No aguantaba lo grande de mi rabia.
Querían reventarse, mi pecho,
mis venas, mis ojos
José María Arguedas (Agua).
Por qué cantáis la rosa, ¡oh, Poetas!
Hacedla florecer en el poema.
Vicente Huidobro (Arte poética).
Se ha posado sobre mi pecho un cuervo. Lo ha picoteado desde que despuntó el alba. Con una voz iracunda me ha reprochado mis errores. El diario está sobre la mesa desde la semana pasada. Le he dirigido a mi verdugo una mirada de clemencia, pero a este no parece importarle. Intento alcanzar el diario, pero la distancia entre el sofá y la mesa no me lo permite. Le he susurrado a mi pequeño oponente que, de los dos, él ha triunfado. Me ha mirado con lástima y ha volado hasta el otro extremo del sofá. Quizá ya es tiempo de que compre un colchón. No. Todavía no puedo. Me he levantado lo más rápido posible antes de que ese ser tan ruin se instale de nuevo en mi pecho.
Suspiro y tomo el diario de una vez. Solo leo inmundicia impresa. (No hay más. Desde hace años que no hay nada más que eso en los diarios, pero nosotros nos hemos acostumbrado tanto que la recibimos con júbilo. Aplaudimos y vitoreamos a nuestros nuevos poetas sin ningún remordimiento.) El cuervo se ha posado sobre mi hombro y me señala con su pico el diario. No comprendo qué quiere de mí ni por qué ha irrumpido así en mi cuarto.
Alguien llama a mi puerta, pero yo no puedo encontrar mis pantuflas. Alguien llama incesantemente, pero yo ni me inmuto. He dejado tirado el diario de nuevo y me he sentado sobre la mesa de la habitación. Alguien llama con bramidos incontrolables, pero desde hace meses que es así y cuando voy a abrir, no hay nadie. Quizá sean los rinocerontes que de niño solía dibujar y que ahora intentan rebelarse ante mí, O, quizá, tan solo sea el señor que quiere desalojarme de este cuarto.
El cuervo me observa a hurtadillas, con fuego en su mirada, reclamándome mi actitud infantil. Altivo e incorregible cree conocerme. Me muestra una sonrisa socarrona y se marcha por la ventana. Su ausencia no me alivia: sé que volverá.
Suspiro. Vuelvo a tomar el diario. Hay un nudo en la boca de mi estómago y el llanto ya no lo puedo evitar. No hallo escrito nada de lo que el cuervo me cuenta cada vez que pasa por mi ventana. ¡Me han mentido los poetas con palabras vanas! Se han burlado de mí y recién lo entiendo… No. Ellos ya no son más poetas, son tan solo monigotes y santurrones de oficina que se regodean y maquillan los lamentos y pesares de quienes no tienen un pan duro, siquiera.
Ha regresado el cuervo. Se ha puesto en mi hombro y me ha susurrado algo al oído. Tomo el diario con furia y lo espanto. Los rinocerontes solían comprenderme mejor.
Priscila Arbulú Zumaeta
22 años. Estudiante de último ciclo de la carrera de Literatura Hispánica en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado algunos cuentos en revistas literarias virtuales mexicanas, peruana y argentina.