Acto de fe


Actus fidei specificatur ab obiecto.

De verdad no lo podía creer, era la imagen de la virgen de Guadalupe la que se presentaba en una mancha de humedad en la pared del mingitorio, en el cual estaba descargando su décima caguama de la tarde. Con los ojos enrojecidos por el alcohol y las lágrimas que le arrancó aquella aparición, don Epifanio estaba seguro de que esa era una señal que cambiaría el curso de su vida, pues sucedió en la víspera del día de la guadalupana. A su mente vino aquella lejana ocasión en que por llegar borracho a la obra, en la que había sido contratado como peón, se cayó de un andamio rompiéndose el brazo derecho y dos costillas. Recordó cómo en cuanto salió de la Cruz Roja tomó camino hacia la Villa para pedir por su pronta recuperación y por el bienestar de su esposa e hijos, quienes pasarían hambre, pues él no tenía ningún tipo de contrato laboral y mucho menos seguridad social. Aquel atardecer en el santuario mariano tuvo que ser nuevamente atendido por paramédicos por la deshidratación y las heridas que se causó al atravesar de rodillas el atrio de la basílica.

Con las dificultades para orinar propias de la edad, don Pifias, como era conocido en las obras en las que había trabajado, se quedó mirando fijamente aquella imagen. Fue entonces que escuchó una dulce voz maternal que le decía: “¿no estoy yo aquí que soy tu madre?” Un suspiro le cortó la respiración y recordó todas las ocasiones en que le había quedado mal a la morenita del Tepeyac. Los dedos de sus curtidas manos no eran suficientes para contar las ocasiones en que rompió los juramentos que hizo a la madre de dios para dejar de beber. La imagen de la virgen María derivó en el remoto recuerdo que tenía de su madre, pues ella había muerto cuando él apenas era un adolescente flaco y enclenque. Eres un bueno para nada, nunca harás nada bueno de tu vida, le recordaba su progenitora varias veces al día. En ese momento se colocó en el mingitorio de al lado el George, otro albañil, más joven que Epifanio.

–¿Qué pedo pinche Pifias, ya estás chillando otra vez? Ya supéralo cabrón, tu señora murió hace más de un año. No puedes seguir así, así es de culera la vida.

–¡Cállate pendejo! –respondió groseramente Epifanio a la vez que rememoraba las incontables ocasiones en que obnubilado por el alcohol había golpeado a su difunta esposa, mucho más joven que él. En lo más profundo de su alma sabía que él había contribuido al deterioro de la salud de su señora. Primero fue la anemia, luego las arritmias, después la embolia que la postró en un viejo sillón. La falta de dinero, de médicos, de medicinas. Su sueldo no bastaba para atender a su esposa y dar de comer a los tres más pequeños de sus hijos, pues los otros dos, ya mayorcitos, desde hacía ya algún tiempo lo acompañaban a las obras, esperando ser contratados por una mísera remuneración que ayudara a mitigar las carencias en la casa.

–Ya pinche Pifias, vente, vamos a seguirle con la brisca, igual y ganando un poco de lana te alivianas –le recomendó el George, quien en ese mismo instante abandonó el baño de la cantina.

Con la mirada perdida en la pared, don Epifanio, subió su bragueta, se fajó la playera con el nombre del candidato a diputado del PRI, se abrochó el seguro que le sujetaba el pantalón lleno de mezcla y cal, tomó aire y salió del baño. Sus compañeros celebraron al verlo acercarse.

–Pensamos que ya te habías ido por el escusado cabrón, anda siéntate a echar la reta –le gritó animosamente don Boni, un macuarro de mala fama en los lugares que había chambeado.

–Váyanse a la verga –dijo enfurecido don Epifanio y salió, azotando la puerta. Afuera la tarde era seca y tibia, el viento se había escondido junto con la gente. La soledad de las calles era apabullante, excepto por la compañía del Canelo, aquel perro pardo criollo repleto de pulgas que solía escoltar a don Epifanio a todos lados. Con la lengua de fuera y moviendo la cola el Canelo se emparejó al lado de su dueño y juntos caminaron hacia aquella mansión que se construía en la cima de la Colina del Perro. Don Epifanio había ayudado a edificar residencias de lujo, con varias recámaras, grandes cocinas y baños con jacuzzi, pero nunca había participado en una construcción como aquella. De broma, y en serio, decía que uno de esos cagaderos de mármol de la gente rica era más grande y mucho más caro que su hogar, el cual se encontraba no muy lejos de ahí. Sólo había que atravesar una gran barda con alambre de púas y una malla eléctrica para llegar a la colonia Solidaridad donde él radicaba.

La pendiente se asemejaba a la del Monte Calvario, y como Jesús antes de ser crucificado, don Epifanio descansó en tres ocasiones. El cigarro, el polvo y el cemento habían ido lentamente consumiendo sus pulmones. El alcohol, el sinuoso trayecto y el cansancio le jugaron otra mala pasada y revivió la muerte de otros dos de sus vástagos, que habían nacido con malformaciones congénitas. Fue por la mala nutrición de su señora y por el consumo de alcohol, le dijeron los doctores. Después de aquella tragedia, don Epifanio abandonó temporalmente el rebaño católico para sumarse a las crecientes filas de la nueva religión cristiana que cacareaba noche tras noche en las pantallas de televisión un orador frenético de baja ralea. El gusto por el cristianismo no le duró mucho, puesto que en realidad, se percató don Epifanio, lo que se practicaba en aquella secta era el pague por sufrir, y él no tenía suficiente dinero, así que prefirió regresarse con los papistas. Roban menos, decía.

