Juan y Pablo fueron los mejores de los amigos desde que se conocieron en el Tercero Rojo de la Escuela Primaria Real de las Margaritas. Todos los días, a la hora del recreo, se sentaban a comer sus respectivos almuerzos en un rincón del patio de juegos, conversando respecto a los muchos temas que ocupan la mente y el tiempo de los niños en edad escolar. Este hábito los persiguió a la secundaria y persistió también durante la preparatoria y la universidad, en cuyas cafeterías intercambiaban anécdotas, confidencias, opiniones y diferencias. Hacia el final de sus vidas académicas el uno lo sabía todo del otro y a su vez el otro del uno, al grado que quienes los conocían solían bromear diciendo que los dos podrían intercambiar sus vidas y no habría gran diferencia.
Sin embargo, en la vida del hombre, por naturaleza, todo es finito, y los días de escuela de estos dos llegaron al punto y aparte la mañana en que cada cual recibió su título universitario y hubieron de dar ese enorme paso que separa al estudiante del adulto. Pablo consiguió trabajo como guardabosques en las comunidades montañosas al norte de la ciudad, mientras que Juan inició una prometedora carrera en la administración pública. Fue aquélla la primera vez que esos dos, tan unidos que se les consideraba intercambiables, se separaron, y conforme las responsabilidades y las ocupaciones los fueron absorbiendo, ambos sintieron como si un abismo se hubiese abierto entre ellos.
Pero es la amistad —según lo atestiguan numerosas novelas europeas del siglo XIX— un vínculo difícil de romper, y, estando tan habituados el uno al otro, tuvieron el ingenio y la voluntad para mantener vivo el contacto: una mañana, al llegar a su estación de vigilancia, Pablo se encontró con un sobre remitido por Juan: una carta. En ésta le contaba cómo iban las cosas en su empleo y otros pormenores de la vida diaria en la ciudad, con la cual el joven guardabosques se sentía cada vez menos familiarizado. Contento de saber de su amigo a través de la tinta y el papel, Pablo se dio a la tarea de redactar una contestación, relatando lo mucho que había aprendido de las montañas y sus gentes.
Dio así inicio un intercambio de correspondencia tan constante que los carteros de la ruta se extrañaban cuando no había carta de la ciudad al bosque o viceversa en varios días. De los dos, el más prolífico era Juan, quien semana a semana escribía tres, cuatro, y hasta cinco páginas para su amigo, en las cuales vertía sus inquietudes, sus anhelos y sus expectativas para el futuro. Por su parte, Pablo, que siempre fue el menos expresivo, era breve en sus respuestas, pero no por ello desatento. Por lo menos durante los primeros meses, pues conforme Juan le hacía llegar cuartillas y más cuartillas llenas de relatos y reflexiones, él se percató que cada vez tenía mayores dificultades reteniendo cuanto leía. Este hecho quizá pueda atribuirse a las muchas preocupaciones que su trabajo conllevaba, pero lo cierto es que llegó a leer cartas enteras sin memorizar nada de lo que su amigo había querido decirle, y en ocasiones ni siquiera la relectura era de mucha utilidad. Si bien cada que encontraba en su buzón un sobre procedente de la ciudad una sonrisa embargaba sus labios, su capacidad para atender el contenido era drásticamente limitada: apenas completaba un par de renglones y el remanente del texto le parecía una interminable sucesión de caracteres ininteligibles. A pesar de esto, se esmeraba escribiendo respuestas a cuestiones que en su cabeza apenas eran vagas.
Si bien esto hubiese bastado para apaciguar una conciencia cualquiera, Pablo era la clase de individuo que siempre procura dar lo mejor de sí a los demás, y no queriendo seguir enviando a su amigo respuestas genéricas, se dio a la tarea de encontrar una solución a la problemática. Lo primero que hizo fue tomar una selección de cartas y sentarse a leerlas, y luego de repasarlas detenidamente llegó a la conclusión que la complicación no yacía en la prosa de Juan, tan bien lograda que resultaba conmovedora; el problema radicaba en que él, sin quererlo, desviaba su atención con tremenda facilidad. De pronto se encontraba leyendo cómo ya no permitían a Juan fumar en su café favorito cuando toda clase de pendientes y preocupaciones asediaban su mente: el todoterreno no tiene combustible, hay que comprar baterías para las linternas, se debe una mensualidad del equipo de comunicación, un cazador furtivo anda haciendo de las suyas en el bosque, y los señalamientos viales requieren otra mano de pintura. Entre otras cosas. Al final, lo que su amigo había escrito en lo siguientes párrafos le había pasado totalmente desapercibido.
Se dio cuenta entonces que la única manera en que podía leer las cartas en su totalidad era haciendo un profundo esfuerzo mental; esfuerzo que tomaba tiempo; tiempo que, como guardabosques, no podía permitirse. “No tener tiempo para un amigo es lo peor que puede suceder a uno en la vida”, se reprochaba, al tiempo que las cartas de Juan se apilaban sobre su escritorio.
Entonces un día, mientras le curaba la pata a un mapache herido, figuró el remedio a la situación que tanta zozobra le causaba: hacer que Juan escribiera menos. La cuestión era cómo, pues aunque sonaba fácil, aquélla era la clase de cosa que requería un tacto delicado cual seda, pues no podía sencillamente decirle: “sé breve en tus cartas porque no puedo ponerte atención”. Semejante declaración desmoralizaría por completo a su alegre y entusiasta corresponsal, y el propio Pablo sabía que se vendría abajo si su querido amigo dejase de escribirle. De tal modo, se dispuso realizar un experimento.
