A los catorce años, Ramona se escondía en el baño para cortarse. Usaba el flamante filo de un sacapuntas marca “Baco” que había pisoteado encolerizada después de que una amiga, con la había quedado para ir al cine, le confesó que aquel día había decidido salir con otra persona. Su amiga le pidió perdón y Ramona se lo concedió, pero muy en el fondo se sintió traicionada, desplazada, como una bolsita de chicle arrastrándose en el patio de la escuela sin que nadie se inmutase por ello.
Pero tampoco eran tan banales sus tragedias privadas. Lo que pasa es que papito la había toqueteado con babas y furor una noche de verano, y mamita se había enterado de eso. Pelearon, gritaron, se dijeron adiós con palabras imborrables. Ramona sabía que era su culpa y decidió extinguir ese sentimiento ofreciendo su piel como un lienzo, donde cada corte, por más pequeñito que fuese, escribiera la palabra: “Perdónenme”. Quizá debió dejar que el dedo de papito hurgara en ella un poco más, antes de despertarse, quizá debió callar como le contó su compañera Julieta, cuando su papito jugaba a desnudarla, quizá debió aguantar; pero no fue así y todo pasó como pasó.
Ramona se había convertido en una experta en el arte de cortar la carne. Aliviaba su dolor. O lo que ella decía que era dolor. Se metía al baño y, como sus muñecas eran un blanco público, se propinaba unas cortaditas en la entrepierna. Le encantaba ver su sangre, sus problemas rojos deslizándose hacia su sexo y hacia el piso. La punta helada que recorría su carne era un instrumento hipnótico, amigable, sincero.
Lo hacía en todos lados: en el supermercado, en la casa, en el patio de la iglesia, en el cibercafé y sobretodo en la escuela. Ahí, en el baño de niñas, había un cubículo destinado a aquella práctica; las niñas tenían que hacer fila para esperar su turno y disponían de dos minutos y medio para hacerlo. Ninguna se hablaba. Solamente se apoyaban entre sí con la mirada, aferrando entre sus dedos los objetos punzocortantes: filos, bolígrafos secos, navajitas, cortaúñas, vidrios, corcholatas… Era una hermandad invisible. Las más cabronas hasta organizaban competencias para ver quién se hacía el corte más profundo.
Ni Ramona ni las otras niñas sabían que en este mundo los muslos femeninos están vinculados a la vida de los pájaros. No se sabe si por el calor, la irrigación de la sangre, la suavidad aérea que caracteriza a las mujeres o porque la carne humana siempre tiene que ver con el devenir del planeta. Es serio, cada parte del cuerpo humano resguarda ríos, montañas, ciudades, manadas de herbívoros, de carnívoros…
El caso es que, efectivamente, cada mujer tiene adentro el corazón de un ave.
Como geográficamente no es necesario que muslos y pájaros coincidan, la mayoría ignora esto. Sin embargo, en esta ocasión, las aves existían cerca de Ramona. El par de aves que le correspondía estaba ya muy débil: unos cortes más y les llegaría la muerte.
Eran unos hermosos colibríes azules que habían visitado las flores de su patio desde que tenía cinco años; siempre los había observado con ternura: estuvieron ahí cuando aprendió a andar en bicicleta, cuando jugaba a girar hasta marearse o lavaba ropa, con mala cara.
Los había visto cada vez menos vigorosos, cada vez menos brillantes. No sabía por qué y no era algo que le importara particularmente. Pensaba que envejecían, como todos a su alrededor.
Sucedió un día que Ramona vio a Jaime, el niño que le gustaba, besando la mejilla de Laura (cuyos pájaros eran unas intactas codornices). Eso fue suficiente para que su vida se redujera a cero. Llegó a su casa y se encerró en su cuarto. Se levantó la falda de la escuela pensando que en su vida no había espacio para la felicidad y que nada era justo y que nadie la escuchaba y que su dolor era permanente como el cielo y saz se cortó un muslo y saz, el otro.
Fueron cortes profundos y bellos.
El par de aves cayó muerto al instante.
Ramona lloró hasta quedarse dormida, sin importarle que su teléfono sonara a cada rato o que se perdiera su serie de TV favorita.
Cuando Ramona se dio cuenta de que los colibríes ya no la visitaban, se entristeció aún más. Pensó que la habían abandonado, como todos la abandonarían mientras creciera, sin saber que ella era su asesina.
Cada vez hay menos aves en el cielo.

Para citar este texto:
Fuentes Balam, Ángel. «Ramona mató un par de aves» en Revista Sinfín, no. 20, noviembre-diciembre, México, 2016, 29-30pp. ISSN: 2395-9428: https://www.revistasinfin.com/revista/ |
Ángel Fuentes Balam
Mérida, Yucatán, México. 1988. Director de teatro, escritor y actor. Director de “Perros que parecen laberinto Teatro”. Es autor de los libros: Melodía tu engranaje quieto (Editorial El Drenaje), Cruoris o la rabia que fuimos (Libros en Red), Devoré el cráneo de Eros (Ediciones O) y Ya nadie cuida las antorchas (Sangre Ediciones. En proceso). Ha publicado en antologías y revistas a nivel nacional e internacional.