En este preciso momento, en el que has abierto la botella y comienzas a leer este mensaje de su interior y del mar, te estoy viendo, arrodillado en la arena blanca a pocos metros de la costa. Levantas la cabeza, empapada en sudor. Miras hacia arriba y te cubres del ataque del sol. No puedes entender o aceptar que esto que pensabas un mensaje de rescate sea en realidad una especie de broma. ¿No lo supones? ¿No lo has intuido? ¿De verdad te crees único en ese sentido? ¿Has comenzado a pensar que estás solo, te has acostumbrado al silencio, a la desquiciante idea de ser el último espécimen de algo? ¿Ya has labrado tu nombre en las rocas junto a tu refugio, en un intento a que algo se escape al olvido que pronto desmigará tus huesos? ¿En serio creíste ser el único que sobrevivió al accidente? ¿Es algo en lo que aún piensas, pues encuentras pruebas por todos lados de la falsedad de este mensaje, o de su inexactitud; sólo para justificar el placebo de tu creencia? Todos los hombres obramos así, todos creemos lo que queremos y luego adaptamos el mundo a esto. Pero es un buen momento para que empieces a pensar una posibilidad: no estás solo.
Hace un tiempo, cuando me hice con el largavistas y desde la altura de mi único risco, pude observar las manchas verdes en el horizonte. Comprobé aterrado lo diminuto de mi humilde feudo. Era una roca de unos ochenta metros de altura, rodeada de una costa rocosa que descendía hasta el mar. Una línea delgada de árboles marcaba las depresiones antes del risco. En los únicos diez metros de playa y de arena de toda la isla miles de ojos me dieron una curiosa bienvenida. Eran cangrejos y desconocían que ese era el principio de su fin, de su era más oscura. Sin embargo del otro lado del estrecho mar, otra isla mucho más grande y con un frondoso bosque tropical pululaba como una promesa inalcanzable. Pensé que debería cruzar el estrecho, aunque no lo era tal y las corrientes sólo podrían alejarme. En mi mente, casi de una forma involuntaria un plan comenzó a armarse.
La primera noche distinguí la fogata que encendiste en la playa. Me sentí aterrado, nada podía hacer para llamar tu atención. Parece que a mí me ha quedado el largavistas, pero a ti te han quedado las bengalas, además del desconocimiento de la existencia del otro, la isla más grande y las mejores condiciones. Entendí lo que ahora te revelo, o sea que no estaba solo.
Establecí un refugio entre las rocas con el bote salvavidas destrozado. Y poco a poco me fui adaptando a una dieta de cangrejos y pescado crudos. Cada tanto conseguía huevos de aves marinas, y me animé a comenzar a probar algunas raíces que parecían comestibles. Pude cocinar pescado al sol y encontré unas bayas de sabor azucarado que producen cierto adormecimiento y que ayudan a descansar en las noches en las que arrecia el mar.
Cada tanto subía al risco en un mediodía despejado y observaba tu isla a través del largavistas. Así pude ver cómo establecías una rutina de recolección de frutas y legumbres, cómo tejías una red de pesca con los cordones de tu paracaídas, como construías un refugio entre las palmeras. Durante un tiempo temí que agotaras la leña de la isla. Luego reflexioné que estaba midiendo todo en la proporción de mi propia roca, pero que la tuya debería tener por lo menos un kilómetro de largo y que la leña te durara por siempre. Desde mi cumbre que para ti sólo es una peña negra que escupió el mar en el horizonte, vi cómo cambiabas. Cada paso. Vi cómo el hombre de la ciudad se iba extinguiendo, cómo el gris cobraba color, cómo te sacabas el polvo del cemento, cómo salías desde dentro de tu propio cuerpo. Te envidié. Me moría de frío en mi cueva entre los acantilados, agobiado por el inesperado ostracismo. Pero en la otra isla veía a un hombre liberado, al protagonista de una propaganda de resort tropical, sólo, aislado, independiente. Sin embargo yo soy el del convencimiento atroz, el idiota que sabe que la isla no está desierta, el que no puede abandonar de una vez por todas a esa sombra que fue; el testigo, el que cuenta la historia. Porque yo sé que no estoy sólo. Que el mundo que me ha abandonado en esta roca también me ha dejado la hiriente sorpresa de un recuerdo permanente, un ancla atada a mi garganta que me jala hacia el fondo.
Creo que todos tenemos esa fantasía del náufrago, del Robinson Crusoe, aislado en una isla y alejado del mundo. Todos ansiamos de una forma u otra esa roca de tranquilidad, esa rendición a la bestia que habitamos, a la soledad que nace como un monstruo desde nuestro interior. Algunos, esclavos de la desesperación, vamos construyendo nuestra isla aún antes de naufragar y nos vamos aislando, diluyendo en ese llamado primitivo. Pero entonces algo nos despierta de ese sueño infantil: la presencia del otro, su voz, su aliento, su molesta omnipresencia.
De modo que me decidí por un plan. Primero construí una balsa con los pocos troncos que conseguí junto al risco. También tuve que derribar los pocos árboles que había. Até los troncos con lo que quedaba de mi bote salvavidas. Hice una rampa con las rocas que le robé a los cangrejos. Es increíble el ingenio humano cuando se encuentra motivado. Comencé a controlar el ritmo de las mareas, que casi todos los días me traía porquerías de la otra isla. Pero luego logré ver que en las noches de plenilunio la marea se invierte, y así es cómo he enviado esta botella hasta la costa donde pescas. Un ensayo del verdadero mensaje que ahora viaja hacia ti.
Quiero que lo sepas porque somos dos hombres; tal vez y por qué no, los últimos que quedan. Descubre la amargura de saber que no estás solo, que el mundo que pensaste haber dejado atrás hoy te alcanza y que no hay escape para eso que somos.
Esta noche iré por ti.
Y voy a matarte.
Álvaro Morales
Soy uruguayo, montevideano. Tengo 41 años. Psicólogo y Psicoterapeuta. Tengo unas 70 publicaciones literarias. Entre ellas: “Carbono alterado” (Selección, ediciones 3, 4 y 6); El otro Montevideo (Kodama Cartonera, México); en revista Axxón; y revista El Narratorio.