
Una vez en la vida de todo hombre se pierde el sueño. Recorres toda la habitación en busca de algo que hacer, pensar, comer. El reloj está clavado en la pared, frente a tu cama, sin moverse, fijo en la hora trece de un séptimo día. Encendí la computadora, encendí un cigarro; la habitación apestaba, yo seguía fumando pitillo tras pitillo, intentando masturbarme. Estaba sentado, contemplado asiáticas de coños peludos cuando de repente sentí un dolor en el estómago. Era agudo, espontáneo, justo.
Mi baño no era la gran cosa, yo tampoco lo era, mi culo se adolecía por el estreñimiento. Pujaba y gemía, lágrimas escurriendo por mis mejillas. El dolor ahora se encontraba en mi espina, hígado, riñones… cada segundo sobre el escusado era un calvario. No logro comprender qué fue lo que pasó. Sentado sobre el trono algo explotó: mi escroto, el lado derecho, eso fue lo que pasó.
No había dolor; temblaba por el frío que sentía en mi pelvis. Las luces fluorescentes nunca antes se habían adentrado en mi mente. Me tambaleaba por todo el baño, carecía de la fuerza suficiente para continuar de pie. Adentro, en el retrete, algo se cocinaba, el agua ensangrentada burbujeaba. Mi testículo salía a flote. El izquierdo se agitó. Yo metí mi mano para recuperarlo, de repente una voz dura, eléctrica, tenebrosa, gritó:
―¡No lo hagas muchacho, aquí resbalan cosas bastante sucias!
Retrocedí hasta topar con la pared del baño. Una mano en mi rostro, la otra en mi escroto; al tocar mi parte derecha desgarrada, tibia, infame, mi estómago se revolvía, el vómito podía percibirse en mi garganta, al intentar purgarme me acerqué al inodoro recordando mi gónada derecha, volteé mi cara hacia un lado y expulsé el poco alimento que había ingerido durante la tarde.
―¡Hey! ¿Te encuentras bien? ―de nuevo la voz; no captaba de dónde provenía, recapitulé y me di cuenta que llegaba del inodoro. Arrastrándome, noté que en el agua ensangrentada, se mezclaban en el semen y con una orina de varios días, mi testículo derecho.
―¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
―Muchacho, muchacho, sabes que estoy aquí. ¿Por qué demonios preguntas? ¿Acaso me viste salir dando saltos y correr como un desquiciado?
―¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿Por qué me pasó esto?
―Soy tu testículo derecho, quiero un cigarrillo y no sé por qué pasó esto ―el agua se agitaba―. Sácame muchacho, puedo pescar un resfriado.
Introduje mi brazo izquierdo dentro del retrete, tomé mi testículo: suave y palpitante; al dejarlo en el lavabo se agitó un poco y tosió:
―¡Cogh, cogh! ―gracias a esto, observé con detenimiento que tenía un rostro: un par de pequeños puntos negros como ojos, arrugas marcándolos con fuerza; la boca, una simple línea, no labios ni dientes, sólo una línea irregular. La ausencia de su nariz lo hacía perfecto, casi hermoso―. ¡Dame un cigarrillo!
―Seguro, aunque no creo que quepa en tu boca.
―Escupe el humo sobre mi rostro ―dijo él.
Fui corriendo hacia mi habitación, buscando con desesperación la cajetilla, lancé todo aquello que no se asemejara. Mi turbación me impedía ver que ésta se encontraba en la mesa a lado de mi cama. Cuando me detuve logré verla. Regresé corriendo al baño donde el testículo se miraba en el espejo.
―Muchacho, nos parecemos, ambos lucimos acabados.
―No entiendo, siempre fui limpio ―no hablaba con él, todo esto era para mí, necesitaba convencerme de mi cordura. Febril, pensé que deliraba, sin embargo, mi temperatura era normal― me bañaba todos los días, me restregaba el jabón todas las mañanas.
―Mira hijo, estas cosas pasan, tal vez te masturbabas demasiado, debiste conseguir una chica. No lo sé, lo importante es seguir adelante.
―¿Qué, eso es todo? “Sigue adelante”, si antes no conseguía mujeres, crees qué ahora con un solo huevo lo haré ―el cigarro se había apagado, impregnándose de un repugnante aroma el baño; mi respiración se dificultaba, lo que contribuía a que en mi poca lucidez se permeara aún más la locura.
―Hijo ¿quieres la verdad? Bueno, te la daré ―él se estaba empezando a poner púrpura, no dije nada al respecto―. Eres un egoísta, siempre durmiendo de lado, aprisionándonos a mí y a “Zurdo” con tus gordos y peludos muslos, él podía escapar, pero yo me quedaba ahí, apretado, sin aire, con calor, adolorido.
―Perdón, en verdad lo siento.
―No lo lamentes hijo, haces lo que puedes, no es tu culpa vivir a tu modo. Acaba con esta cháchara sin sentido, mejor llévame a la computadora y ponme ante esas asiáticas de coños peludos.
Tomé a Derecho con suma delicadez, lo coloqué frente a la pantalla y reproduje el vídeo. Mientras las asiáticas gemían y gesticulaban, Derecho moría sin remedio.
―Acércate niño, quiero decirte una última cosa ―nunca antes había escuchado palabras tan hermosas ―no somos nada hijo, no somos nada.
FIN

Para citar este texto:
Ugalde, Gerardo. «El hombre con el testículo repleto de odio» en Revista Sinfín, no. 19, septiembre-octubre, México, 2016, 65-67pp. ISSN: 2395-9428: https://www.revistasinfin.com/revista/ |
Gerardo Ugalde
Es de Jalisco, zapopano, 1989. Escribe desde hace seis años terror histérico, ácido y fantástico, inusual, no es tan bueno, pero tampoco pésimo. Le gusta la sonrisa o la carcajada. Forma, además, del cine club Tortura films, que es un grupo dizque artístico dedicado a escribir, dirigir, producir y actuar películas caseras bajo el nombre de Tortura Films, en Youtube o hasta Google, puede encontrarse.