Para Arturo Valadez
Era la primera vez que fumaba marihuana y muy pronto comencé a sentir sus efectos. Cuando menos lo pensé ya estaba en un estado parecido al de Arthur, reía a la menor provocación con cualquier cosa que viera o escuchara. Mentiría si les dijera que me acuerdo de las cosas que Maxi y Arthur me decían, si es que me hablaban directamente a mí, probablemente sólo platicaban entre ellos. Lo que recuerdo bien es que en menos de diez minutos habíamos llegado a una casa enorme con grandes balcones de estilo porfiriano. “Es un castillo”, dije emocionado en mi mente, pero Arthur interrumpió ese pensamiento.
―¡Bienvenido a la Casa de la Risa!
Cuando crucé por la puerta principal no daba crédito a lo que veían mis ojos. Entré a un mundo fantástico que jamás había imaginado que podría existir más que en películas o programas de televisión. La voz de Donna Summers invadía todo el espacio con sus gemidos y onomatopeyas eróticas a ritmo de música disco, uuuh, love to love you baby, uuuuh. Luces multicolores se reflejaban en las paredes y los techos; de unas pequeñas máquinas salían humaredas rosadas que se expandían por todo el piso. No había mucha gente, pero los que estaban tenían pinta de personajes salidos de películas de terror o de luchadores. Había travestis con look de vedettes o cantantes de centro nocturno, rockeros glam, con melena larga, maquillaje excesivo y cubiertos de brillantina; chavos fresas, con ropa de diseñador y actitud de divos; todos reunidos, conviviendo y divirtiéndose juntos, como una gran familia.
Arthur y Maxi me llevaron a sentarme sobre un enorme sillón que tenía la forma de unos labios rojos de mujer. Contemplamos algunos de los personajes que se encontraban ahí. Me iban señalando a cada uno de ellos, me decían sus nombres y alguna anécdota chusca que los involucrara. Arthur no disimulaba su emoción y a cada rato dejaba escapar gritos de euforia entre sus comentarios sobre los demás. Así me contó la historia de la Casa de la Risa.
Se remonta a la última década del siglo XIX, durante los años dorados del Porfiriato, cuando la casona se encontraba en los límites de la ciudad, muy cerca de la entonces próspera Tabacalera Mexicana y de la naciente colonia Santa María la Ribera, a donde poco a poco se fueron mudando las familias de la alta sociedad. Estaba en la calle de la Paz –así se llamaba la calle en aquel entonces–, y era propiedad de un adinerado y afeminado burgués llamado Ignacio de la Llave, mejor conocido entre sus más allegados como “La maromera”. La casa se volvió célebre en todo México cuando el 18 de noviembre de 1901 La maromera organizó una fiesta que terminó en una escandalosa redada donde la policía arrestó a 41 hombres, de los cuales, 19 estaban vestidos de mujer. Los arrestados, entre ellos algunos catrines de buenas familias, fueron humillados con bromas e insultos en los principales periódicos del país, que bautizaron el episodio como “El baile de los 41 maricones”.
Después del bochorno recibido, La maromera decidió vender la casona e irse a vivir a París. El comprador fue otro Ignacio, pero de apellido Haro, famoso por ser un caballeroso y respetable empresario, dueño de varias farmacias y tiendas de telas que se encontraban en el centro de la ciudad. Acababa de enviudar y se cambió junto a sus dos hijas a la casona. La colonia cambió el nombre a Tabacalera y se convirtió en una zona residencial tan prestigiosa como las vecinas, llena de grandes casas de estilo neoclásico con toques rococó. Ahí vivieron felizmente los últimos años del Porfiriato y durante los gobiernos de Francisco I. Madero y el dictador Victoriano Huerta. Hasta que en diciembre de 1914 las tropas zapatistas y la División del Norte tomaron la ciudad de México. Los villistas invadieron la casona y secuestraron a las sirvientas y las hijas de don Ignacio, a quienes violaron y maltrataron a su antojo durante varios días. Cuentan que el mismísimo Pancho Villa abusó de Amadita Haro, la hija mayor de don Ignacio, a quien dejó embarazada.