Con los recuerdos como cruz, don Epifanio llegó al lugar donde había dejado la mochila con su herramienta, se inclinó presuroso para sacar un cincel y un martillo pero no pudo contenerse más y el llanto brotó de forma redentora mientras balbuceaba “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”. Se desplomó entre sollozos. El Canelo se acercó tímidamente.

–Tú eres el único que me entiende –le dijo con voz baja al Canelo. El canino lo miró con su habitual mirada triste y le lamió las lágrimas que corrían sobre sus cuarteadas mejillas.

El camino de regreso pareció más corto. Con paso firme don Epifanio y el Canelo regresaron a la cantina. Ante la mirada atónita de sus compañeros Epifanio se siguió derecho al baño y con toda la fuerza que le quedaba comenzó a golpear con el martillo y el cincel alrededor de aquella mancha que lo había transformado. Al primer martillazo entraron presurosos varios de sus compañeros y Ambrosio, el cantinero.

–¿Qué estás haciendo hijo de la chingada? –le cuestionó enardecido el cantinero, quien al mismo tiempo se le abalanzó.

–Tranquilo hijo de tu pinche madre –respondió secamente don Epifanio levantando el martillo amenazante. Luego te lo repongo.

–¿Qué haces cabrón? –le preguntó contrariado don Boni.

–Tú cállate culero, que tú no eres mejor persona que yo, o acaso crees que no sé que te robas el material para luego venderlo, o que la otra vez pusiste a don Tacho con la raya para que tu pinche compadre el Negro lo asaltara, o que te aprovechas de los chalanes ya briagos para quitarles su lana. Pinche ratero de mierda, ni te me acerques que te rompo la madre –contestó don Epifanio salpicando saliva. Después, de un prolongado silencio y de un suspiro profundo, con una voz más calmada, solicitó que lo dejaran solo–. Me caí Ambrosio, que luego te lo repongo, sólo déjame llevarme este mosaico, por esta- besó su mano haciendo la señal de la cruz.

–Ya vas pinche Pifias, pero luego hablamos cabrón –dijo resignado Ambrosio.

El silencio de los albañiles y el martilleo en el baño fue lo único que se escuchó por varios minutos en la cantina. Finalmente el ruido se detuvo y don Epifanio salió cargando sobre su pecho un trozo de pared recubierto de azulejos con una extraña figura formada por el sarro y la humedad.

–Hínquense y arrepiéntanse de sus pecados –dijo críptico don Epifanio mostrando aquella figura.

Sin más, el resto de los presentes se dejó caer de rodillas al suelo implorando y clamando al cielo el milagro de la aparición. Sólo el Rojillo, un chalán, hijo de un fallecido luchador social, se mantuvo impasible en su silla. Un silencio hierático se apropió del ambiente, que de repente se vio roto.

–No mames Pifias, eso es una pinche mancha de miados. Lo que pasa es que ya andas pedo. Además, eso de que la virgen se apareció ni es cierto. Es una simple pintura como cualquier otra. En ese cerro no se apareció nadie y del pinche indio Juan Diego nadie sabe nada; fue una invención de los gachupines para apendejar y seguir chingando a los indios  –sentenció el Rojillo con el cigarro de la boca y una mano en la entrepierna.

–Cállate pinche escuincle caguengue, dices las mismas pendejadas que decía tu padre, que en paz descanse. Esa imagen es sagrada, tiene un chingo de años y no le ha pasado nada. Además tú crees que la gente viene desde tan lejos nomás porque sí. Vienen porque la virgen ha obrado muchos milagros. Ustedes los comunistas se siente bien chinguetas, pero cuando ya la ven cerca se arrepienten de todas sus pendejadas ¿o no tu padre, en su lecho de muerte, pidió un sacerdote para irse tranquilo después de toda la bola de viejas que tuvo y a las que dejó con varios hijos regados? –le respondió secamente don Epifanio.

–Chinga tu madre culero, con mi padre no te metas.

–Pues tú no te metas con nuestra madre, pendejo.

–¿Qué vamos a hacer con la imagen? –interrumpió don Boni.

–¿Cómo que qué vamos a hacer? pues irnos a la Villa. Si subimos a la carretera seguro encontramos una peregrinación de las que vienen a ver a la virgencita. A esta hora ya deben estar pasando las que vienen de Michoacán y Toluca. Nos juntamos con una y directitos al Tepeyac  –contestó muy seguro de sí mismo don Epifanio–. ¿Te vienes con nosotros o te vas a quedar aquí rascándote los huevos? –Le preguntó secamente a Fernando El Rojo.

–¿Hay chelas para el camino? –Fue la respuesta de Fernando.

–Simón –dijeron al unísono.

–Pues ya tienen un marxista-guadalupano en su peregrinación.

Al llegar a la orilla de la carretera, aquel grupo de albañiles con un trozo de pared a cuestas se unió a unos peregrinos que venían caminando y cantando desde Michoacán. Don Epifanio y sus compañeros se turnaban para cargar aquella pesada imagen y las bolsas llenas de cervezas. El Canelo se escondía despavorido entre los pies del Pifias cada vez que un cohete tronaba en lo alto.

–¿Le vas a pedir al padre que la bendiga? –Preguntó el George a don Epifanio.

–Sí, y de paso voy a jurar, ahora sí, que no vuelvo a chupar.

«Santa Teresa en Notre Dame» Fotografía de Gabriel Chazarreta
Para citar este texto:

Martínez, Gerardo. «Acto de fe» en Revista Sinfín, no. 2, noviembre-diciembre de 2013, México, 58-64pp.
https://www.revistasinfin.com/revista/

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *