Nosotros… los escritores

Ella lame un helado con sabor a chicle. La espero afuera del lugar. Tienen que pasar tres de limón, uno de frutos rojos, dos clientes indecisos, una banana split. “No me gusta el helado. No hablo con gente en la calle”, me dice. Camino detrás. “Tú escribes poesía y yo cuento”. Se viene a vivir conmigo en la buhardilla de la señora Clemencia.

“La de patines, en Blue Cat” le explico a Luigi. “¿Tiene resortes?”, pregunta el hombre de la chaqueta. “Es de pluma alemana, ortopédico”, me lanzo sobre el colchón. “Tengo un problema en la cadera…”. “Ortopédico” le repito. “Mire usted”. Me acuesto boca abajo, los ojos cerrados, un gesto de satisfacción en el rostro. El hombre se despide. “¿No podría conseguirnos algo mejor?”, interroga Luigi. “Tiene apenas una semana. Acá estamos bien; no te quejes tanto”. “Lo que no me gusta es la piyama” se lamenta. “¡Cuándo has visto un probador de colchones en traje!”. “Comer helados sería mejor”. “No es tan fácil. Elizabeth vomitó en la noche”. “Uno grande, matrimonial” indaga la señora de cartera negra. Le señalo varios. “Parecen pequeños”. Luigi se acuesta; lo imito enseguida. “Muy cómodo. Viene con dos cojines en cuero”. “¿Dice que lo llevan a la casa?”. “Sí señora”. “Una buena venta” celebra Luigi. “¿Vamos a Blue Cat?” interroga. “No la dejan recibir visitas, pero si no saludamos está bien”. Observo a Elizabeth. Varios niños hacen fila. También se me antoja un helado. “¿Nunca has pensado en el trabajo?” pregunta Luigi. “¿Cuál trabajo?” respondo con indiferencia. “El nuestro, el de Elizabeth, ¡todos! ¿Leíste el ensayo de Marcus Malthus?”. “No. ¿Cómo se llama?”. “Consideraciones etéreas sobre el trabajo moderno”. “¿Qué dice?”. “Plantea que es humillante”. “No estoy de acuerdo. ¿Se te ocurre otra manera de que alguien compre un colchón? Es la teoría del contagio. ¿No leíste eso?”. “Sí, sí, lo leí en la Escuela. No sé, tal vez en otro tipo de sociedad…”. “¿Cómo va la novela?”. “Mal, veinte páginas en noventa días. ¿Y los cuentos?”. “Varias ideas, no encuentro la voz. También se me dificultan los finales. Shakespeare los mataba a todos y a nadie le importa. Si tú matas uno es cliché”. “¿Qué hora es?”. “Las dos”. “¡Merde!”.

Elizabeth tiene unas pepitas en la lengua. Cree que es el helado de limón. No puede decírselo al señor Carvallo. Le pido renunciar. Sale de casa y regresa enseguida. “El cielo está oscuro, hoy nadie compra helados”. Martes y miércoles es igual. Es jueves; llueve. “Dice el señor Carvallo que no regrese hasta noviembre”. Durante la cena Elizabeth me relata sus proyectos. “¿Vendedora de tiempo?” la interrogo. La señorita Karen es su primer cliente. Es estúpida, lo sé desde el principio. “¿Te gusta la poesía?” interroga Elizabeth. El rostro de Karen se turba. No paga para que cuestionen su inteligencia. “Los B.B. tienen concierto en la ciudad”. Elizabeth da en el blanco. Sólo debe sentarse y escucharla. “El problema con las raíces es que siempre vienen sucias. Debes lavarlas muy bien porque puedes enfermar a los niños. El otro día María Fernanda amaneció con dolores. Como no pudo ir al Instituto fuimos al Laguito. Tienen una foca nueva, graciosísima, deberías verla. Bueno, te decía, el problema con las raíces es que a veces escasean. Una vez hice un vuelo de veinte horas para conseguirlas. Lo peor fue que el arroz no quedó como esperaba. Lo que me anima en esos momentos es la voz de Jhonny Syster. Es el alma de la banda, personalmente es más hermoso. Si le vieras esos rizos, y los pantalones ajustados, y las botas de plataforma, una delicia de hombre. Bueno, te decía, entonces la foca se tira unos clavados que no te imaginas. Le han puesto una chaquetica como si fuera salvavidas. Cuando sale del agua la gente le aplaude. María Fernanda ya tiene dieciocho. El otro día hablamos y tuve que reprenderla. Le dije que se quedaba con dos nanas. La vida está muy difícil mi cielo. Al final dejamos sólo cuatro: una para los peinados, una para los vestidos, una para los zapatos, y otra para que le haga compañía a Baby. El pobrecito todavía está cachorro”. Karen viene todas las tardes. Ahora debe pedir cita. También acuden la señora Margaret y Emilianito. El niño es el más difícil, no le gusta hablar. Se aburre con los cuentos infantiles. La señora Margaret es una anciana lujuriosa.

