, en donde el desierto comenzaba. Nadie sabía desde cuando estaba allí, sus garras de arena parecían rasgar el valle que se extendía al otro lado del río. Pero él lo contemplaba con asombro, como si fuera la primera vez que lo miraba. Volteaba y veía un paisaje perfecto, creía que cada cosa debía estar ahí, la falta del más pequeño elemento lo haría desconocido, extraño, se perdería en él, no tendría la confianza de volver si sólo el viento ensombreciera el lugar por un instante. Bajaba la vista y volvía a contemplar el desierto, se preguntaba si él también era perfecto, ¿cómo podría saberlo? Sólo conocía lo que sus ojos le permitían ver, la gente del pueblo le había dicho que el desierto era peligroso, que nadie podría cruzarlo, es más, nadie lo había intentado.

El niño se decía a sí mismo, ¿cómo es posible que afirmen que el desierto es peligroso, si nunca han estado en él?

Le resultaba difícil comprender cómo un lugar tan desolado y triste podría causar temor, era vacío y silencioso, el viento levantaba la arena con facilidad, las dunas cambiaban constantemente y por las noches, sólo era oscuro e imperceptible.

Realmente no tenía nada de aterrador, su forma era más bien lastimera, parecía demasiado triste y débil, muy pálido durante el mediodía. A menudo se veía volar a lo lejos a algunas aves, se movían en círculos, a veces altos, a veces bajos, se acercaban o se alejaban, de pronto revoloteando descendían hasta desaparecer en la arena para después elevarse tan alto que se perdían de vista.

El desierto se parece al mar, pensaba, en ocasiones crecía hasta los extremos y en otras enmudecía volviéndose frágil y estático, lo cierto es, que siempre era inmenso, se extendía hasta el horizonte y él, sólo era un pequeño grano de arena en la orilla.

Cenizas-Noé Zapoteco Cideño
«Cenizas» Fotografía de Noé Zapoteco Cideño

Durante años, todas las mañanas fue a contemplarlo y siempre lo encontraba grandioso. Lo imaginaba como un viejo que por momentos es triste, después alegre, quizás se molesta o sólo sonríe, pero siempre cambiando. No le parecía desconocido, sólo extraño y en ocasiones el desierto se volvía ajeno. Sin duda, se habían vuelto amigos. Jamás conversaron, pero mientras se contemplaban, cada uno se miraba a sí mismo en el rostro del otro, se eran indispensables, compartían alegrías y tristezas, se volvían inmensos o insignificantes. Uno parecía una estrella en medio del cielo y el otro un cielo con una sola estrella.

Una tarde el niño sonrió con entusiasmo al despedirse del desierto, a la mañana siguiente no fue a contemplarlo, tampoco los demás días; el desierto miraba hacia el arroyo, siempre triste, esperando a que volviera. Después de un tiempo, el niño ya vuelto un hombre regresó, el desierto emocionado quiso hablarle, pero como jamás lo había hecho sólo logro soplar un poco de arena.

El hombre estaba nervioso, sus pies se aferraban al suelo sin querer moverse, contempló el horizonte y dio el primer paso, comenzó a adentrase en el desierto que no supo que hacer y sólo se limitó a observar. Con paso firme llegó hasta una alta duna, ahí se detuvo, por última vez contempló el lugar del cual había venido, aún le parecía perfecto, pero ya era extraño y desconocido. Ya tenía miedo de volver, ya no sabía qué hallaría más allá del río.

Por varios días anduvo bajo el mutilante calor del sol, sus pies vacilaban al pisar, estaba cansado, creía desfallecer, pero continúo por más días. Su cuerpo estaba lleno de arena, sus víveres empezaron a escasear, sus pies se hundían y se volvían más pesados, por las noches dormía y se levantaba más exhausto, sólo caminaba durante el día para no perder sus huellas. Un día la comida se agotó, el hombre se arrastró en la arena unos días más, hasta que se rindió.

Con la cara al sol, buscó entre sus bolsillos, sacó una rara semilla que enterró en la arena y la regó con el agua que aún le restaba… pasaron las horas, el hombre dormía, después los días, el hombre murió, unas semanas más, sólo quedaban de él sus restos óseos, que con el paso de muchos meses y algunos años se volvieron arena que disolvió el viento.

Pero en ese lugar creció un árbol, que con el tiempo se convirtió en el sitio de descanso para aves y animales que llegan a pasar por aquí. Y eso me deja pensando, que si el hombre hubiera bebido aquella agua, de cualquier forma hubiera muerto sin dejar recuerdo que muestre lo maravilloso de la vida, diciendo que es amigo y arena del desierto.

—Sin duda eres un árbol muy sabio, pero no intentes detenerme, ni pretendas persuadirme para volver, pues aún hay medio desierto que desconozco.

Y se alejó por el horizonte, mientras sus pasos se borraban con el viento, lo seguí con la mirada hasta que las sombras de la noche me cubrieron la vista.

Órganos-Noé Zapoteco Cideño
«Órganos» Fotografía de Noé Zapoteco Cideño
Para citar este texto:

León Cuervo, Francisco. «Contemplano en la arena» en Revista Sinfín, no. 14, noviembre-diciembre, México, 2015, 44-46pp. ISSN: 2395-9428.

Francisco Antonio León Cuervo

Bohemio por vocación, escritor por locura, adicto a la poesía, la trova, los besos de mujer y al café bien dulce. Soy un hombre de gustos simples; vivo para soñar, aprender historias y viajar. No suelo sonreír mucho pero rio a carcajadas casi todo el tiempo.

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