Hace unos años, luego de un drástico rompimiento amoroso, cogí el hábito de cenar fuera de casa en un intento por evitar todos los recuerdos dolorosos tapizados en los rincones de mi vivienda. Si bien el resultado de dicho esfuerzo es harto cuestionable, luego de desfilar por los puestos callejeros, cafés y restaurantes del oriente de la ciudad le cogí el gusto al Toks ubicado en Plaza del Valle, donde la comida era buena, el café cargado y el servicio tan indiferente que podría haber pasado por amable. Este lugar lo frecuentaba de tres a cinco veces por semana. Por lo regular llegaba a eso de las nueve y media, y luego de ordenar un emparedado, una ensalada o incluso un pastel pecaminoso como la manzana de Eva, me ponía a hojear la lectura en turno o a garabatear en mi cuaderno. Y puesto que el lugar en ese entonces no era muy concurrido y cerraba a la media noche, podía ocupar la mesa un buen rato sin que me molestaran, retirándome a veces unos quince minutos antes del cierre, a veces unos quince minutos después de éste (he llegado a creer que me habrían permitido pasar la noche allí si no me levantaba del asiento). Una vez pagada la cuenta, caminaba al coche, conducía a casa y seguía despierto leyendo, escribiendo o jugando algún videojuego hasta que advenía el sueño, ese visitante tan elusivo.
Algo que tengo muy grabado de mis constantes visitas a este restaurante es la obscuridad que imperaba en el aparcamiento al salir, pues luego de las once todas las luminarias de la plaza, incluyendo aquellas dispersas entre los amarillos cajones, se apagaban, dejando a los automóviles que aguardaban fuera del establecimiento sumidos en la penumbra. Fue precisamente una ocasión que caminaba a través de la aquella negrura que me pegó tremendo susto una voz que quebrantó el silencio a mis espaldas:
—¿No compra paletas, joven?
Di un salto y giré bruscamente, manoteando, y luego de echar un nervioso vistazo al aparcamiento distinguí entre las sombras la silueta de un hombre que se encontraba recargado contra el capó de un coche. Se antojaba etéreo por su clara y holgada vestimenta, y su rostro era insondable bajo lo que parecía un sombrero de paja.
—¿No compra paletas, joven? —preguntó de nuevo. Su voz arrastraba el acento de la serranía.
Más tranquilo y con los ojos mejor habituados a la obscuridad, me percaté que llevaba al hombro un morral tan abultado que cualquiera le creería a punto de reventar. En su mano derecha, tendida en dirección mía, sostenía una paleta de caramelo envuelta en celofán, de esas que asemejan un psicodélico rehilete.
—Son de a diez —añadió.
Le eché otra mirada, como queriendo asegurarme que ese rostro enmascarado por las sombras de verdad estuviese conformado por carne y hueso y no por tinieblas y espanto. Debían ser casi las doce; en el restaurante no quedaba sino el personal y apenas había unos coches en el extenso aparcamiento, ¿qué hacía ese individuo ofreciendo sus paletas allí, a esa hora?
No me sentía con ánimos de descubrirlo, así que me excusé con ese “ahorita no, gracias” que tan bien recitamos los nacidos en esta tierra, caminé el trecho restante hasta mi automóvil y eché a andar el motor tan pronto cerré la portezuela. Encendí los faros, seguro que el haz de luz me revelaría la faz del vendedor (que imaginaba lúgubre y fantasmal), mas cuando salí de allí el hombre ya se encontraba junto al acceso del restaurante cual centinela, su rostro tan inescrutable bajo el sombrero como antes. Seguro esperaría a que los empleados saliesen para ofrecerles sus productos.
Deseoso de llegar cuanto antes a mi habitación, metí primera, torcí el volante y aceleré por el bulevar hasta dejar atrás el restaurante, la plaza y, ya en la cama, el mundo entero.
A partir de esa noche el vendedor se volvió una constante de mis cenas en Toks, saliéndome al encuentro siempre que ya me dirigía al coche. Era como si el individuo esperase a que se apagasen las luces del aparcamiento para aparecerse, el sombrero de paja siempre ocultando su rostro. El diálogo siempre era el mismo: “¿No compra paletas, joven? Son de a diez”, me preguntaba; “ahorita no, gracias”, le replicaba. Era tan repetitiva la escena que llegué a sentir que la teníamos ensayada de antemano, o bien, que había caído en otro limbo temporal como me ocurrió una vez en el supermercado. A riesgo de escucharme tacaño, jamás le hice al gasto al hombre y aunque no era yo el único comensal al que llegó a sorprender con su trasnochada oferta, sin duda tampoco era el único que la rechazaba, pues su morral siempre lucía tan hinchado como la primera noche. ¿Qué clase de estrategia comercial era la suya? Lo desconozco, pero su insistencia me dejó claro que no tenía la intención de cambiar su actividad de sitio u horario.
Sin embargo, a mí lo que me perturbaba no era que anduviera ofreciendo paletas a la mitad de la noche afuera del Toks, sino la sempiterna sombra que ocultaba su faz. De todas las veces que le tuve cerca no hubo una sola en la que pudiese verle cuando menos la nariz o el filo de la cara, incluso en aquellas noches que la luna refulgía llena en el cenit. Era como si llevase la cabeza envuelta en negrura, como si del borde del sombrero cayese una negra cortina. Hubo un par de ocasiones, he de admitirlo, en que la curiosidad me hizo seguirle con el coche y echarle las luces encima, acto infructífero pues el potente haz lo único que hizo fue chocar con el mentado sombrero, proyectando más sombras sobre las sombras, y aunque llegué a contemplar la posibilidad de sencillamente tomarle por los hombros y arrancarle la prenda de la cabeza, nunca tuve las agallas para hacerlo. Quizá por educación, quizá por miedo a comprobar mi sospecha de que entre sus hombros no había sino tinieblas.
Como fuera, el asunto llegó a un anticlimático final una noche en que fui a cenar a Toks con mi amigo el señor Pereira, quien estaba de visita en la ciudad. Nuestra charla, que abarcó los tres o cuatro años que llevábamos sin vernos, se prolongó poco más allá de la media noche. Luego de pagar salimos al aparcamiento, y cuando ya nos despedíamos se acercó a nosotros el vendedor.
—¿No compra paletas, joven? Son de a diez.
Iba a responderle igual que siempre, mas antes que pudiera articular palabra el señor Pereira se sacó una moneda del bolsillo y la ofreció al hombre.
—¡Claro! Deme una, por favor.
El hombre cogió la moneda, la echó al morral y entregó a mi amigo la paleta que llevaba en la mano.
—Gracias, joven, Dios se lo multiplique —dijo. Luego dio la media vuelta y se alejó de allí. Le vimos caminar hasta el semáforo del bulevar, como si se dirigiese al estadio, perdiéndose pronto de vista por la solitaria vialidad.
Sin nada más que decirnos, el señor Pereira y yo nos despedimos y cada quien cogió su automóvil y condujo por su respectivo camino. A la fecha soy cliente asiduo de ese Toks, pero desde aquella noche jamás he vuelto a ver vendedor alguno en el aparcamiento de Plaza del Valle.
Para citar este texto:
Valdés, E.J. «Un vendedor nocturno» en Revista Sinfín, no. 14, noviembre-diciembre, México, 2015, 32-35pp. ISSN: 2395-9428. |
E.J. Valdés
Escritor, corrector de estilo, traductor y ahora hasta profesor. Autor de libros de cuentos. Gamer bicicletero. Colabora en Letras Raras, Cinco Centros, Pillaje Cibernético y locutor en Radio Plaza Juárez.