La Chontalpa en tres ensueños primaverales de los 80

A la poeta Keshia Ham, musa
discreta de las heladas tierras de Fargo

1

En vísperas de primavera de 1986 un grupo de niños y compañeros de la escuela primaria disfrutaba el juego de las escondidas en Vicente Guerrero. Era viernes 14 de marzo y entraba ya la noche. En la calle principal de acceso y salida del pueblo, un niño tomó en turno un poste del alumbrado público como palco, colocó sus palmas sobre sus sienes y comenzó a contar regresivamente a partir del número cincuenta.

La decena de chiquillos desapareció en segundos por todos los patios y espacios ocultos de las casas vecinas. Terminada la enumeración inversa, se le vio deslizarse al buscador hacia los arbustos, hacia las bardas y concavidades de los lados circunvecinos. Uno por uno los delataba y sellaba sus suertes al correr hacia el palco. Así, quedaban eliminados del juego.

Pero uno de ellos tuvo por fantasía encontrar un lugar alto, invisible, inaccesible para su delator, quería hallar la cima de algo que le fuera cómplice de una soledad contempladora y no ser contemplado por nadie sino por el cielo. Anhelaba estar en control de la zona invisible, de ser objeto de una larga búsqueda por todos sus compañeros sin encontrarle, tener como único testigo el cielo abierto y refulgente de estrellas.

Al final, cuando en la avanzada noche no le hallasen pensaba hacerse ver, gritar desde arriba y decir en voz fuerte a sus espectadores, “aquí estoy, mírenme dónde he llegado”. Para ello, encontró en el patio de una casa vecina un viejo y alto árbol de cocoite, se trepó hasta el pico en el cual halló un brazo bastante grueso que se extendía horizontalmente. Allí se escurrió sosteniéndose por unas ramas fuertes que le servían de cortinas y se puso de cuclillas en medio del ancho tubular a esperar con paciencia, escuchar y ver la pesquisa de la vana búsqueda allá abajo.

Apenas descubiertos unos cuantos, el rastreador de escondidos, seguido de los delatados del juego y gentes de todas partes señalaban todos hacia un lugar, mientras el burlador sagaz entre risas e inflexiones se mofaba quedito. Pasaron los minutos sin entrever ni oír a nadie interesado por el objeto del extravío. Apartó la rama que ocultaba el resplandor de un brillo vertical en el infinito del Oriente, vio abajo a todos de espalda en una actitud contemplativa, extraña y quieta, sus colegas señalaban asustados hacia los confines de donde nace la noche. Era el Cometa Halley y su máximo resplandor que esa noche se mostraba y decrecía hacia su desaparición centenaria. La estela del cometa se reflejaba vertical en el espejo de sus ojos, él siempre acuclillado, apoquitado pero aún encima de todos.

2

En plena primavera de 1989, en la Plaza principal de Vicente Guerrero, un padre corría detrás de su hijo y a regañadientes intentaba sujetarlo por la camisa en claro propósito de impedirle subir las escaleras del escenario en donde crecía una fila de niños intrépidos que aguardaban en turno llegar al Gobernador de Tabasco. Él, entusiastamente aceptaba fuera de protocolo los saludos de palma y de choca palmas de los chiquillos de la Chontalpa. El mandatario se encontraba de visita en la comunidad para dar un breve discurso protocolario sobre la continuación formal de la agenda agropecuaria como parte del lanzamiento progresivo del flamante programa acuñado Plan Chontalpa iniciado desde la década anterior, firma que reemplazaba al de Plan Limón.