Para que no se supiera la deshonra que había sufrido Amadita y acallar todas las habladurías que pudieran venir en el futuro en contra de la familia, Ignacio Haro convenció a Joselito Sodi, novio de Amadita, de casarse con ella. Inventó que la pobre se encontraba gravemente enferma, al borde de la muerte, y no quería irse de este mundo sin haber estado antes casada con el amor de su vida. Conmovido por la historia contada por don Ignacio, Joselito aceptó lo que le pedía y contrajo nupcias con Amadita en menos de un mes. Como era de esperarse, la muerte de Amadita nunca llegó; en cambio, a los siete meses se convirtieron en padres de un niño de ojos verdes y piel marrón al que pusieron de nombre Porfirio, en honor al dictador caído.
La casona continuó siendo habitada por don Ignacio durante las décadas siguientes, hasta que falleció en diciembre de 1928 en el Hospital del Sagrado Corazón de Jesús. Ninguna de sus dos hijas quiso irse a vivir a la casona, por lo que decidieron rentarla a un doctor de nombre Rogelio Millán, quien les dijo que pensaba utilizarla como una pequeña clínica.
El doctor Millán resultó ser un importante comunista que, sin que las hermanas Haro se enterasen, logró convertir la casa en uno de los principales centros de reunión del Partido Comunista Mexicano. Ahí se imprimían volantes y panfletos que se distribuían por toda la ciudad, además de la revista “El Machete”, en la que colaboraban los principales comunistas mexicanos y extranjeros, como Diego Rivera, José Antonio Mella y Tina Modotti.
Sin embargo, tras el intento de asesinato del presidente Pascual Ortiz Rubio, el 5 de febrero de 1930, la suerte de los comunistas cambió. Muchos de ellos, especialmente los extranjeros, fueron acusados de haber conspirado para matar al flamante presidente. El gobierno persiguió y expulsó del país a muchos comunistas extranjeros y efectuó varias redadas en casas y departamentos donde supuestamente vivían o trabajaban. Entre esos lugares estuvo la casa de las Haro, donde fueron confiscados gran cantidad de panfletos y ejemplares de “El Machete”.
Cuando las hermanas Haro se enteraron de lo sucedido no lo podían creer. Inmediatamente cancelaron el contrato de arrendamiento con del doctor Millán. Pero para su desgracia ya habían sido señaladas en la prensa como cómplices de los comunistas por haberles rentado su propiedad. Estaban tan preocupadas por lo sucedido que accedieron a dar varias entrevistas en las que se mostraban como dos pobres víctimas de los engaños y la crueldad de los miembros del Partido Comunista Mexicano, declaraciones que fueron utilizadas por la policía como uno de los pretextos para expulsar del país a los comunistas extranjeros.
Para que no les ocurriera lo mismo decidieron no volver a rentar la casa a ningún particular. Por esa razón, durante casi toda la década de los 30, la casa estuvo deshabitada y se convirtió en guarida de teporochos. Hasta que un buen día de finales de 1939 hizo su aparición en la puerta de la casa de Carmelita un extravagante español llamado Juan Orol. Decía ser productor de cine y que estaba interesado en utilizar la casa como locación para una de sus películas. Aunque no muy convencidas de hacer lo correcto, las hermanas Haro accedieron a firmar contrato con Orol, más que nada porque sentían curiosidad, sino es que morbo, de ver a las estrellas de cine, famosas por sus vidas libidinosas, paseando por su propiedad.
La casona se convirtió, durante los siguientes veinticinco años, en el escenario de innumerables películas, sobre todo policiacas y de rumberas, que eran las especialidades de Orol, pero también de terror, comedia, acción y uno que otro melodrama, pues pronto fue ocupada por otros productores. Entre sus pasillos y paredes actuaron muchas de las grandes estrellas del cine mexicano, desde las rumberas Meche Barba, Ninón Sevilla y María Antonieta Pons; los cómicos Cantinflas, Tin Tan y Palillo; estrellas de la lucha libre como el Santo y Blue Demon e, incluso, las mismísimas divas María Félix y Dolores del Río.
