El semáforo

Aunque podía caminar entre los vivos y materializar mi cuerpo, no lograba concebir la idea de estar muerto, me costaba trabajo permanecer así. Algo me inquietaba mucho, no me dejaba morir y me obligaba a salir de la tumba y buscar… buscar… ¿qué cosa? No lo sabía, porque no la había encontrado. Me sentía como… por ejemplo… imaginemos un escritor que no puede dormirse en las noches porque algo le inquieta. Se levanta a las dos o tres de la mañana, enciende la computadora y escribe. Luego regresa a la cama y logra conciliar el sueño. La causa de su insomnio era lo que escribió, y la escritura fue la descarga que le permitió después descansar. Así me pasaba, había algo que no me dejaba morir, que necesitaba expresarse, encontrarse, pero no sabía qué era. Por eso una vez más salí de mi tumba y me detuve en medio de la carretera junto a un semáforo, en el lugar donde morí hace algún tiempo.

El ruido y la agitación estaban por todas partes. Sentado en medio de la carretera, escuchaba pitar a los autos y los insultos de las personas. Vi a dos policías mirándome con odio desde el andén. Unos instantes atrás, algunos autos habían pasado con mucha velocidad y por esquivarme se estrellaron entre sí o contra los postes y muros. Los gritos de las víctimas moribundas producían compasión. Los dos policías bajaron del andén y caminaron hacia mí. Los autos los incitaban con las bocinas, y la multitud que se había congregado les gritaban que impusieran autoridad e hicieran justicia. Junto a mí caían esporádicamente pequeños objetos y algunas piedras. Yo los entendía. Les estaba obstruyendo el paso.

Los dos policías se pararon junto a mí. Los autos hacían sonar con insistencia las bocinas y la multitud estaba fuera de casillas. Hacía mucho que el semáforo continuaba recorriendo sus tres colores. Observé el semáforo, me gustaba. Uno de los policías me ordenó que me levantara, mientras el otro me tomaba del brazo con fuerza. Yo permanecía sentado.

—¡O se para o lo paramos! —dijeron en coro.

Levanté mi rostro y los miré a los dos.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—¿Que qué hora es? Es hora pico y usted está impidiendo el tráfico. Párese o no respondemos si lo atropellan —increpó uno de ellos.

—¿No entiende? ¿Está loco? —gritó el otro.

Acaté la orden. Caminé en medio de los dos policías hacia el andén. Entre la multitud, una mujer me miraba. Pensé ir hacia ella, como si me llamara, porque la reconocí. Logré liberarme de los dos policías y escabullirme entre la multitud. Llegué junto a la mujer.

—Vámonos —me dijo.

Los dos abandonamos el lugar y emprendimos el regreso. Observé cómo la multitud se sosegaba y disipaba, el tráfico se reanudó y las ambulancias llegaron a atender a los heridos. Respiré profundo, y seguimos nuestro camino. Me sentía triste.

—¿Por qué me desobedeciste otra vez? —ella preguntó.

—Es que no puedo morir. A veces me pongo así… algo no me deja morir, pero no sé qué es y siempre acabo aquí.

—Sí, ya lo había notado —dijo como si fuera un médico preparando el diagnóstico.

La vi suspirar. Me miró y sonrió. Yo sentía que me quería decir algo importante, pero no encontraba las palabras precisas. El camisón azul, el cabello largo, la piel blanca, la voz firme y delicada, me recordaban los días en que ella me despertaba para ir a la escuela. Mientras caminábamos me decía que muchas veces acostumbraba a detenerse para no sentir la presión de llegar temprano a donde se dirigiera, como si de un modo inexplicable sintiera la enfermedad de todo lo que existe. Intrigado, le pregunté:

—¿Cuál enfermedad?

Con mucha naturalidad me respondió:

—La descomposición.

No esperaba esa respuesta.

—¿La descomposición? —pregunté.

—Sí, esa misma. La descomposición del cuerpo.

Me quedé pensando por un momento. “¿Qué me estaba tratando de decir?”, cavilaba sin comprender.

—¿Pero eso no le ocurre sólo a los muertos? —le pregunté de golpe.

—No solamente. A los vivos también. Por eso es imposible quedarse detenido para siempre.

—¿Por qué?

Ella me veía, diciéndome con el brillo de sus ojos que la respuesta era obvia y que yo la tenía en la punta de la lengua. Pero no dije nada, quería escuchar de sus labios la respuesta.

—Porque la naturaleza del hombre es perpetuar el movimiento, para no sentir la descomposición del cuerpo.

Escuché su frase con atención y la repetí un poco, para asimilarla mejor, pero otra vez quedé con un signo de interrogación en la cabeza.

—El movimiento nos permite estar inconscientes de la descomposición —continuó como profesor de filosofía que asume que los alumnos ya han entendido todo—. Por eso no me quedaba mucho tiempo detenida. Corría a las clases pensando muchas cosas corría al trabajo mirando el reloj corría añorando la hora de salida corría corría y corría… Y se me olvidó detenerme… y ésa fue mi tragedia. No me detuve y pagué las consecuencias. Mi cuerpo no lo aguantó y morí.

