Vengo de una familia de mujeres fuertes y hombres ausentes, siempre me he preguntado por qué casi todas las grandes personas de mi vida están solas, alguna vez alguien me dijo que la soledad es un “daño” que se hereda, y yo creo que es cierto. Tenía cinco años cuando decidí que nunca me casaría, 18 cuando decreté mi nula maternidad, a los 35 me volví ermitaña, y es ahora cuando me declaro irreversiblemente dañada.
Cada sábado y domingo durante más de veintitrés años tuve la misma rutina, quizá los primeros años la realicé con algo de alegría y hasta interés. Levantarme a las 6:30 am, bañarme, vestirme, comer algo y salir corriendo a un trabajo burocrático en una oficina poco agradable. Hasta hace un mes, empecé el domingo como siempre. Después de bañarme limpié el vapor del espejo del baño y vi fijamente la imagen en él. Una línea tenue que partía del rabillo de mi ojo izquierdo descendía hacia mi pómulo. Una arruga quizás.
Esa parduzca y casi imperceptible canaleta recién encontrada, se convirtió en una zanja en mis recuerdos. Sin moverme de ese húmedo ambiente, recordé la forma en que la piel de los párpados de mi abuela colgaba casi cerrándolos por completo, mientras las carcajadas estruendosas me hacían reír sin entender qué le parecía tan gracioso. “La desgracia”, decía. Para ella haber perdido un esposo al que a penas llegó a conocer y que le dejó una cicatriz de la oreja a la boca con una navaja, le causaba una tristeza sórdida e inesperada.
Mi abuelo solía cantar por las mañanas camino a los cafetales, tenía un diente de oro que había perdido cuando anduvo con los cristeros, parecía siempre de buen humor, contando historias de gente con nombres impronunciables que conocía en la plantación, quienes siempre venían de muy lejos. Lo mataron saliendo de la cantina, dicen que por venganza; otros, que fue un robo. En mi familia sabemos que simplemente le tocaba. Dejó a una joven de 17 años a cargo de una niña: la convirtió en una mujer sola y ella nunca pudo cambiar ese hecho.
Pensar en el duro trabajo de mi abuela para mantener a mi madre me hizo recordar que el premio de puntualidad me hacía falta. Dejé el baño a medio peinar y con el estómago vacío salí de mi casa, ese cuarto minúsculo para muchos, pero gigantesco a la hora de limpiar y acomodar. El trabajo transcurrió como siempre, muchos saludos y sonrisas fingidas, de joven mucha gente me hacía la plática o me invitaba a compartir la hora del café o la comida, después de un sinfín de negativas cordiales, dejó de ocurrir.
Al día siguiente nuevamente frente al espejo noté dos nuevas líneas que atravesaban mi frente de manera horizontal, con ello me pareció escuchar a mi madre, hace muchos años, dándome consejos sobre el cuidado de la piel, lo importante que es la apariencia y que invertir en uno mismo es la mejor inversión. Nunca antes la había considerado sabia, tuvo una gran madre que se desvivió por ella y en agradecimiento, simplemente, se fue de su lado a trabajar lejos, se embarazó y se casó. Ella y mi abuela se querían mucho, pero se hablaban poco, el tiempo juntas nunca fue suficiente para crear confianza.
Aún retumban en mi mente las palabras de mi madre: “que no te pase como a mí, que no tuve quien me advirtiera, mejor sola que mal acompañada”. Refiriéndose a ese hombre que le dio el mejor regalo de su vida y desapareció después de una breve y violenta convivencia de dos años. El regalo fue el daño colateral, no la maternidad en sí. A raíz de su soledad descubrió lo fuerte y decidida que era, eso le trajo grandes satisfacciones. Entre ellas no depender de nadie a sus más de 75 años, seguir danzando por la vida, comiendo cosas extrañas y, de vez en cuando, trabajando. Ese lunes me invadieron las remembranzas, limpié uno a uno los recuerditos de cada lugar que había visitado, mientras sentía como mi faz se iba llenando de más y más líneas. Resultaron muchísimas cositas inútiles entre llaveritos, imanes y adornitos, demasiados. Por la tarde me puse una mascarilla de barro en honor a mi madre, cuando la mezcla oscura se fue secando y la piel de mi rostro se tensó causándome más que comezón, una terrible ansiedad, corrí al lavabo. Frente al espejo sólo vi esa imagen café, llena de grietas que poco a poco se hacían más grandes y profundas. Abrí el grifo, de la coronilla empezaron a desmoronarse los trozos de mi rostro, no dolía, no pude voltear al espejo nuevamente sólo vi cómo se diluía lentamente esa tierra, como me diluía en el agua y desaparecía en la coladera.
Nadia Vázquez Díaz
Es ensayista, narradora e ilustradora amateur. Vagó por las letras por muchos años sin compromiso claro, escudriñando en los defectos del lenguaje para enseñar español a extranjeros. Siempre cautiva por las artes gráficas, que a pesar de darle un título universitario en Diseño Gráfico y algunos gratificantes trabajos, nunca fue del todo lo más importante en su quehacer cotidiano. Los grados académicos (Especialización y Maestría en literatura) le han caído como resultado de una persecución estética que aún no soluciona. Actualmente, su vida se divide entre la academia, el arte y la enseñanza, aún transita por las letras explorando entre lo real pero posible.