“Sé que prefiere su trabajo en Blue Cat” le comento a Luigi. “No es un buen momento. La renta ha subido, el invierno siempre desalienta el trabajo”. “Podrían saltar un poco” pide la señora del vestido. Luigi la complace. “Cualquier cosa es mejor a esto. ¿Ya leíste a Malthus? Dice que las artes deberían ser remuneradas”. “¿Es un autor futurista?”. “No sé si plantearlo de esa manera. Imagina que escribes un libro de cuentos y con eso puedes pagar la renta”. “Nunca vas a cambiar. Prefiero la tesis de Moure: la vida es atroz, irónica e inmóvil”. “Ese es un buen punto: la inmovilidad. Un arquitecto diseña un edificio. La gente vive en los apartamentos y se satisface una necesidad básica. El agricultor cultiva la comida y satisface otra necesidad. De igual manera sucede con el médico, las putas y los bomberos. Pero nosotros… los escritores, hacemos parte de una especie de inmovilidad. A nadie le importa o beneficia lo que escribimos, y menos aún lo que leemos o pensamos. No tenemos repercusiones en la vida real. Pero imagina que un día no venimos a probar colchones, o que Elizabeth deja de comer helados o vender tiempo, y todos, todos en el mundo, decidimos no salir a trabajar. Tendría que ser un levantamiento universal claro está o sino la mano de obra desocupada asumiría las vacantes. Entonces las empresas, los gobiernos, los Estados, estarían obligados a reconocer que las artes poseen un carácter imprescindible en las sociedades modernas. ¿Me entiendes?”. “Sí. ¿Y qué pasa con eso?”. “Nada, nada, son ideas sueltas”.