El C. Gobernador, reciente en el cargo, Salvador Neme Castillo, se trasladó en helicóptero desde la Quinta Grijalva hasta anclar en el campo de béisbol, contiguo a la plaza de la comunidad. Los niños estaban acostumbrados a las prácticas de simulación que la CENAPRED organizaba en todas las escuelas de nivel básico en el Estado como medida hacia una cultura de prevención para superar desastres naturales como el terremoto de 8.2 en la escala de Richter en el Estado de México del 85. Sentados en sus bancos, una feroz alarma sonaba desde la dirección y todos se despojaban de cuando les ataba en sus lugares, sin importar la violencia y la brutalidad como dejaran caer y deshacerse de todo su entorno, corrían en masa hacia la cancha principal del plantel. Ya allí, después de un minuto, los docentes explicaban a los estudiantes el significado del acto, como una presencia de algo catastrófico que inmisericorde convierte en caos la humanidad.

La tarde de la visita oficial no era una simulación más, era la puesta en escena de un suceso real. Los niños corrían hacia la plaza principal, y en el camino les hacían señales a sus demás compañeros para que corrieran junto con ellos. La escena les causaba a los chavales una sensación de éxtasis, algunos de los cuales no sabían distinguir si se trataba de una simulación o de un acto real, y solo corrían sin importarles la verdad. Muchos de ellos corrían con más velocidad y se adelantaban hacia el lugar donde se acometía el vasallaje. El helicóptero estaba en marcha con su piloto en posición de espera, pues la visita era fugaz como la corta duración de un terremoto, aunque con efecto catalizador.

Un niño y un padre corrieron por su cuenta, el pequeño al llegar al lugar vio cómo sus contemporáneos corrían un tramo más hacia lo que se dibujaba como una especie de fila. Se deslizó entre un abultamiento de jóvenes y adultos y se incrustó entre la fila, ya cerca de los escalones. El padre lo vio desplazarse como un espectro y esquivó todos los cuerpos que hervían en sudores y palpitaciones en son de detenerlo, pero solo alcanzó apretarle la manga de su camisa hasta desgarrarla. Desmangado, logró llegar a la línea que le llevaba hacia el objeto desconocido cual si fuera un misterio, como el sismo.

Todos los niños subieron los escalones, se les vio soñar arriba en el escenario, algunos cruzaron palabras con el personaje, algunos miraban el rostro oculto detrás de los lentes, algunos miraban buscado el sentido de las simulaciones escolares. Terminaron los gestos hacia los niños, se dijeron las palabras, en menos de cinco minutos la figura gubernamental fue escoltada hasta el verde césped, desde donde se vio ascender el helicóptero, girar y tomar una altura arrogante hacia otro destino diferente al de los niños.

3

Entraba la primavera en 1989 cuando los cortacañas invadieron el poblado. Vinieron de Campeche, de Oaxaca y de Chiapas. La colonia se asentó en la zona verde, enfrente de los pobladores de Vicente Guerrero. El gobierno lo hizo posible en respuesta a su compromiso con el “Plan Chontalpa”. La confección de “galeras” fue iniciada desde tiempos previos en los veintidós Ejidos Colectivos de los Municipios de Cárdenas y Huimanguillo, Tabasco. La invasión fue pacífica, los visitantes arribaron en masa, trayendo a sus mujeres, a sus niños, a sus ancianos, a sus parientes para vivir entre ellos.

Era gente de rostros flácidos y de miradas penetrantes, de asimilación rápida y de coraje para superar su condición. Eran ellos los cortacañas, “aquellos otros”, diferentes a los pobladores que en cambio sí habitan en casas bien organizadas con gozo de servicios prediales y otros derechos de población. Las galeras, en cambio, eran pequeños tinglados de entre 2.5 metros de ancho por 4 metros de largo. El techo de cartón de fardo y, en ciertos casos, de lámina de zinc, por lo que en un tramo de dos cuadras se alojaban hasta trescientas personas, intercaladas entre catres, petates, hamacas y cartones extendidos en paños sobre el piso.