Pero un fatídico episodio acabó con esa fantástica época de la casona. Sucedió durante la grabación de la película Click, fotógrafo de modelos, protagonizada por Mauricio Garcés. Uno de los actores, llamado Antonio Duval, que hacía el papel de un modista homosexual, murió al caer por las escaleras. Su muerte fue un nuevo escándalo mediático en el que se involucró a la casona. Los periódicos aseguraban que la muerte de Duval no había sido un accidente, como aseguraban los productores de la película, sino que había sido empujado por alguien. Es decir, se trataba de un asesinato a sangre fría. Había quienes especulaban que fue un crimen pasional, pues el actor era amante de uno de los productores, al que le puso el cuerno con otro actor, quizás el mismísimo Mauricio Garcés.
Después de un proceso que duró varios meses, los jueces encargados del caso deliberaron que la muerte de Duval sí había sido un accidente. Pero el daño estaba hecho, la casa quedó estigmatizada. Los demás productores dejaron de interesarse en rentarla como locación de sus películas.
Para entonces, Carmelita Haro ya tenía dos años de muerta y la única dueña de la casa era Amadita, quien ya tenía 70 años de edad y diez de haber enviudado. Intentó volver a rentarla como vivienda familiar, pero los rumores sobre la muerte de Antonio Duval llegaron a tal grado que había quienes aseguraban que su espíritu se aparecía en las escaleras justo a la hora de su muerte. Nadie se interesó en rentarla, quedó nuevamente abandonada. Hasta el verano de 1968, cuando fue ocupada ilegalmente por un grupo de jóvenes preparatorianos que pertenecían al movimiento estudiantil de ese año.
Los chavos utilizaban la casa como centro de reunión para planear las marchas y manifestaciones convocadas por el Comité Nacional de Huelga. Una vez más fue utilizada como imprenta, ésta más sencilla e improvisada, pues solo constaba de un pequeño mimeógrafo en el que imprimían volantes informativos. Nadie se habría enterado de las actividades de los estudiantes si no hubieran organizado una fiesta que terminó en una nueva redada en la que arrestaron a cinco jóvenes que no alcanzaron a correr fuera de la casa.
Amadita Haro puso el grito en el cielo cuando se enteró de lo que había ocurrido. Desde que su hijo Porfirio se casó con la hija de un importante político del PRI, se había convertido en priista de hueso colorado y apoyaba todas las acciones del presidente Díaz Ordaz contra el movimiento estudiantil.
Fue entonces que tomó una importante decisión, algo que no había querido hacer en más de cincuenta años porque siempre que iba a la casona recordaba la violación que sufrió, volvía a oler el aliento de Pancho Villa, a sentir su sudor excesivo, su enorme y pesado cuerpo sobre ella, el miedo, el asco, la impotencia, las lágrimas escurriendo sobre sus mejillas, las palabras soeces de los villistas, las ganas de morir cuando Villa terminara de violarla.
Sin embargo, la decisión estaba tomada, volvería a vivir ahí. Sola.
Durante los diez años que habitó la casona, Amadita Haro vivió como una ermitaña. Casi nunca recibía visitas, sus hijos dejaron de ir cuando en 1970, Maximiliano, el hijo mayor de Porfirio, aseguró haber visto en el segundo piso el fantasma de un hombre vestido de mujer.
―¡Tenía un vestido antiguo, como los que usaba mi abuelita en las fotos de cuando era jovencita! ―les dijo entre asustado y emocionado.