“Es una pendeja” dice. Veo en su cuerpo un leve temblor, las venas marcadas, el gesto de ira infinita. “Es una pendeja la muy puta. Me pidió ideas para tener sexo”. Han pasado dos meses. Imagino las diez mil historias, el hastío, el falso interés en sus consejos. Todavía llueve, falta mucho para noviembre. Y si dejara de llover, si llegara noviembre, las pepitas en la lengua, los helados de limón, frutos rojos, chicle, brownie, vainilla, mandarina, ron con pasas. Me gusta su carita de llanto, el rostro de resignación. La tomo de la cintura, le beso los hombros, la espalda. Acaricio sus piernas, blancas, lisas, un poco frías. Se pone de pie. Siempre lleva vestidos de seda. Le acaricio el trasero sin quitarle la ropa. Es pequeño, redondo. Levanto el vestido, le bajo los calzones, la inclino un poco, le doy una palmada fuerte… la primera. Me detengo a juguetear un poco. Su cuerpo en extremo delgado me despierta fetiches. Se voltea. Entiendo sus deseos. Me pongo de rodillas. Nunca se depila y me gusta. Aquella parte rasurada me resulta babosa. Cambiamos de lugar. Tiene rostro delgado, una boca pequeña. No se trata de hacerlo sino de disfrutarlo. Ella lo disfruta. De verdad me hace feliz. Si llegara a marcharse la extrañaría por siempre. Se pone de pie, la tomo de la cintura y la tiro a la cama. Es fácil de mover. Aún lleva el vestido, los calzones sobre las rodillas. La desnudez me aburre. Por fin la penetro. Veo su cuerpo, frágil, le halo el cabello, su rostro mira hacia el cielo. Ella se acomoda. Sus palmas y rodillas la sostienen. Le doy una, dos, tres, cuatro palmadas, cada vez más fuertes. Parece tan frágil, tan lejana a su dignidad de artista, de poeta. Escucho sus palabras de placer, nunca antes pronunciadas, espontáneas, soeces; es otra mujer, sin nombre, sin ataduras. Somos animales, carnívoros, omnívoros, somos piel, sudor, rasguños, gestos de lamento, somos un cuerpo cansado de existir, bajos instintos, malos deseos. Podemos continuar la noche entera, el amanecer, que venga la señora Margaret a vernos, así se folla señor Carvallo, ¡qué clase de colchones son estos!, se le salen todas las plumas, ¡por qué se nubla la vista!, una telita blanca en los ojos, la imagen de Cristo descendiendo a los infiernos, los delfines en formación militar, el último eclipse de luna, sus piernitas temblando. Se deleita en un grito extendido, un sonido de ambulancia, pronuncia la frase esperada, mi declaración de triunfo. El efecto resulta contagioso. Debo aguantar un poco más. Se desploma y caigo sobre ella. Se escuchan algunos chillidos, tenues, me arrodillo victorioso en su espalda.

“Tengo una idea” me dice Luigi sin saludar. “Golpéame fuerte”. “¿Cómo?”. “¡Vámos, golpéame fuerte en la cara!”. “¿Para qué?”. “Los escritores necesitan escándalos. ¡Vamos, golpéame!”. “¿Estás seguro?”. “Claro, anda”. Lo golpeo en la cara, una cachetada tenue”. “No, así no. Debe ser más fuerte”. Lo golpeo una, dos veces más. “No, espera”. “¿Qué pasa?”. “Aquí no sirve. Necesitamos testigos”. “¿Entonces dónde?”. “No sé. Un lugar con mucha gente. Un aeropuerto por ejemplo”. “¿Ahora?”. “No; hay que vender colchones. Luego vamos”. “Como quieras… ¿Y luego qué decimos?”. “¿A quiénes?”. “A los periodistas”. ¿Cuáles periodistas?”. “Los que nos entrevisten”. “¿Por qué nos van a entrevistar”. “Porque somos escritores famosos”. “Ah, claro, claro. Decimos que hubo un pacto de silencio, pero les hacemos creer que fue un asunto de faldas. Te acostaste con mi novia, o yo con la tuya”. “Como digas”. “Te tengo una sorpresa”. “¿Qué pasa?”. “Una entrevista de trabajo”. “¿Para qué?”. “Aplaudidor”. “¿Qué es eso?”. “Tienes que aplaudir en los eventos”. “¿Por qué no lo tomas”. “Diferencias políticas”. “Me imagino”. “Tienes que ir en la tarde”.