Una década atrás, la suerte de los de Vicente Guerrero era diferente, vivían todos en chozas, extendidos entre sus acahuales. Si los cortacañas hubiesen llegado en la década de los acahuales, en los 70, habría sido distinto; si tuviesen que llegar juntos, de cierto que lo habrían hecho en la misma condición, hermanados y fusionados en la misma sicología de emigrantes que se desplazan de la selva a la comunidad, en este caso, a la comunidad también conocida por su fórmula económica C-29.

Era día de cielo azul, los pequeños correteaban de dentro de su casa hacia el patio, como si estuvieran siendo perseguidos por avispas alborotadas. Y entre los semi claros lograban ver el vuelo de las avionetas que pasaban aleteando arrogantes por los techos de su casa. La ronda aérea desapareció de su vista, rompiendo sus aires regresaron hacia el infinito cielo de los inmensos cañales de azúcar. Los chicos también regresaron a su galera zigzagueando el camino con sus manos extendidas, emitiendo sonidos de aeromotor, imitando a las máquinas del cielo.

Dentro de la galera estaban los dos paraditos trincando el suelo como soldaditos junto a un tablón donde había sartenes de frijoles, calabazas cocidas y tortillas. Permanecían con el cuerpo aun aleteando por los aires y, tras el sonido de retorno de las aves mecánicas, arrancaron corriendo como las veces anteriores para mirar sus aterrizajes.  Pero las avionetas fumigadoras se perdían de nuevo en la lejanía, y ellos sin detener sus vuelos giraban sus alas en la dirección de aquella tabla de frituras.

Mientras los hombres, viejos, jóvenes y adolescentes, escoraban gavillas de caña en los sectores asignados por sus cabos entre esos cañales de azúcar, las mujeres se ocupaban toda la mañana en las galeras en la preparación de los alimentos quienes, con la rapidez del correcaminos, debían ponerlos sobre las tablas en cuanto llegaran los espectros tiznados en horas predeterminadas.

Cayó la tarde, las avionetas cesaron de volar y los dos niños, junto con muchos más de las galeras, se preguntaron por el rumbo que tomaran. El afecto hacia ellas se debía a la impresión que les causaban por la capacidad que tenían de dominar su arte de vuelo, por sus giros y por volar casi a ras de tierra.

Cuando todos los cielos se habían apagado, muchos de los hijos de cortacañas salieron de sus galeras, caminaron hacia la orilla de la calle y montaron sobre los techos de los tractores de distintos tipos que se extendían en una hilera infinita, en estado de putrefacción, abandonados a su suerte años atrás cuando la Unión de Ejidos Colectivos del Plan Chontalpa comenzó a morir. Arriba en los techos, contemplaban el punto donde nacían y morían las avionetas, pensaban que tal vez se les habría gastado ya todo el aire y que habían de encontrar nuevos destinos.

Fotografía de Martín Tonalmeyotl
Fotografía de Martín Tonalmeyotl
Para citar este texto:

Hernández Sánchez, Oveth. «La Chontalpa en tres ensueños primaverales de los 80» en Revista Sinfín, no. 22, año 4, México, febrero 2017, 21-24pp. ISSN: 2395-9428: https://www.revistasinfin.com/revista/

Oveth Hernández Sánchez
Oveth Hernández Sánchez

(VHsa., Tab. 1978). Lic. en teología y en Literatura Latinoamericana. 3er. lugar en el 1er. concurso de cuento corto (2011) de la UADY. Cuentos publicados en Delatripa: Narrativa y algo más, Sinfín, Letralia, Bistró, Monolito y en diarios impresos Novedades de Tabasco y Presente. Maestro invitado de Filosofía en la Universidad Alfa y Omega, Mérida, Yucatán.

Una Respuesta a “La Chontalpa en tres ensueños primaverales de los 80”

  1. Oveth Hernández Sánchez

    Gracias por todo su valioso trabajo en la edición de esta revista electrónica Sinfín. Les vamos a extrañar.
    Gracias por dar a conocer nuestras letras.
    De corazón,
    Oveth

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