—Me hubiera gustado estar ahí —le dije a Silvestre, mi compañero de la clase de historia mexicana. Se lo dije casi al oído para que no nos regañasen. Dentro de la corriente de voces juveniles o sobre el azar de la vuelta de lucha equiparable a la justicia. Ventura, eso era lo que buscábamos con tanta energía en nuestro espíritu de revolución que iba palpitándose de amor y paz en un Revueltas. Habíamos leído la novela de El apando en la clase de literatura. La vida prolífica de Revueltas pudo darnos, tal vez, el testimonio parcial de las marchas estudiantiles.
Mi nombre es José Emilio, soy un estudiante de preparatoria en una institución sobre cultura y arte; el objetivo del bachillerato era darnos un perfil de crítica y sensibilidad. En el ámbito de una oleada de maestros que habían pasado por el aula, nunca logré conocer a un hombre tan convencido y firme de vociferar la “gran mentira del 68”; sí, lo sé, es increíble pensar de esa manera un hecho histórico tan crucial y violento en el país. Pero este maestro como que tenía cara de Díaz Ordaz y como que su otra cara, la de Echeverría, era a regañadientes contra los alumnos. Sabíamos que su trabajo como abogado lo ejercía en un departamento de la Secretaría de Cultura del Estado, y que en sus tiempos libres se desempeñaba como maestro; siempre me lo imaginé en una oficina con montañas de papeles por firmar y con un retrato del Gobernador a su derecha. Quizá ese fue el motivo de su comentario. No hablar mal de su partido político. Al maestro, aparte de abogado, en cierta medida le llamábamos poeta con respeto. Le habíamos leído unos cuantos versos indescifrables alguna vez, durante la Feria de la Lectura, en un estante de Tesoros de la Poesía de los 70’s. Era tanta la tensión del salón que los que tenían alma de Guevara como yo o mi grupo de mejores amigos se quedaron estupefactos e inmóviles.
—El 68 fue una invención —decía el maestro seriamente—. En la Plaza de las Tres Culturas, no hubo tantas muertes como las que se piensan. Fue un acto del periodismo amarillista queriendo vender un genocidio irreparable que manchara las hazañas del Gobierno, y todo a causa de una moda mundial fundada por el Mayo francés y la Primavera de Praga.
…Pensé. Recuerdo ese libro de memorias, La noche de Tlatelolco, ¿cómo no recordar a la semilla francesa o a la semilla mexicana? No se te puede perseguir. Porque ahí están nuestros jóvenes intelectuales. No se te puede perseguir y callar; y quisiera haberle dicho prontamente: leemos desde hace tiempo, maestro, sobre todos esos asuntos de los que usted habla. Por eso, el deber como estudiantes siempre es hacer y recordar nuestra propia historia; fundamos míticamente la gran idea y por eso la palabra es la creadora. Parecemos tontos, pero no somos ignorantes.
Entonces Silvestre tomó una hoja de su libreta. Él, con su talento gráfico, con su voz de coral en la noche de los mayas, se paró con el dibujo del Che y cantó la canción de Silvio Rodríguez:
Aquí se queda la clara,
la entrañable transparencia,
de tu querida presencia
Comandante Che Guevara.
Este gesto de rebeldía sorprendió a todos en el salón de clases.
—Anda, José Emilio, demuestra que no somos pachecos, léenos tu poema —Silvestre no estaba bromeando, a él le parecía genial mi poema—. Anda, José Emilio, demuestra que no somos pachecos. Léelo.
…Reflexioné. Si los nombres fueron borrados, quizá quedaría en alguna parte un imaginario muy fuerte que me impulsaría a escribir sobre todos ellos. Saqué mi poema del bolsillo. Aquí estamos: Eran las seis y diez. Un helicóptero / sobrevoló la plaza. / Sentí miedo. Mientras proseguía mi lectura, en la entrada de la calvicie del maestro, la erosión de la catarsis se hizo presente al escuchar mi poema, pero fingía una frialdad asombrosa. Así, una protesta de su huelga de juventud se le estalló en la cara y en su piel chinita. Iba llegando al final: Lejos de Tlatelolco todo era / de una tranquilidad horrible, insultante. / –¿Qué va a pasar ahora, qué va a pasar? Lo que pasó después de mi lectura fue que nos llevaron a la dirección del plantel para sancionarnos. Silvestre lo sabía, simplemente acabaríamos en esto. Qué más da. Lo que pasó después de nuestra toma de protesta fue ver a Silvestre aturdido luego de mirar, en la parte posterior de la camisa del maestro, un guante blanco que tapó todos los días su tatuaje de los Juegos Olímpicos del 68.
—¡Batallón Olimpia! —repetimos los dos.
A la hora de la salida, corrimos por varios libros que hablasen sobre el tema. Nos quedamos aún más desconcertados. En una de tantas páginas lo vimos, en serio, lo vimos. Al joven poeta parado enfrente de una de las mesas de conferencia haciendo el mitin estudiantil. Amor y paz. Era él. Entonces ambos nos preguntamos: ¿qué pasó con aquel joven poeta?, ¿qué va a pasar si se ha olvidado de sus compañeros del 2 de octubre? Lo más asombroso del olvido propio es que es repetido; y se trata de un dolor que siempre, a pesar de sus arrugas —lo podemos percibir—, regresa.
* Los hechos y personas referidos en la historia son totalmente ficticios, excepto por las canciones y los poemas citados. Asimismo, se exhorta a la lectura y consulta de la obra poética del escritor José Emilio Pacheco, y a las composiciones musicales tanto de Silvio Rodríguez como de Silvestre Revueltas.
Daniel Sibaja
(Mérida, Yucatán, 1997) es alumno de la licenciatura en Literatura Latinoamericana (UADY). Egresado del CEDART “Ermilo Abreu Gómez” en el área de Letras. Ha publicado en diversos medios digitales e impresos. Becario del PECDA Jóvenes Creadores en la categoría de Cuento (2017-2018). Forma parte del Centro de Experimentación Literaria. Es autor de la plaquette Montejo Boulevard (La comuna Girondo, 2019).