“¿Ha escuchado la teoría del contagio?” me dice. “Sí señor, lo aprendí en…”. “Bueno, pues entonces ya lo sabe casi todo. A ver… sonría por favor. No, así no. Las grandes sonrisas son mentirosas. Eso, mucho mejor. Empieza mañana”. Llego temprano. Me recibe el mismo hombre. “Se presenta el doctor G.”. Escucho una serie infinita de adulaciones. Creo que tenemos el mismo trabajo. El mío resulta más digno. Si no me pagaran no aplaudiría. “La conferencia se llama…”. El auditorio es grande, de alfombra roja, casi repleto. Entra el ingeniero, magister, señor de cuatro especializaciones. ¿Debo aplaudir desde ahora? Se me olvidó preguntar. Bueno, mejor lo hago. Aplaudo y todos me siguen. Bravo, bravísimo, me tiento a gritar. Alguien habla, presenta. Me pegan con un codo. “Claro, disculpe”. Aplaudo de nuevo. “El desarrollo urbano…”. Ciertamente Luigi no podría resistirlo. Tomo una hoja y escribo algunas líneas. Hace una semana tengo la idea, un cuento sobre la venganza. Escucho aplausos. ¡Mierda! Aplaudo a destiempo y me quedo solo. Tal vez me descubran. Es un poco corto, nunca supero las diez páginas. El protagonista debe rebelarse. Sí… no sólo se trata de la venganza, sino de la consciencia. Pero… podría arruinarse el final. Ya no habría sorpresa. Entonces, ¿cómo lo termino? ¿Y los protagonistas?, ¿quiénes son?, ¿cuántos hay?, ¿dos?, ¿tres?, ¿el joven y la mujer?, ¿o también el hombre? El narrador, ¿voz agónica?, ¿pausada? Es un cuento psicológico, al estilo de los rusos, los diálogos son importantes, poca acción, mucha fuerza dramática. Eso es, la promesa de que va a pasar y no pasa. Luigi puede ofrecerme algunas luces. Creo que es él quien escribe mis cuentos. Soy un autómata… Si algo bueno sale soy un genio. Pienso muy poco, solamente escribo. ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Por qué aplauden estos cabrones! ¡Ahora qué dijo! Aplaudo también, esta vez con precaución. Ya se acabó. Hubiera deseado unas horas más. No me importa el dinero, necesitaba el tiempo para… Sí, sí, presumo de no pensar pero sí lo hago. Todas mis ideas me resultan brillantes, y luego… lugares comunes, prosita floja, la sorpresa, nada nuevo, hastío, repulsión, envidia, vergüenza. “Ya se imaginará usted” me dice. “Sí señor, estoy despedido. Disculpe la incompetencia”. “No necesariamente. Puede quedarse si lo desea. Sólo trate de no desconcentrarse”. “Las cosas se hacen bien o no se hacen” pronuncio. “Me parece estupendo que piense así. Ya verá lo bien que le sale la próxima vez”. “Preferiría no causarle molestias”. “No sea tonto; he visto peores. Además es su primer día”. “De verdad insisto”. “¿Piensa seguir probando colchones?”. “Por lo menos se puede soñar”. “Tómese unos días”. “¿Te despidieron?” pregunta Luigi. “Bueno, realmente renuncié”. “¿Por qué?”. “No lo sé; me contagiaste tus ideas”. “Jáa”.

