El final del lenguaje

A Samantha Díaz

«Un mundo donde el lenguaje es inconcebible. Digo, que el lenguaje como mecanismo estructurado con el fin de efectuar una comunicación entre dos individuos no existe. No hay un mecanismo de tal naturaleza ideado por esos entes. No existe pues, aquello conformado por reglas e ideas concebidas y atadas a la merced de la abstracción que la biología permite al organismo interpretar como lo perceptible. Pues, la comunicación existe, y el lenguaje es una extraña faceta que varía incluso de especie en especie, de raza en raza, y de individuo en individuo. Pero la comunicación permanece inmutable, está oculta detrás de la difusa y nebulosa barrera de la razón y, por supuesto, del entendimiento como tal.

La comunicación en la Tierra está basada en mecanismos, sí, mecanismos sujetos a complejos procesos, donde existe una emisión de la abstracción de la idea, todo ello por un medio que le permita a dicha abstracción llegar a un receptor. Lo que viaja es la síntesis del mundo, que dentro de la limitada mente tendrá que pasar por complejos procesos, que son otras abstracciones y, por último, ser transformada en una trivial interpretación de la abstracción original; la forma final de la idea no llega a parecerse ni siquiera a la abstracción, sólo es una parte muy pequeña.

Claro está que, la eficacia y el sentido que se la da al mensaje, van sujetos a diversas y muy estrechas condiciones que lo determinan hasta el más mínimo aspecto, pues, la cultura interfiere indiscutiblemente en la asimilación de la idea a comunicar e interpretar y posteriormente a comprender; la cultura, a su vez está determinada por más incontables factores, como la religión, la geografía, la historia y la ideología, que coexisten simbióticamente con los comunicantes y comunicados. Es en sí, que el mensaje, la idea, pasa por cientos de alteraciones, que de alguna manera deforman su esencia más pura. Los símbolos, los sonidos, las palabras, las letras; todos juntos son los asesinos de la realidad absoluta, y los parteros de una realidad seccionada, erosionada y reducida hasta la más ínfima y simple de sus dimensiones».

Esto justamente era lo que el ser pensaba dentro de su compleja mente racional, en una ociosa reflexión que buscaba inútilmente la coherencia en el extraño objeto apreciado por sus sentidos, en aquellas lejanas y ofuscas ruinas, en aquel extraño lugar nunca antes imaginado por su conciencia, en aquel sitio donde se encontraba y que apenas podía asimilar.

Miraba al suelo, miraba al cielo y a los lados. El ente se encontraba en unas calles carcomidas por la indiferencia del tiempo. Este lugar añejo jamás lo había visto, pero, supo al verlo, lo que era; como si al encajar su vista en la arcaica y roída arquitectura, algo le electrificase el presente, como el choque que experimenta la piel al ser sometida a la frialdad del agua. Más familiarmente, supo lo que era y comprendió todo su contexto y su esencia con tan solo verlo, como el efecto de un déjà vu.

Siguió su desplazamiento sobre la descarapelada carpeta de asfalto, que desprendía con agobiante lentitud sus granos componedores, pareciendo que una brisa soplase difusa entre este lugar, donde el tiempo se encontraba en suspenso, sumiso y condenado, a la perpetuidad del momento. Flotaban las partículas conformadoras de la calle y se deshacían tan funestamente entre el aire al ritmo de una extraña ingravidez melancólica.

La ausencia de algo más allá de las ruinas donde se encontraba, le hacían suponer que en realidad el universo comprendía esas marginadas y tristes ruinas. Por otra parte, la oscuridad del cielo, una oscuridad total y la ausencia absoluta de estrellas, le inferían varias cosas: o que se encontraba en el fin de los tiempos, con todas las estrellas muertas; o que se encontraba en los instantes precedentes al tiempo mismo. Si no, ¿cómo se explicaría su estancia ahí? Tal vez habría otra explicación no resuelta.

El objeto que le cautivó seguía ante su vista. Le invadió una descarga anárquica, que erizó su entendimiento y naturaleza fisiológica. Por un momento conectó su mente con el extraño concepto de la individualidad que el contacto visual con el objeto le produjo; y aún más extraño, era el toparse con el concepto de lo que es un concepto. En ese instante dejó de ver aquella totalidad, que era cómo la entidad entendía al mundo: como un ente donde cada uno de nosotros es la representación de un nervio sensitivo de un cuerpo más grande.