Tomó aire, y la vi cerrar los labios con fuerza. Me apretó la mano. Yo la miraba con mucho interés y respeto. Nuestros pasos eran uno solo. Caminábamos despacio, lentos, mientras alrededor todo parecía agitado como un torbellino. Recordé que yo también había padecido del mismo mal de correr y correr, de apresurarme y apresurarme, de estar pendiente del reloj y del reloj. Y de no fijarme en el carro que venía y que me atropelló. Me uní a su silencio y a sus suspiros.

—Mientras te veía —de nuevo escuché su voz—, me di cuenta de que la gente se detuvo por ti contra su voluntad.

Pude observar que todos sentían cerca la descomposición y se impacientaban sin preguntarse por qué. Se detenían un momento en sus vidas y ya deseaban, necesitaban, moverse. Me dolía por ti, porque sufres por algo que no es tu culpa.

“Por algo que no es tu culpa”, me repetí. Y más inquietudes se aglomeraron en mi mente. Pregunté:

—¿De qué no tengo la culpa?

Ella suspiró y dijo:

—Algo, que no has entendido, te obliga a regresar a donde moriste.

“¿Algo como una maldición o algún mal espíritu?”, me dije. Le pregunté:

—¿Y qué es ese algo?

—No sé cómo llamarlo. Pero no te deja morir. Y ahora se ha acentuado más.

—Sí, ya lo sé. Pero, ¿por qué?

De nuevo el brillo en sus ojos. Respondió:

—Porque ese algo quiere que tu muerte no sea en vano.

Quiere que tú sirvas de advertencia, de ejemplo.

“¿De advertencia? ¿De ejemplo? ¿Ejemplo de qué?”, me pregunté. Y volví a verle ese brillo en los ojos que ya me molestaba un poco, porque ahora parecía querer decirme: “Sé lo que piensas”. Pasamos por una calle y ella se detuvo junto a un semáforo. Me lo señaló.

—¿Te gusta el semáforo?

Intrigado por el cambio aparente de la conversación, le respondí:

—Sí, me gusta mucho.

—¿Por qué te gusta?

—Porque… porque… me agradan sus colores.

—¿Sólo por eso?

Su voz parecía querer decirme que me estaba yendo por las ramas, que había algo más. Pero no dije nada, quería escucharlo de su propia boca. Ella cambió la pregunta:

—¿Para qué sirve el semáforo? ¿Cuál es la función del semáforo?

“¿Adónde quiere conducirme?”, me dije. Respondí:

—Detener los carros para que pase la gente.

—¡Correcto! —exclamó—. Detener. Detener —y hacía énfasis con las palmas de las manos hacia adelante—. ¿Entiendes ahora?

Luego de pensarlo un instante sonreí: “Hay que detenerse”, me dije. Respondí:

—Hay que detenerse. Hay que detenerse.

Ella me abrazó y me besó.

—¡Muy bien! —dijo—. El semáforo obliga a sentir que la inercia del movimiento puede matar.

Contento, me desprendí de su abrazo, la halé de la mano y le dije que había que decírselo a la gente, que había que divulgarlo a todos.

—Tú me dijiste que ese algo quería que yo sirviera de advertencia.

Ella no se movió, permaneció quieta y me detuvo.

—Sí, pero de nada va a servir. Con que lo comprendas tú es suficiente —dijo.

Una vez más sus frases extrañas, ambiguas, amplias.

—¿Por qué?

—Porque así no lo volverás a hacer después.

Me miró con ternura y yo me sentí preocupado.

—Pero la gente necesita saberlo para que no lo repita más.

—Sí, pero no es necesario. La gente lo comprenderá después.

—¿Después? ¿Cuándo? —le dije.

—Cuando muera. Porque se necesita estar muerto para comprenderlo y para no volver a hacerlo después.

Ella me cargó como si fuera un crío. Los dos nos elevamos y dejamos que el viento nos llevara. Sus palabras me hicieron sentir tranquilo. Experimenté un gran alivio dentro de mí.

—Gracias, madre —le dije, la abracé y la besé.

Nos internamos en la oscuridad, en el silencio que parece hermano del detenimiento, en la oscuridad que pulula por todas partes, que llena el aire, que evoca los sonidos y satura cada rincón del campo santo. De nuevo me besó. Me recostó en la tumba y yo la sentí acostarse en la suya. Desde ese día pude morir en paz.

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Fotografía de Alejandra Cirigliano

Guillermo Ríos Bonilla

Nació en 1976 en Colombia (Florencia – Caquetá), y en el año 2004 se naturalizó mexicano. Es Licenciado en Filología Clásica por la Universidad Nacional de Colombia y Maestro en Letras Clásicas por la UNAM. Ha trabajado como profesor, investigador y corrector de estilo. Ha obtenido primeros, segundos, terceros lugares y menciones en diferentes concursos de cuento en Colombia, México y Argentina. Es autor de las siguientes obras de cuentos: Historias que por ahí andan, Los vástagos del ocio y Burbujas de aire en la sangre.

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