Son las once. Mañana el turno empieza a las siete. No hay tiempo para sexo. Elizabeth saluda. “¿Cómo te fue?”. Enciendo el computador. “Fue un buen día”. Me alegro por ella; la amo demasiado. “¿Estuviste con la señora Margaret?”. “No, con Emilianito. Es un chico muy listo”. Para Elizabeth todos son listos o inteligentes. No recuerdo ningún elogio hacia mí. “¡Qué bueno!”. “¿Qué te pasa?”. “Nada. ¿Por qué?”. “Te pasa algo”. “No”. “Claro”. Leo las notas. Me resultan estúpidas. Debo empezar de nuevo. “¿Qué te pasa?” insiste. La tomo de la mano e intento atraerla. Si la abrazo puede calmarse. “No te importan mis cosas”. “Te pregunté cómo te fue”. “Si fuera otra sí te importaría”. “Ya, está bien”. “¿Por qué me haces esto?”. “¿Qué cosa?”. “Despreciarme”. “Eso no es cierto”. “Mi peor error ha sido estar contigo”. Cierro el computador. “Nunca lees mis cuentos. Siempre los demás son sensacionales” ataco. “Ahora yo soy la culpable”. “¿De qué?”. “¡Si no me querés por qué estás conmigo!”. “Claro que te quiero” me tranquilizo. Ya no escribiré; lo hago de manera sincera. “Sos lo peor. Tú nunca has sentido nada por mí”. La pareja piensa en asesinarlo. Es una venganza física, material. En las conversaciones el joven parece arrepentido. Hasta allí todo muy bien. ¿El joven los reconoce? Claro, resulta evidente. “Siento que han sido meses de mentiras, burlas y engaños. Maldigo el día que te conocí, el día que fuiste a Blue Cat”. Se me ocurren dos finales. En uno, el personaje se rebela, les grita que lo maten, que sólo así podrán saciar su sed de venganza. En el otro, el joven se encuentra sereno, aparenta todo el tiempo, se enferma poco a poco. Me gusta más el primero, pero también la idea de la enfermedad. Si se rebela, no se enfermaría, ¿o sí? No lo sé. Necesito verlo en el papel, hablar con Luigi. “Nunca ha habido amor de tu parte, sólo soy una costumbre. Pero no te preocupes, esa costumbre se te olvidará cuando amanezcas con otra a diario. Te importo tanto que no me preguntas por el medicamento. Seguramente lo que tengo en la lengua es tu culpa, porque te lo pegó alguna de tus amiguitas. Ya ni siquiera me tocas, y cuando estamos, es como si pensaras en otra persona. Eres cobarde y traidor. Claro, lo que pasa es que quieres terminarme para ir a acostarte con cualquiera. Por eso anoche me soñé con una vieja de cabello negro que tú mirabas, y sólo decías que deseabas estar con ella, y me mirabas y te reías, y no te importaba que yo tuviera un bebé en los brazos, que era tuyo, sólo decías: «¡Te imaginas tener un hijo de esa vieja!»… y alguien se llevaba aquel bebé. Cumple con ella todo lo que me prometiste, y que vayan a París, o Venecia, y se casen y sean felices. La culpa es mía, por creer en alguien como vos. ¡Por qué sos tan cretino!”.

“El universo conspira en nuestra contra” me saluda Luigi. “¿Más trabajo?” adivino. “Con mejores perspectivas”. “¿Y tú?, ¿profundas diferencias políticas?”. “Ajá”. “¿De qué?”. “Alto asesor para las relaciones amatorias”. “¿Qué es eso?”. “Probador de putas”. En el lugar me recibe un hombre bajo, casi enano. Me mira con un gesto de suspicacia. “¿Usted?” me dice. “A sus órdenes, señor”. “No sé. A ver… suba las manos. Párese en la punta de los dedos. Ajá, así, cuente hasta diez”. “¿Es necesario, señor?”. “Ahora tres cuclillas. ¿No sabe lo que son? Como si fuera a defecar. Eso… uno… dos… tres. Muy bien. Ya puede bajar las manos. Párese en un pie. Salte… uno… dos… tres… También con el otro pie. Espere, espere. Ya, está bien. Parece limpio, aunque de estado físico lo veo regular”. Entramos en una habitación muy amplia, de luces azul fosforescente. “Estas son Las Magas” dice, sin indicarme a nadie en particular. Hay mujeres por todas partes, blancas, rubias, morenas, indias, el paraíso. Me saludan con mimos, como si fuera un niño pequeño. “Su trabajo no es con ellas. Venga, venga. Supongo que habrán llegado algunas cuantas”. En el segundo piso encontramos más mujeres. Parecen esperarnos. Son diferentes a las otras, circunspectas, meditabundas. “Eso es. Ya puede empezar si desea”. “¿Empezar a qué?” pregunto. “¿No lo sabe? ¡Pues a probarlas! Déjeme le explico. Usted, póngase de pie”. El hombre se inclina delante de una joven. Le abre las piernas, mete la cabeza por debajo del vestido. Después de unos segundos se incorpora. “Muy mal, muy mal. Es demasiado ácida. Podría irritar a los clientes. Tome un trago por cortesía de la casa y gracias por venir”. “No parece tan difícil” comento. “Es muy sencillo. Sólo algunos percances naturales, usted entenderá. Pueden tener pulgas y esas cosas. Nada del otro mundo. A ver… inténtelo”. Llamo a una rubia del fondo. No es bonita; me produce lástima. Imito los movimientos del enano. La rubia deja escapar una risita. “Delicada, sabor a fresa” digo. “No sea estúpido” me reprende el hombre. “Usted besándola y ella orinándose de la risa. Dan ganas de cogerla a cachetadas”. “Pensé que…”. “No, no. La siguiente, la siguiente. A ver, usted”. Es una gorda, baja, con el cabello crespo algo sucio”. Repito la rutina. “Desechada” sentencio. “Es muy sudorosa”. “Es más estúpido de lo que pensé” se enfurece el hombre. “¡No se da cuenta cómo lo tomaba de la cabeza! ¡Esa mujer ama su trabajo! A ver, una última oportunidad”. Se acerca una morena, casi anciana. “Un mastodonte señor, podría ser su abuela, mi abuela, una vergüenza para la profesión”. “¿Las prefiere jóvenes?” pregunta. “Sí señor” contesto con seguridad. “¿De piel lozana, senos firmes, traseros grandes?”. “Exacto, señor”. “Si dependiera de usted, que fuera virgen”. “Exacto, señor”. Es casi mío el trabajo, dos o tres preguntas más y está hecho. “¿Una jovencita como usted, que no sepa limpiarse los mocos?”. “No precisamente, señor”. “¿Una pendeja que le de vergüenza quitarse la ropa?”. “No lo había pensado de esa forma, señor”. “¿Una caprichosa que me espante a los clientes?”. “De ninguna forma, señor”. “Salga de aquí y no me haga perder el tiempo. ¡Largo, largo, largo!”.