Por vez primera su mente fue ocupada por el lenguaje y el razonamiento humano que terminaron por destrozar esta concepción de unicidad. Ahora el todo era un conjunto de cosas.

—Un rectángulo —sonó una voz que expresó el concepto contenido en la esencia del objeto.

Las etimologías e ideas matemáticas que encierran el significado de la palabra «rectángulo» sonaban entre las neuronas de su cerebro; cobraban vida y, como todo lo que es vivo, el concepto de lo que es un rectángulo nació, creció y murió entre las misteriosas redes cerebrales del olvido.

—Un rectángulo con volumen —volvió a manifestarse el concepto, la abstracción que se presentaba como un invasor en su conciencia, como un extraño fenómeno natural, de esos que perturban el sosiego de un entorno inmutable.

—Un libro —se concluyó a sí misma la posesión cognitiva.

«Qué curioso» pensó el ente «esto que surge del objeto llamado libro, la palabra, se comporta obedeciendo las leyes de la evolución biológica. La palabra surge en su forma elemental y se repite miles de veces, se reproduce en mi cerebro y luego de repetirse reiteradamente adquiere mayor complejidad, trasciende para convertirse en una nueva idea que encierra a otras simples, en una composición; y esta composición obedece esta misma dinámica hasta entramar al libro mismo. La palabra es la unidad fundamental del libro como lo es el individuo para la biósfera. La palabra es un ser vivo de dos dimensiones, que, si bien no se mueve, logra invadir la mente de quien la lee, como lo hace un virus».

Pronto, al terminar estar reflexiones, el ente se sintió levemente aturdido y de esta sensación surgió un razonamiento que lo asustó: «no me he dado cuenta que mis pensamientos obedecen ahora las leyes del lenguaje. Obedezco al lenguaje y olvido mucho de lo que sé y lo que he vivido en mi vida anterior al lenguaje, porque la gran mayoría de estas cosas vividas no tienen un nombre asignado con el cual pueda representárseles de acuerdo con los caprichos del idioma».

Esto era un libro, una extraña extensión del universo, que, por obras de la entropía y el reagrupamiento azaroso de la materia, había terminado en aquella colección múltiples hojas compuestas de celulosa con tinta plasmada a molde de letras. ¿Qué eran las letras? El ente tomó el libro, lo abrió y miró lo contenido entre sus hojas: «Verde» decía en la sección de una oración.

En su mente zumbó punzantemente la palabra «verde». Retumbó miles de veces con una insistencia terrible. En un principio, el chispazo le permitió encontrarle sentido, pero después de que la fonética del vocablo se reiterara sin pausa alguna, la palabra «verde» perdió su propiedad de transportar una idea, así como el concepto que esta idea enmarcaba, el de referirse a un elemento del mundo perceptible por el cual los seres responsables de la invención del lenguaje etiquetaron dentro de esta palabra aquello que era un color. La repetición interminable de la palabra terminó por difuminar su significado y sentido. Al aparecer la palabra «verde» sufría cierta despersonalización y finalmente se disolvía, perdiendo todo su sentido: «verde, verde, verde, verde, verde, verde, verde, verde, verde, verde, verde…»

Ante el desprendimiento del significado conceptual de la palabra, la letra “A” no era más que un triángulo, una forma absoluta, podría decirse que era el cadáver de la idea, ¿cómo se concluía y concebía que esta geometría trigonométrica o tipografía, era poseedora del sonido que le correspondía como tal? La esencia de la “A” desaparecía, ahora estaba un A, sin más.

En su curiosa actitud de hojear, el ente leyó el libro, lo comprendió en su totalidad, y luego su conciencia se turbó en el hecho de que la idea –aquel frenesí de inmediato conocimiento escrito en las páginas–, se basase en un compendio de limitaciones atípicas de un mundo encapsulado dentro de esas entidades gráficas, de esas letras, de esos trazos que bien podrían significar cualquier cosa.

Para la lógica del ser que leía el libro, la calle no era “la calle”, era simplemente eso, sin más. Lo mismo para las ideas complejas, complejas para nosotros. Para estos entes, el sentido de la retórica y la estructuración lineal con las cuales se secuencian las ideas y pensamientos les eran en extremo primitivos, limitantes y mantienen a sus posibles hablantes en una prisión donde reina la incertidumbre y la reducción de las experiencias sensitivas e intuitivas.

