¡Me duele! Me duelen cada uno de mis huesos de ladrillo y cemento; mis nervios de cables y de cobre; mis ojos de cristal; mis manos de bronce; pero, sobre todo, me duele el alma. Aunque soy una ruina desde hace más de una década, todavía me lastiman la decadencia y el olvido. Esta cáscara que queda de lo que fui sigue sintiendo, oliendo, escuchando, viendo. Todos mis sentidos están intactos, para mi desgracia.
Falta poco para el final. Lo prefiero. Así no tendré que seguir sufriendo la condena de recordar; de lamentar mi fallido destino de grandeza.
Me llamaron “Alhambra” y durante años fui el mejor cine de mi ciudad. Mi creador quiso que ya desde el hall de entrada la gente se sintiera transportada al palacio nazarí: las paredes y el techo remedaban el Patio de los Leones, con sus columnas, sus filigranas y su fuente. ¡Si hasta parecía flotar en el aire la fragancia de los azahares, mezclada con los perfumes caros de los hombres y mujeres que coreaban su admiración!
Cuando veo estas pinturas descascaradas, como si la lepra las hubiese carcomido; cuando aspiro el vaho ofensivo de las inmundicias de roedores y de humanos urgidos por la fisiología impostergable, no tengo otro deseo que desaparecer. De un destino de gloria, pasé a la absoluta miseria. Miseria del irrespeto; la más denigrante.
Hace unos días retiraron mis pesadas cortinas borravino; aquellas que lucían espléndidas a lo largo de las paredes y que sucumbieron en los últimos años, desgarradas y sucias como una herida infectada. Se llevaron, mancillada por grafitis insolentes, la enorme pantalla donde convivieron, sin celos ni envidias, Tita Merello con Bárbara Stanwick; Mary Poppins con Vito Corleone; John Wayne con Alfredo Alcón. Estrellas nacionales y extranjeras tuvieron cobijo en mi corazón.
Bajo el piso de madera corren incontables alimañas, pero mis butacas dejaron de ser la madriguera de legiones de ratas. Ya sacaron todo. Dejaron mi cuerpo desnudo. Violaron cada uno de mis espacios.
Me pregunto, ¿qué pasó? Los cines debíamos durar para siempre. Después de todo, ¿no brindábamos la ilusión de vivir por unas horas una vida diferente a la existencia cotidiana? También los otros fueron muriendo, aunque antes cayeron en la ignominia de exhibir películas cada vez más cercanas a lo indecente. Tal vez por eso, por el prestigio que tuve, sigo sonando altivo y desdeñoso, pero me enorgullece que mis puertas se cerraran con dignidad.
Mi memoria todavía es buena. Puedo recordar cada película que se proyectó bajo mi techo. Una por una. Año tras año. La primera, esa con la que mis ojos se abrieron, fue “Las aguas bajan turbias”. Era octubre del ’52. La sala se llenó y mucha gente quedó afuera. Yo brillaba. Junto a los suspiros por Hugo del Carril, escuchaba las exclamaciones de asombro ante mis trampantojos en los techos, mis baños con azulejos policromados, mi aire morisco.
“Lo que el viento se llevó” y “Casablanca” ya eran historia, pero pronto vinieron “King Kong” y “Espartaco”. Disfruté con Gene Kelly en “Cantando bajo la lluvia”, pero no pude ver “Kill Bill”. Hasta mí no llegó “El Señor de los Anillos”, pero sí “Fin de Fiesta” y “La tregua”. No embarqué en el “Titanic” de Di Caprio, pero la nave que se suponía insumergible también surcó mi pantalla. Fue mucho antes, en el ’53. No tuvo el realismo que da el color, pero logró despertar idéntico horror ante el siniestro destino de esos seres desamparados.
Me gustaba observar a mi público, escuchar sus opiniones, conocer sus gustos. Puedo asegurar que experimenté con ellos el dolor, la alegría, el miedo. Juntos, fuimos testigos de la crudeza de “Dr. Zhivago”, “Psicosis” y “La Patagonia Rebelde”; nos sentimos impotentes ante la brutalidad del hombre contra el hombre, con “El Padrino” y “Los chicos de la guerra”; nos estremecimos con el terror ilusorio de “Alien” y “Terminator” y con el terror real de “La historia oficial”, “Hay unos tipos abajo” y “En retirada”; nos conmovimos con el altruismo de “La lista de Schindler” y el amor juvenil de “Love Story”. Aunque no lo supieran, a todos los traía la necesidad de saberse vivos; de comprender lo mejor y lo peor de la condición humana.
Hubo muchas películas a lo largo de las cinco décadas de mi existencia, pero una quedó grabada en mi alma para siempre: “Cinema Paradiso”; un canto de amor a nosotros, los que soñamos con vivir para siempre y nos fuimos extinguiendo, vencidos por los reproductores caseros y, más tarde, por la ubicua red de redes. Ojalá aquel niño, Salvatore, que creía que el cine era magia, no sea uno de los que hoy me asestarán el golpe fatal.
Amanece, y dentro de poco llegarán las topadoras. Cuando me hunda en la nada de polvo y estruendo me inundará el alivio y, una vez más, recordaré con ironía que mi última película fue “No te mueras sin decirme adónde vas”.
Liliana Fassi
Editó tres libros que recrean, con entrevistas y ficciones, la historia de la inmigración en Argentina. Participó en nueve Antologías de cuentos y relatos y recibió Premios y Menciones en Argentina y en Uruguay. Ha publicado en revistas digitales de Estados Unidos, Guatemala, México y Holanda. Actualmente, su obra aborda un abanico de temas relacionados con la condición humana.