“¿Setecientos?” interroga Elizabeth. “Ya no importa. Tú eres más importante”. “¿De verdad lo dejaste por mí?”. “Por supuesto. ¡Sabes que te amo!”. Me abraza por la espalda. Le tomo las manos y las beso. “¿Salimos un rato?”. Nos gusta ir al parque. Preferimos el circo pero las boletas han subido. Ya lo decidí. Es una combinación de ambos finales. “¿Qué te pasa?” dice. “Nada. Sólo pensaba”. “Claro”. “No vamos a empezar. Es sólo una idea… para un cuento”. Veo en su rostro un desencanto sincero. Tomo algunas ramas e improviso un detalle. Es una flor. Su mirada se ilumina. Me abraza de nuevo. Creo que es la mujer indicada. Caminamos, siempre tomados de la mano. Es una tarde naranja, de esas que parecen pinturas, una tarde de septiembre. ¡Septiembre! En dos meses cumpliré años. Tres décadas y aún vendiendo colchones. Debería estar en casa, terminar el cuento, empezar el cuento. “Son las cuatro” digo. “¿Ya te aburriste?”. “¿No tienes turno esta noche?” invento excusas. “Sabes que los jueves no trabajo”. ¿Cuál será la imagen final? Pienso en un estuche de violín. El hombre lo ha portado todo el tiempo. Se sugiere que esconde un arma. Ahora, ¿cómo decirlo?, ¿cómo dejar pistas sin caer en la evidencia? ¿Y la chica? El joven la mató, ¿pero cómo? ¿Es preciso decirlo? Siempre evito los detalles, no son importantes, la mató y punto. Es un asesino y los padres quieren vengarse. Lo han buscado por todo el mundo, lo encuentran diez años después, en un pequeño hotel. “¿Qué te pasa?” repite, esta vez exaltada. Me prometo no lastimarla. “¿Quieres un helado?”. “No”. “Claro”. Nos reímos. “Tengo una idea” pronuncio, casi grito. “Vamos al Mirador”. “¿Seguro?”. “Sí”. Es un bar, en el norte, de los mejores en la ciudad. Una salida allá y se acaba la quincena. “¿Seguro?” insiste. “Sí, sí. Te lo mereces”. Suena Charly Morris al llegar. Un hombre de frac nos recibe, nos llama caballero, dama. Elizabeth se entusiasma. Me toma de repente para darme un beso. Camina despacio, mira las mesas, los cuadros, el veneciano, la cúpula. ¡Quién mira hacia arriba! Hay tres opciones, comida italiana, francesa, oriental. Podrían dejar sólo una y se acaba la cuestión. Elizabeth piensa, decide, se arrepiente. “¿Tú qué piensas?”. “Lo que tú quieras mi amor”. Se decide por comida italiana. Nos sentamos en el segundo piso, en uno de los balcones, la vista es perfecta. Abajo se contempla el bosque, el río, los puentes colgantes. Más allá están el metro y los condominios. Se nos acercan el catador, el probador de quesos, el de las pastas, el de los postres. Toda la comida parece deliciosa. Pedimos spaguetti, un calzonni mediano, dos copas de vino, un poco de agua. “¿Te imaginas venir cada ocho días?” le digo. Ella sonríe. La brisa nos golpea suavemente, juguetea con el cabello. “Está delicioso”. “Prueba un poco de esto”. “Se aprende mucho en tu trabajo” le digo. “Siempre hay una historia detrás de las personas”. “También el tuyo es agradable. La gente necesita buenos colchones para descansar” comenta Elizabeth. “Es una labor altruista. Además está Luigi. Si no fuera por Colchones Stones no lo hubiera conocido”. “Es un buen amigo” pronuncia. “Hemos tenido mucha suerte”. “De pronto la señora Margaret no sea tan mala. No tiene la culpa de sus tonterías”. “¿Cómo vas con Emilianito?”. “Es un encanto. Siempre me hace reír”. “¿Dices que también escribe poesía?”. “Bueno, digamos que inventó su propio género”. Nos damos palmaditas en la espalda, rebuscamos las palabras, tenemos vidas perfectas. “Se me había olvidado”. “¿Qué cosa?”. “Si este mes vendemos mil colchones nos pueden ascender”. “¿Te pagarían mejor?”. “Sería casi lo mismo, pero nos envían a domicilios y podemos recibir propinas”. Se escucha el sonido del río, sereno, plácido, sin perturbaciones. ¿Cómo terminaba el cuento?, ¿cómo empezaba el cuento?, aún no escribo una línea. “Te quiero” murmuro. “Yo también”. Pido una cerveza, me siento animado. “Una importada por favor”. Comemos, hablamos, reímos, somos felices, sí, lo somos, muy felices.

Fotografía de Moira Gelmi
Fotografía de Moira Gelmi
Para citar este texto:

Moreno, Leonardo. «Nosotros… los escritores» en Revista Sinfín, no. 21, año 4, México, enero 2017, 25-30pp. ISSN: 2395-9428: https://www.revistasinfin.com/revista/

Leonardo Moreno

(1989) Es Licenciado en Literatura y Profesional en Estudios Políticos de la Universidad del Valle, Cali-Colombia. Ha publicado múltiples artículos en el periódico La Palabra y cuentos en las revistas Sinfín, Margencero, Letras.s5, Resonancias, Cronopio, Palabras, Narrativas, El Errante, entre otras. Tiene una novela inédita titulada Margarita no da a luz. Actualmente termina el libro Cuentos de un autor sin vo(s)z, en el cual se recopilan varios de los textos publicados. Puede contactarse con el autor al correo: leomor1000@gmail.com.

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