Las cuatro lunas

“No dejes de ver a Nyarlathotep si viene a Providence.
Es horrible —más horrible de lo que te puedas imaginar— pero maravilloso.
Te atrapa durante horas. Todavía tiemblo al recordar lo que me mostró.»

—Ya es tarde.

Dije a nadie, pues me encontraba solo.

Hacía tiempo que me había mudado a un apartamento cerca de la universidad para mi mayor comodidad y sin embargo solía hablar en voz alta como si alguien me escuchase  o fuese a responderme.

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Fotografía de Moira Gelmi

Me levanté de la cama aún somnoliento y después de diez minutos esperando que el agua se calentara, me metí a bañar. Desayuné cereal con leche y una banana, me lavé los dientes y terminé de arreglar mi corbata, listo para salir a la escuela. Tomé mi mochila y las llaves presto a salir de casa y en el momento en que tomé el pomo de la puerta, recordé que olvidaba mi celular. Cuando supe que ya tenía todo listo, volví a tomar aquel frío y metálico pomo. Lo giré.

No pude dar más de dos pasos tras cerrar la puerta que se hallaba ahora a mis espaldas.

El cielo era rojo. Rojo como si se incendiara algo en el cielo mismo, más rojo que el ocaso y tan rojo que ofendía la vista. Todo lo demás también era un caos. Pude ver lo que antes eran gigantescos e imponentes edificios convertidos en el puro esqueleto metálico que debía sostener el concreto, el hormigón, las ventanas, las habitaciones, las personas… pero tampoco había personas. No las había ni en esos “esqueletos” que antaño fueran edificios, ni en las casas que había a mi inmediato alrededor. Todas estaban deshabitadas, como si todos se hubieran puesto de acuerdo para huir y dejarme solo en medio de aquél caos. Pero no era sólo eso. Las casas, además de deshabitadas, estaban destruidas. Como si un meteoro, o tal vez cientos, quizás miles de meteoros hubieran caído y hubieran derrumbado sus techos, hubieran quemado sus paredes, destruido sus puertas y ventanas. Me puse a caminar presa del pánico y el horror, pero no hallé nada alrededor de mi larga calle. Ni siquiera una mosca.

Entonces levanté la vista.

Sobre mí, en el cielo, había cuatro lunas. Alrededor de cada luna, un grupo de cuatro estrellas giraban rítmicamente alrededor de sus respectivas lunas. Cuatro lunas y dieciséis estrellas en total. El sol brillaba por su ausencia.

No supe qué significaba eso, pero me provocó un terror indescriptible. Mi cuerpo entero se echó a temblar al contemplar aquellas lunas y aquellas estrellas y de no haberme sostenido a un poste cercano, hubiera caído, traicionado por mis gelatinosas piernas. Tampoco supe por qué aquello me daba tanto terror.

No podía dejar de verlas. Entre más las miraba, más miedo de daban, pero me era imposible bajar la vista o dirigirla a otro lado. Las lunas se hallaban tan cerca de la Tierra como la luna, Nuestra Luna, siempre lo ha estado; las estrellas por tanto, debían ser, supuse, infinitamente más pequeñas que el sol, pues en caso contrario, debido a su cercanía no sólo se verían como gigantescas bolas de fuego, sino que ya nos hubieran abrasado. Aunque no supe por qué lo pensé en plural si sólo estaba yo, si estaba solo. Pero las estrellas brillaban como suelen brillar las lejanas estrellas, y giraban alrededor de sus lunas haciendo parecer que aquello pareciera una danza cósmica. Una danza sobrehumana, llena de locura, terror y de muerte.

Entonces desperté.

El estómago me dolía por la impresión de aquél macabro sueño y mi respiración era un poco agitada. Acerqué mi mano al tocador para tomar mi celular y ver la hora, supe pues, que me quedaba tiempo de sobra para recuperar la tranquilidad y volver a dormir. Caí dormido inmediatamente.

—Ya es tarde.

Volví a hablar solo en aquél departamento de soltero y sentí algo extrañamente familiar al hacerlo. Pensé que sería buena idea visitar a mi familia después de la escuela mientras desayunaba cereal con leche y una banana, y, después de arreglarme y asegurarme que no me faltase nada, salí.

El cielo estaba muy rojo, como si hubiera una hoguera encendida en el universo y además tenía un olor acre, lo que me hizo de inmediato pensar en el infierno.

La ciudad entera estaba en ruinas. Los edificios se caían a pedazos y las casas se hallaban presas del fuego; los coches se encontraban detenidos a media calle y con las puertas abiertas. Me sentí presa del pánico y supe, sin saber cómo, lo que vería a continuación.

Miré hacia el cielo.

