Don Desiderio gozaba de tres cosas que cualquier hombre envidiaría: un matrimonio estable, un trabajo propio y el respeto de la gente. Pero nada significaban para él. La noche anterior no había dormido muy bien pensando en la felicidad, y hoy se había levantado con la idea de que se iba a morir. Se detuvo junto a la ventana y dejó su libro de medicina y meditación oriental encima del armario. Mientras observaba el sol mañanero con la nostalgia de quien va a dejar este mundo, sintió un delicado beso en su cuello. Dio media vuelta, miró a su mujer a los ojos y le preguntó:
—¿No te huelo a muerto, querida?
Sin gran cuidado por sus palabras y algo extrañada, doña Eulalia le contestó:
—No, corazón, tú siempre hueles bien —y sonrió con picardía.
Pero él no respondió a sus cariños y prefirió vestirse. Salió de la casa sin desayunar y no fue al trabajo, porque decidió pasar por la funeraria y comprarse un ataúd. Mientras regresaba con el féretro hacia su casa, la gente lo observaba extrañada y lo juzgaba de loco. Los más curiosos le preguntaban:
—¿Tiene usted algún muerto, don Desiderio?
Y él les respondía:
—No, pero voy a tener uno.
La gente creyó, entonces, que la seguridad de doña Eulalia estaba en peligro, y decidieron llamar a la policía.
AI llegar a su morada, don Desiderio dejó el ataúd en la sala y empezó a empacar algunas cosas de suma importancia en una maleta. Luego dobló su testamento en un sobre, dejó una autorización a su mujer para que pagara sus deudas y quemó otros documentos. Doña Eulalia lloraba de angustia al ver que ese día su marido no era el mismo de siempre y decidió llamar al doctor Bejarano para contarle la locura de su esposo y pedirle que viniera a examinarlo con urgencia. El médico, alarmado por las palabras de doña Eulalia, llamó al sanatorio y en media hora llegó con dos enfermeros y una camisa de fuerza.
Aunque la policía aún no se presentaba, la casa ya estaba rodeada de vecinos y de curiosos. Don Desiderio, ante la mirada atónita de la gente, empacó sus cosas, cerró la maleta y la guardó en el ataúd. Después tomó unas tijeras y se acercó a su esposa. La policía entró en ese momento a la vivienda y los enfermeros se pusieron alerta.
—¡Alto! —gritaron cuando él tomaba a su mujer por el cabello y acercaba las tijeras a su cuello. Doña Eulalia lloraba sin resistirse, porque amaba a su esposo y no se atrevía a contrariarlo.
—¡Deténgase! —dijeron de nuevo, pero él no se inmutó y cortó un fino mechón del cabello de doña Eulalia.
—Para que no se me olvide nunca tu aroma —fue lo que dijo y la besó.
Todos se tranquilizaron, los policías bajaron sus armas, los enfermeros parpadearon y la gente pudo respirar cuando don Desiderio guardó el mechón de cabellos en su bolsillo y dijo:
—Quiero que, cuando ya esté muerto, me hagan todo lo que se le hace a un difunto —y sin más palabras se enclaustró en el ataúd.
Su mujer empezó a llorar y se aferraba al cajón gritando. Acompañaban sus gritos el coro de lágrimas y suspiros de la gente, que resonaban como una iglesia. Doña Eulalia, al fin, se desmayó y el doctor Bejarano le dio agüita de hierbas para reanimarla. Después todos se sentaron a esperar a que don Desiderio muriera.
Pasadas dos horas, el doctor abrió el cajón, tocó al hombre y con la cabeza hizo un ademán que todos bien interpretaron. Todavía estaba vivo. La hora del almuerzo ya había transcurrido, pero nadie sentía hambre, todos querían saber cómo era don Desiderio muerto. A las dos de la tarde, el doctor abrió de nuevo el ataúd, le examinó la pupila y dijo:
—Nada. Sigue vivo.
Cuando el reloj marcó las cinco de la tarde, el doctor abrió una vez más el cajón, lo tocó de nuevo y con una tristeza alegre, por lo mucho que el muerto le había hecho esperar y por el hambre que tenía, exclamó:
—¡Por fin ha muerto!

Todos descansaron de la larga espera. Y, al recordar la última voluntad del difunto, empezaron a llorar y a ofrecer los pésames a la viuda. Así, don Desiderio fue honrado como tanto quiso. Gozó de una devota velación, se le condujo a la iglesia y se le llevó en caravana desde allí hasta el cementerio, con mariachis que cantaban sus canciones favoritas y repetían la de “Tú eres mi hermano del alma, realmente el amigo…”. Todos sintieron su pérdida y lloraron, se golpearon el pecho, afirmaron que él había sido el hombre más bueno del mundo y se aprestaron a darle el último adiós. Pero en el momento en que el ataúd iba a ocupar la bóveda se escucharon unos golpes en su interior. Un silencio frío dominó el corazón de todos cuando la tapa del cajón se abrió y don Desiderio se levantó, miró a su alrededor, salió del féretro y abandonó el cementerio con la maleta en la mano. La multitud no podía creerlo y decidió seguir sus pasos.
Don Desiderio caminó hacia las afueras del pueblo y al llegar a sus límites dio media vuelta, se regresó, entró de nuevo en la alcaldía, hizo las escrituras de su casa y luego se fue hacia ésta. En los siguientes días, estableció un negocio, conquistó otra vez a doña Eulalia, hizo amistades, se ganó el cariño del pueblo y siguió su vida pensando que algún día tendría que morirse. Los lugareños jamás pudieron explicarse el suceso y cuando le preguntaban a doña Eulalia, ella les respondía muy enfáticamente:
—Don Desiderio no, ahora se llama Epifanio. Así la vida le será menos aburrida.
Guillermo Ríos Bonilla
Nació en 1976 en Colombia (Florencia – Caquetá), y en el año 2004 se naturalizó mexicano. Es Licenciado en Filología Clásica por la Universidad Nacional de Colombia y Maestro en Letras Clásicas por la UNAM. Ha trabajado como profesor, investigador y corrector de estilo. Ha obtenido primeros, segundos, terceros lugares y menciones en diferentes concursos de cuento en Colombia, México y Argentina. Es autor de las siguientes obras de cuentos: Historias que por ahí andan, Los vástagos del ocio y Burbujas de aire en la sangre.