Nadie le creyó, pero unos días después, mientras celebraban el cumpleaños de Amadita, a altas horas de la noche, escucharon voces que provenían del segundo piso. Las voces se convirtieron en gemidos, después en un sonoro orgasmo cuya duración se extendió a varios minutos. Porfirio y Napoleón, el otro hijo de Amadita, subieron a averiguar qué ocurría, pero no vieron absolutamente nada, buscaron por toda la casa y el resultado fue el mismo, no había entrado nadie. La confusión reinó entre los familiares de Amadita pero ella ni se inmutó, continuó sonriendo como si nada hubiera ocurrido. De pronto, algo más escalofriante sucedió, unas risas estridentes se escucharon por todos los rincones de la casa, unas risas que duraron tanto como los gemidos y el orgasmo que habían escuchado minutos atrás. Voltearon a ver a Amadita quien, sentada en su mecedora, dejó escapar un tímida risita.
―Son mis amigos ―dijo― y continuó riendo.
Maximiliano y los demás nietos de Amadita salieron corriendo despavoridos, aterrados por todo lo que habían visto y escuchado. Los hijos y las nueras también se fueron espantados.
A partir de entonces solo Porfirio y Napoleón volvieron a la casona, pero siempre con la intención de sacar de ahí a su madre y llevarla a un asilo de ancianos. Lo intentaron infinidad de veces, durante un tiempo estuvieron yendo una o dos veces al mes, después las visitas se volvieron más esporádicas. Nunca tuvieron éxito, Amadita siempre se negaba a irse, se aferraba a su silla con todas sus fuerzas y comenzaba a gritar pidiendo ayuda, decía que por fin había encontrado la felicidad y que no iba permitir que la alejaran de sus amigos. A sus hijos no les quedó más remedio que aceptar la voluntad de su madre, quien siguió viviendo ahí hasta el final de sus días, el 18 de noviembre de 1978.
Semanas después de la muerte de Amadita se realizó la lectura de su testamento. Todo mundo quedó sorprendido cuando el notario leyó el último apartado:
«… Para finalizar, heredo la casa ubicada en el número 69 de la cuarta calle de Ezequiel Montes (antes Calle de la Paz), en la colonia Tabacalera, a mi querido nieto Maximiliano Sodi Palazuelos. Ellos me dijeron que era lo correcto, que tú sabrías qué hacer con la casa, Su casa.»
Lo que más asombró a los familiares, y al propio Maximiliano, fue la última frase. ¿Qué quería decir con “ellos me dijeron que era lo correcto”? ¿Quiénes eran ellos? ¿Por qué dice que es su casona? ¿Qué era lo correcto? ¿Qué debía hacer Maximiliano? Entre queriendo y no, Maximiliano aceptó el destino marcado por su abuela y firmó los papeles que lo convertían en el nuevo dueño de la casa de la Tabacalera.
Tan sólo un mes después de llegar a vivir a la casona, Maximiliano se rebeló en contra de su conservadora familia, salió del closet declarándose homosexual y abandonó la escuela de derecho para dedicarse a la música. A partir de entonces empezó a darse a conocer como la Maxi, llevó a vivir a su novio Arthur a la casona y la convirtieron en la fantástica Casa de la Risa. Le pusieron ese nombre en honor al coro de risas estridentes que se escucha todas las noches después de la orgía fantasmagórica del segundo piso.
Arthur y Maxi muy pronto se hicieron amigos de los espíritus, se dieron cuenta de que había tres maricones del baile de los 41, una sirvienta asesinada por los villistas, una comunista, el actor Antonio Duval, dos estudiantes del movimiento del 68 y, por supuesto doña Amadita Haro de Sodi.
Juntos hicieron de la Casa de la Risa un lugar de ambiente festivo constante, un lugar sin tabúes, prejuicios y discriminación en el que todo mundo era libre de ser y hacer lo que quisiera. Un lugar sin límites que solo pudo ser destruido por la fuerza de la naturaleza el 19 de septiembre de 1985, cuando un fuerte terremoto derrumbó la casona porfiriana, aunque no calló las risas, que se siguen escuchando a los alrededores de la calle Ezequiel Montes, antes calle de la Paz.
Para citar este texto:
Helder Ariel. «La casa de la risa» en Revista Sinfín, no. 15, enero-febrero, México, 2016, 30-35pp. ISSN: 2395-9428. |

Helder Ariel
Historiador en arte y literatura.