Sobre mí, había cuatro lunas, acompañadas cada una por cuatro estrellas que los flanqueaban por los cuatro rumbos. Cuatro lunas, dieciséis estrellas en total. Las estrellas danzaban alrededor de sus lunas y aquél baile cósmico me producía un terror indescriptible. Pero no podía apartar mi mirada ni detener aquél baile propio de la mente más retorcida. Entonces una especie de murmullo, como un cántico alejado no ya espacialmente sino temporalmente que llegaba muy tenuemente hasta mis oídos.

Volví a despertar.

Mi estómago había dado una vuelta completa y mi cuerpo no paraba de temblar. Aún tenía el celular en la mano y descubrí que aquél terrible sueño no había durado más que un par de minutos. Recordé, además, que aquél sueño no sólo era la repetición del primero, sino que estaba más amplio, lleno de olores, de sensaciones…

Nuevamente me dormí.

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Fotografía de Moira Gelmi

—Ya es tarde.

Dije por tercera vez a la pared y supe ya que aquello no era más que un sueño, pero no pude escapar de él.
Desayuné el cereal con leche y la banana y tras todo lo demás, salí.

El cielo mismo ardía en llamas. Como si las nubes fueran estufas y subieran el fuego hasta la cara de Dios tratando de intimidarlo, hacían que el cielo se viera sumamente rojo aquél día.

La ciudad era una ruina total. Casi todos los edificios no eran más que polvo al igual que muchas de las casas. Los coches se hallaban abandonados o incendiados y el olor acre me hacía lagrimear ya.

Por más que quise evitarlo, volví a subir la mirada al cielo y vi nuevamente aquellas cuatro lunas y aquellas múltiples estrellas. Danzaban sumamente rápido, como en una especie de éxtasis espacial, como en el mayor de los ¡Evohé! Que Cortázar jamás pudo haber imaginado. Pero la velocidad con que bailaban sólo era proporcional a la cantidad de miedo que producía. Yo lloraba y gemía; caía de rodillas y suplicaba que aquella extraña tortura terminara ya y en aquél momento escuché un ruido. Provenía de la calle.

Mi hermana corría hacia mí, casi tan extasiada como las estrellas del cielo pero en un momento de descuido, un enorme bloque de piedra, proveniente de una casa que recién se estaba derrumbando, cayó sobre ella. Sólo pude ver la cantidad de sangre que su cuerpo despedía, pero me era imposible remover la roca para tal vez poderla ayudar. Pero era tarde. Aquella piedra debía pesar muchísimo y seguramente mi hermana estaba totalmente aplastada e irreconocible.

Las cuatro lunas parecieron alegrarse pues de inmediato comenzaron a moverse junto a sus estrellas. No sabía si me daba más miedo la muerte de mi hermana o aquél movimiento sobrenatural e inhumano.

Aquella especie de murmullo volvió a hacer acto de presencia, pero de forma más clara, o eso creí al principio, pues eran palabras que parecían ininteligibles y sin sentido alguno. Se escuchaban como ¡Aa-Shanta ‘nygh! ¡Aa Shanta nygh! ¡Hei! ¡Hei! ¡Hei!…

Desperté una vez más.

Esta vez, el sueño había sido más largo. Faltaba ya poco para levantarme, por fin en la realidad, para ir a la escuela y quise hacer todo lo posible por ya no dormir, sino esperar a la aurora. No lo logré.

—Ya es tarde.

Nada más decirlo, me eché a temblar como un perro muerto de frío porque sabía lo que se avecinaba. Pensé incluso en el suicidio, pues tal vez algo tan fuerte me haría despertar de mi sueño. Pero no lo logré.

Desayuné el habitual cereal con leche, acompañado de banana y me arreglé temiendo y casi llorando por lo que habría de encontrarme.

Arrastrado por una fuerza inexplicable salí de la casa y me encontré el cielo en llamas. Las nubes mismas eran bolas de fuego y hacían más rojo y aterrador el mismo cielo. Todos los edificios no eran más que polvo por lo que mi vista estaba libre de obstáculos para observar todo aquél horror.

Mi mirada volvió irremediablemente hacia la bóveda celeste y pude ver las Cuatro Lunas Malditas, así como a las Dieciséis Esferas Danzantes que tanto horror me provocaban con sus movimientos alrededor de sus lunas. Pero además, algo muy extraño parecía surgir en medio de la oscuridad que rodeaba a aquellas cuatro lunas y aquellas dieciséis estrellas. Es indescriptible decir lo que era. No hay nada humano o animal que se asemeje a lo que comenzaba a tomar forma en el cielo y el simple hecho de verlo, aún sin estar en su forma perfecta, me provocó arrojarme al suelo suplicando piedad, lleno de terror y llorando sangre por haber visto tan blasfema imagen. Entonces, los cánticos volvieron a escucharse aún más claramente: ¡Aa-Shanta ‘nygh! ¡Aa Shanta nygh! ¡Hei! ¡Hei! ¡Hei!… ¡Aa-Shanta ‘nygh! ¡Aa Shanta nygh! ¡Hei! ¡Hei! ¡Hei!… ¡Nyarlathotep! ¡Nyarlathotep! ¡Nyarlathotep!