En medio del acto de lectura y de la transformación de la mente del ser, algo alteró el sosiego que reinaba en el paisaje lúgubre, como un alud invisible que comenzó a desmoronar lo visible, y lo visible se convirtió, como contagiado por alguna enfermedad, en invisible. El lugar fantasmal se disolvía, devoraba la existencia y si el ser no hacía nada también lo devorarían y desaparecerían; si no escapaba de esta marcha imperiosa de fugaz descomposición, el ser dejaría de existir, o tal vez descubriría que jamás existió. El colapso de la realidad amenazaba con su avance inevitable…

…Despertó el ente del sueño tan profundo, de aquel mundo onírico tan vívido. Escapó de la desaparición que sufrió la arquitectura de los entornos de su sueño. Luego de mitigar el nerviosismo y los temores provocados por la visión, se encontró con sus semejantes y en su afán de dar a conocer la experiencia de la que fue parte, en un instante, todo lo que vio en ese sueño lo transmitió a la mente de cada uno de sus congéneres. Todo esto en un momento tan fugaz e imperceptible. ¿Era esto telepatía? Nosotros podríamos nombrarle como tal cosa. Cabe mencionar que dicha telepatía hacía llegar a los pensamientos ajenos como una violenta ola a la mente de su nuevo huésped, sin embargo, no hay mucha ciencia en ello: solamente había que ser el otro para comprender, no había más que sentir lo que el otro sentía para tener clareza de lo que trataba de comunicar, de lo que trataba de expresar. A los entes, lo que el soñador les transmitió produjo en ellos una sensación turbulenta de desconcierto.

Las palabras, los conceptos, las ideas; todos estos que eran los fantasmas del lenguaje, no existían en la conciencia y experiencia de esto seres telepáticos, pues esta última, la experiencia, era universal. Ante tales obvias confusiones, los entes entraron en un ciclo infinito, confundidos al tratar de desentrañar la esencia de lo inerte y de lo artificial que era el lenguaje.

Y mientras tanto, en el mundo que ya no existía, en el mundo del sueño, en el mundo olvidado pero que alguna vez fue, estaba un libro tirado, en la nada; un libro que nadie leerá jamás y que se convierte en un elemento del paisaje; y un paisaje, al no existir nadie que lo observe y lo considere como un “paisaje” o algo separado de la unicidad, no verá más que eso: solamente lo que se ve, sin discriminantes. Como el curioso que contempla los caracteres chinos por vez primera, el libro es “eso”: una extensión no individualizada del todo, una nube más entre las nubes. Cuando el lenguaje deja de existir en la conciencia, los significados, las ideas y sentencias se invisibilizan, y la confusión surge cuando se piensa que una especie y un pueblo se hayan basado en algo tan invisible y tan inconsistente para comunicarse.

La eficacia de la empatía y de la evolucionada unicidad social, que es lo que llamamos telepatía, logra algo que el lenguaje no puede ni podrá: el preservar fielmente la esencia de lo que se piensa, de lo que se ve, de lo que se imagina, de lo que se sueña y de lo que se recuerda. Las palabras se quedan en un precario estado: sólo están las líneas y puntos que rigen su representación gráfica y los sonidos preestablecidos que intentan banalmente de darle nombre a lo que, en esencia, no tiene nombre.

Mientras tanto, aquellos seres, los entes, aturdidos por esta quimera de ideas, no comprendían cómo la humanidad pudo sobrevivir al paso de los millones de años a partir del uso de palabras. No lograban recordar ese momento a través de su memoria genética, sin embargo, se admiraban en el hecho de que hace mucho tiempo los ojos de sus ancestros filogenéticos, que era la humanidad, se miraron entre sí para comprender lo que ninguna palabra podría expresarles, al contemplarse unos a otros y entender que los ojos de los otros eran sus ojos mirándose a través de un espejo de millones de años de evolución.

Para citar este texto:

Parra Avellaneda, Víctor Andrés. «El final del lenguaje» en Sinfín. Revista Electrónica, no. 25, año 5. México, mayo-junio 2019, pp. 12-15. ISSN: 2395-9428: https://www.revistasinfin.com/revista/

Víctor Parra Avellaneda

(Tepic, Nayarit, México, 1998). Estudia biología en la Universidad de Guadalajara. Es autor de la novela satírica El intrigante caso de Locostein (Editorial Dreamers, 2019). Ha sido publicado en Inglaterra (Nymphs), Estados Unidos (Dumas de demain y Spelk), Canadá (The temz Review y L’Éphémère Review) y la India (Culture Cult Magazine). Fue becario del PECDA Nayarit 2018-2019 en la categoría de cuento.

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