Haciendo acopio de las numerosas cartas que guardaba, una noche se sentó a leer cronómetro en mano, y así comenzó a monitorear sus intervalos de atención. Con la data que fue recopilando elaboró tablas, gráficos, y una serie de cálculos que recordaba de sus años en la preparatoria, y luego de un meticuloso y muy controlado análisis logró determinar el promedio de caracteres que era capaz de leer antes que su mente desviara el rumbo: ciento cuarenta. Pero si alcanzar esta conclusión no había sido fácil, mucho menos lo sería lograr que Juan limitara su correspondencia a una longitud tan aparentemente aleatoria. Además, ¿qué podía decir uno en tan poco espacio?
Si bien en un principio aquello le pareció inviable, Pablo pronto se descubrió a sí mismo plasmando sus ideas y tareas en breves notas al interior de su organizador personal, y lo que era más: comunicando instrucciones a sus subordinados en este nuevo y limitado formato, que resultó tan eficaz, eficiente, y a veces divertido, que pronto toda la patrulla del bosque lo estaba empleando. Por motivos hoy olvidados, estos mensajes comenzaron a ser conocidos entre los usuarios como “gorjeos”, y su popularidad pronto se extendió a los pueblos de la montaña e incluso a las ciudades más allá de ésta.
Al cabo de un mes, más de medio estado “gorjeaba”, y no tardaron los medios de información en hacer notas y artículos respecto a esta nueva moda. Fue precisamente un periódico local el que difundió el rumor de que este formato de comunicación había sido inspirado por el ave típica de los bosques de la región: el arrendajo azul, que también era la mascota del heroico cuerpo de guardabosques. A partir de entonces ésa fue la teoría más popularmente aceptada respecto al origen de estos breves pero pegajosos mensajes.
Pablo, por su parte, se enteró de todo esto con un dejo de decepción, y nada hizo por que se supiera que él era el autor intelectual y material de los “gorjeos” que todos disfrutaban. Incluso, a modo de protesta silenciosa, comenzó a girar a sus compañeros comunicados más largos y elaborados; sus compactas respuestas únicamente acentuaban su frustración.
Pero ocurrió que una mañana, cuando Pablo revisó su buzón, encontró entre la correspondencia un pequeño sobre procedente de la ciudad. La manera tan pulcra e que habían escrito su nombre y su dirección en una de las esquinas delataba al remitente: Juan. La sorpresa del guardabosques se maximizó cuando descubrió que el contenido del envoltorio era una sola hoja de papel, arrancada de un cuaderno italiano, en la cual su amigo, con su estilizada y elegante caligrafía, había plasmado un mensaje de exactamente ciento cuarenta caracteres, sugiriendo que sería divertido dejarse llevar un poco por la moda.
¡Con qué alegría respondió Pablo a este mensaje! A partir de entonces los dos reanudaron su comunicación con tremendo ímpetu, y llegaron a intercambiar tantos “gorjeos” que, a ratos, sentían como si estuvieran de vuelta en el patio de la escuela, comiendo sus emparedados a la sombra de un árbol.
La amistad entre Pablo y Juan se prolongó durante varios años más, hasta que éste sucumbió a un terrible caso de cáncer de pulmón, pero a modo de epílogo aún resta narrar una última aventura que arrojará luz respecto a lo que sucedió con los “gorjeos” posteriormente. Lo que sigue deberá interpretarse a discreción: una tarde, mientras Pablo patrullaba su sector del bosque, recibió una alerta desde la base informándole sobre un accidente en una barranca muy cerca de su posición. Raudo, se dirigió a la escena, y allí se encontró con que un automóvil se había ido cuesta abajo. Valiéndose de sus talentos para el montañismo, descendió por las empinadas rocas y al interior del vehículo deshecho encontró a un muchacho, herido pero en una sola pieza. La manera en que pidió ayuda, jadeando aún por el dolor, le delató extranjero. El habilidoso Pablo se las apañó para sacarlo entre los metales retorcidos, y luego de aplicarle un torniquete en su pierna sangrante pidió apoyo a su unidad; de ninguna manera podría escalar de vuelta llevándole a cuestas. Se confirmó que la ayuda iba en camino, pero el muchacho se mostraba desesperado, repitiendo en su lengua que moriría. Queriendo tranquilizarlo, Pablo comenzó a hablarle sobre su amigo Juan, la correspondencia que intercambiaban, y cómo la gente de la región se comunicaba en mensajes limitados a ciento cuarenta caracteres. Esto último causó gracia al chico, quien, más relajado, se identificó como un universitario que vacacionaba por aquellos rumbos en lo que figuraba qué hacer de su vida. La charla que siguió a esto fue tan grata que cualquiera hubiese dicho que los dos estaban sentados en un bar, tomando unas cervezas, y no al fondo de una barranca, junto a un coche volcado.
Al cabo de unos minutos llegaron la ambulancia y el equipo de rescate. Pablo acompañó al muchacho hasta que lo aseguraron a la camilla del transporte, y antes de que se lo llevaran al hospital quiso saber su nombre. Ante esta cuestión, el joven universitario estrechó fuertemente su mano, le dio las gracias, y se presentó: Jack Dorsey.
FIN
E.J. Valdés
Escritor, corrector de estilo, traductor y ahora hasta profesor. Autor de libros de cuentos. Gamer bicicletero. Colabora en Letras Raras, Cinco Centros, Pillaje Cibernético y locutor en Radio Plaza Juárez.
Muy buena historia! Sin duda me la imagino perfectamente contada previa a un juego de risk