—Colecciono hadas en este frasco. La mayoría se me escapa, pero con un poco de práctica puedes agarrar hasta dos o tres al día. Son muy escurridizas. Les dejo pan en la mesa y enseguidita vienen un montón de ellas a comerlo. Velas.
Para Manzana resulta ridícula la ilusión de la pequeña Chuni. Toma el frasco de mayonesa Hellmann’s que alberga, por lo menos, a diez moscas. Lo pone a la altura de sus ojos y lo examina. Luego mira a la niña, lanzando una sonrisa débil para disimular su tristeza.
—Me tienes que enseñar a capturarlas.
—Sí. Yo te enseñaré. ¿Cuánto tiempo estarás aquí?
Manzana baja la cabeza y siente un nudo en la tráquea.
—Mucho.
El orfanato donde se hallaba antes había tenido que disminuir su población, puesto que los recursos para sostener a los niños se agotaban a paso gigante. El gobierno ignoraba las peticiones de las casas hogar para los infantes callejeros y decidía, en cambio, invertir en centros de prostitución o bebida, debido a que sus dueños subvencionaban gran parte de los puestos inamovibles del senado.
Los niños mayores fueron blanco del éxodo. Manzana tenía trece años cumplidos, según una tarjetita-calendario que tenía la imagen de San José, que habrían dejado los que la abandonaron cuando era un bebé. El calendario tenía dos círculos: un círculo grande que marcaba diciembre y uno pequeñito que marcaba el quince, ambos de tinta roja muy gastada. Además de la tarjetilla, un cartón con una leyenda la bautizaba:
Hola, me llamo Manzana.
Mis papás son muy pobres y no pueden mantenerme.
Por favor, quiero que este sea mi hogar.
El lugar donde la habían llevado era miserable; administrado por unas señoronas solteras que le encomendaron sus genitales al buen dios: a una de ellas se le apareció en sueños, ordenándole que se dedicara a la beneficencia infantil. Ella se organizó con otras vírgenes perpetuas y, pobremente, levantaron y sostuvieron el orfanato. Manzana vivió los primeros trece años de su vida sin abuso, aunque en un medio sucio y endeble.
Eso acabó cuando la población de niños creció al triple y aquellas mujeres no se dieron abasto. Parecía ser que la moda, entre los padres del nuevo milenio, era el abandono: veintidós niños fueron repartidos en tres hogares distintos.
Tenía catorce horas de llegada cuando conoció a Chuni, una pequeña de ocho años con rasgos orientales. Al llegar, la había recibido una mujer grande, pero no tanto como las señoras del otro lugar. Más bien, una mujer en la treintena que, arreglada y maquillada exageradamente como siempre estaba, se veía muy guapa.
Chuni se pegó a Manzana de inmediato, adoptándola como hermana mayor.
—Las hadas son rápidas y pequeñas. Debes tener cuidado cuando quieras atraparlas —recomendaba la niña, analizando su frasco.
Dos personas hablando en un cuarto secreto:
—¿Cuánto cuesta ésa?
—¿Cuál?
—Ésa, la grandecita.
—Tres mil ochocientos. Es la más nueva. Está limpia.
—La quiero.
Manzana se encontraba, de pronto, inclinada en una habitación que olía a gatos muertos. Una lengua se metía en el lugar donde orinaba, una húmeda y porosa lengua. Ella cerraba los ojos sin entender qué sucedía, incómoda con esa sensación.
—No me mintieron… —el hombre miró, sonriendo, a la treintañera. La mujer siempre estaba presente en todos los intercambios, para seguridad de la mercancía.
—Está bien cerrada.
El hombre le introdujo los dedos lentamente, preso de un temblor animal.
—¡Ay! No me gusta. Déjenme salir —gritó Manzana, retorciéndose y golpeteando.
—Es muy raro, pero las hadas vienen cuando hay popó en el baño. Muchas veces, allá las agarro —continuaba Chuni, muy concentrada en su explicación.
Manzana quedó en silencio durante las siguientes tres semanas.
—¿Te llevaron al cuarto de los gatos muertos, verdad? —preguntaba la pequeña de ojo rasgados, mientras extendía sus manitas hasta el rostro húmedo de su hermana adoptiva—. La primera vez que me llevaron yo igual me quedé sin decir nada.
Manzana lloraba mucho. Fue llevada al cuarto de los gatos muertos al menos quince veces en el primer mes.
—Un día, Manzana, un día nos volveremos hadas y escaparemos por la ventana.
Manzana quería decirle a Chuni que sus preciosas hadas eran sólo moscas que comían mierda; pero, en silencio, ella también deseaba creer.
Ángel Fuentes Balam
Mérida, Yucatán, México. 1988. Director de teatro, escritor y actor. Director de “Perros que parecen laberinto Teatro”. Es autor de los libros: Melodía tu engranaje quieto (Editorial El Drenaje), Cruoris o la rabia que fuimos (Libros en Red), Devoré el cráneo de Eros (Ediciones O) y Ya nadie cuida las antorchas (Sangre Ediciones. En proceso). Ha publicado en antologías y revistas a nivel nacional e internacional.