Esa última y extraña palabra erizó toda mi piel y me hizo suplicar aún más. Entonces una extraña risa que parecía provenir de todos los rincones del universo, pero al mismo tiempo provenir de la nada misma, se escuchó rematando el terror que ya sufría; una risa que parecía compuesta de mil risas diferentes, como si mil caras, o máscaras rieran al mismo tiempo.

No supe cómo, pero supe que su risa exigía sacrificios. Sacrificios de vidas humanas.

De entre los rincones, salieron mi padre, mi madre y mi hermano, en busca de mi compañía. Grité que no les hicieran nada, golpeé la tierra sobre la que me hallaba y supliqué ser yo el cordero sacrificado, pero que a ellos no les pasara nada. Demasiado tarde.

Cuando venían corriendo hacia mí, presas del pánico, un autobús que salió de la nada a toda velocidad, atropelló a mi hermano que corría con el único pensamiento de llegar a mi encuentro. Pude ver con desesperación que su cuerpo salía volando como el más vil de los muñecos y que caía sobre una roca que sería la que terminaría con acabar la vida de mi hermano al partirle el cuello.

Todos nos volvimos locos al ver aquello.

Mis padres y yo gritamos de dolor al mismo tiempo que Nyarlathotep soltaba sus mil risas de satisfacción y me sentí obligado por aquellas risas a mirar una vez más al cielo.

¡Se había formado por completo!

Las cuatro lunas y las dieciséis estrellas no resultaron sino ser partes de aquella más que se adoraba desde eones atrás como Nyarlathotep. No supe si eran ojos, si eran caras, tal vez bocas dispuestas a devorar, aunque también parecían ser esferas giratorias que contenían dentro de sí algo tan maligno que no pude imaginar. El resto de aquella masa también estaba llena de aquellas esferas que había confundido inicialmente con lunas y estrellas y todas ellas danzaban de una forma tan hipnotizante como enloquecedora. Además, entre aquellas esferas, había una especie de tentáculos que se movían con violencia y parecía que con estirarlos al máximo podría abrazar sin problemas a toda la Tierra. Aquella masa no tenía forma alguna y parecía flotar en el espacio mismo, pero debido a su muy gigantesco tamaño podía ser apreciada por mí desde donde me hallaba. Además del movimiento aterrador de aquellas protuberancias que confundí con lunas y estrellas, la masa completa se removía y retorcía de una forma asquerosa y aterradora. Yo no paraba de llorar sangre y de suplicar por el cese de aquellos traumas. Entonces dos enormes gritos me obligaron a bajar nuevamente la vista.

Al parecer mis padres también fueron obligados por aquella música bestial a mirar al cielo y a contemplar a aquel ser maldito de nombre Nyarlathotep. Habían gritado al mirarlo y no pudieron soportar aquél Caos Reptante. Estaban muertos con los ojos en blanco y con ríos de sangre que salían por ellos.

Me volví más loco aún y supliqué por mi muerte. Pedí a aquél ser cualquier cosa menos eso que vivía (o soñaba) en ese momento.

Entonces desperté.

Vi que ya era hora de levantarme de verdad, desayunar de verdad y de salir a la realidad para olvidarme de esos cuatro sueños de las cuatro lunas con las cuatro estrellas en cada una.

Terminé de hacer todo, no sin un cierto temblor, producto de los residuos del miedo que me habían provocado los sueños, y cuando me dirigí a la puerta, dudé.

Tras un momento que usé para reunir valor, giré el pomo de la puerta.

Todo se veía normal.

Di dos pasos tras cerrar la puerta y miré al cielo para comprobar que en efecto, todo estuviera normal.

En el cielo, distinguí cuatro lunas. En cada una había cuatro estrellas girando a su alrededor de forma rítmica e hipnotizante.

Era mi turno de morir.

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Fotografía de Moira Gelmi
Gilberto Blanco Hernández

Soy Gilberto, estudié la carrera de Historia en la UNAM y actualmente me dedico a la docencia, impartiendo las clases de Historia universal, Historia de México y Geografía. He publicado de manera independiente los libros El Castillo Amarillo y otros relatos de terror y locura (2017) y Adoradores de Dagón (2019). Actualmente trabajo en mi tercer libro de cuentos.

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