El otro lugar del placer: sobre las indeterminaciones de la existencia

En medio del trago de agua que bebo se abre un espacio para la pregunta por el placer. ¿Dónde queda el placer? La respuesta depende, como bien sabrán, del modo en cómo lo estemos reflexionando. Hay otro lugar del placer que se encuentra entre los pliegues de la misma inquietud de la pregunta. Por ejemplo, puedo decir que siento un placer al escribir este texto, pero lo cierto es que dicho así dejamos de lado muchas cuestiones. Primeramente, esta sensación pudo situarse en la idea que surgió para escribir este ensayo, pero si fuera de este modo la cosa hubiera quedado ahí, en la idea. Al materializar la idea en la escritura este sentimiento reaparece y al mismo tiempo se desvanece, pues deseo publicarlo. Si la respuesta es afirmativa podríamos decir que el texto que se encuentran leyendo cumplió su objetivo: situar al placer. Lo cierto es que, por experiencia, el placer no se encuentra ahí. Los otros textos que se han publicado no me producen placer alguno, y entonces se hace necesaria la reflexión del otro lugar del placer.

Habría que partir, entonces, de dos conceptos cercanos: la dicha y el placer. Nos dice Jankélévitch: mientras que el placer puede localizarse todavía en el tiempo, la dicha, en cambio, es difusa, constituye un cierto clima, una atmósfera general de la vida más que una cosa (res) puntual (2010, p.66). El placer, por lo tanto, se abre espacio entre las complejidades del tiempo. Históricamente, los placeres se sitúan como un tabú de la humanidad, como positivos y negativos, o, mejor dicho: con posibilidades políticas de acción. En definitiva, la moral busca reconocer las formas prácticas de llevar a cabo el placer. Nos dice qué placeres son aceptados por un aparato social y cuáles no, sin embargo, el placer como tal existe. ¿Dónde existe el placer? Esta sensación se encuentra cubierta por un pliegue más amplio que es el deseo: el placer tiene «un carácter oceánico»; está en nosotros y a nuestro alrededor, en un flujo perpetuo (Jankélévitch, 2010, p.83). Hay un deseo que parte de una estructura compleja, difusa y poco analizable: el ser (Heidegger, 1971). Este deseo que produce placer tiene la característica de estar en el tiempo.

La percepción del tiempo puede ser difusa, ya que en cierta medida se desdobla a través del espacio y crea un marco invisible que se desarrolla, no obstante, en el presente:

La apariencia del tiempo surge exclusivamente de configuraciones de materia muy especiales que pueden interpretarse como registros mutuamente compatibles de procesos que se desplegaron en un pasado de conformidad con leyes físicas definidas que implican tiempo (Barbour, revisado en julio del 2020, p. 10).

Así, el placer abarca pliegues subjetivos del tiempo, que de algún modo se presenta únicamente como apariencia a partir de la existencia. El placer no está determinado, sino que vive en los intersticios del imaginario de la presencia. La apariencia se conforma a partir de las configuraciones subjetivas que se crean en espacios específicos de acción o producción: la relación mente-circunstancia. Al no existir un flujo constante de tiempo, el futuro y el pasado dejan de existir:

Si queremos matizar más nuestra opinión, podemos decir que el futuro y el pasado son «seres», materialmente inexistentes, al igual que los recuerdos, por ejemplo. Para los antiguos, el devenir era una mezcla de ser y no ser, pero esta representación metafísica del futuro no era sino una metáfora, una forma de hablar. De hecho, el devenir está fuera de las categorías del ser y no ser. (Jankélévitch, 2010, p.87)

La percepción del futuro como espacio que se abre a un presente momentáneo y cercano permite experimentar la moralidad y la creación de subjetividades fijadas en la circunstancia. Quiero decir que la percepción del placer se construye bajo diversos flujos que están fijados en la sociedad y en un imaginario configurado bajo órdenes capitales, donde la estructura mental juega un papel importante para corporizar esta sensación. Entendamos este aparato de la siguiente forma: la mente es el universo de los receptores, que no se limitan, como es natural, a recibir, sino que elaboran, crean y a su vez ponen en movimiento nuevos procesos de emisión y producen la continua evolución del mediascape (Berardi, 2003, p.20-21). La estructura mental se muestra entonces como un componente subjetivo de producción, donde los diversos aparatos socioculturales configuran la existencia. Es en la producción continua de la interacción donde el aparato psicológico funciona. El placer, por lo tanto, habita este universo.

El tiempo, al ser un flujo interactivo de creación permite la existencia del placer; sin embargo, hay que aclarar que el placer no se encuentra fijo en las categorías del pasado, el presente o el futuro, sino en el tiempo como tal. Esta sensación permea el imaginario productivo de la existencia, y es en este devenir que se corporiza y al mismo tiempo deja de existir. Es en este universo receptivo donde la sensación, es decir, el sentido corporizado del placer existe.

La complejidad entra cuando este universo, al igual que un edificio, muestra una apariencia de constante derrumbamiento:

Hoy el capital necesita energías mentales, energías psíquicas. Y son precisamente ésas las que se están destruyendo. Por eso las enfermedades mentales están estallando en el centro de la escena social. La crisis económica depende en gran medida de la difusión de la tristeza, de la depresión, del pánico y de la desmotivación. La crisis de la new economy deriva en buena medida de una crisis de motivaciones, de una caída de la artificiosa euforia de los años noventa. Ello ha tenido efectos de desinversión y, en parte, de contracción del consumo. (Berardi, 2003, p.25)

Fijados en los flujos de poder financiero, como diría Berardi, nuestra existencia se muestra en un estado perpetuo de vacío, donde el ser deja de tener presencia y su búsqueda, así como el reencuentro con dicha categoría se presentan como la salvación estética del universo en que existimos. Atrapados, por lo tanto, en un estado posible de perecimiento nuestra existencia se presenta como algo no acabado o definido, pero que al mismo tiempo resulta un hecho posible de experimentar. Puestos aquí, el placer deja de ser un estado corporizado, y solamente queda la sensación aromática de su existencia. Es el puro aroma lo que experimentamos, la pura sensación de presencia. La nada.

En algún punto nuestra existencia está en duda, y es a través del otro que podemos existir. Cuando el otro o lo otro es un sujeto nuestra existencia se fragmenta, pues apelamos a otro imaginario que se constituye en lo social, y donde su universo desciende a las políticas prefijadas del capitalismo semiótico, y se corporiza a través de ellas. Ausentes ante las posibilidades de acción, la búsqueda queda en los caracteres estéticos de aquellos aparatos que nos permitan cuestionar nuestras libertades, y así fijarnos nuevamente en un universo que nos permita experimentar algo más allá que el simple aroma del placer.


Referencias

  • Barbour, J. (revisado en julio del 2020). El fin del tiempo. Recuperado de: http://www.elboomeran.com/upload/ficheros/obras/universo_pag_1_a_17.pdf
  • Berardi, F. (2003). La fábrica de la infelicidad. Madrid: Traficantes de Sueños
  • Heidegger, M. (1971). El ser y el tiempo. México: Fondo de Cultura Económica
  • Jankélévitch, V. (2010). Curso de filosofía moral. España: Sextopiso
Ricardo J. García Gómez

Tejido en el Estado de México. Licenciado en psicología por la UNAM. He escrito en diversos medios digitales. Soy miembro del seminario Estéticas de Ciencia Ficción del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL). Columnista en la revista Littengineer. Cuento con artículos académicos en las revistas: Reflexiones Marginales (UNAM); Protrepsis de la Universidad de Guadalajara; y en Philosophy International Journal de Medwin Publishers.

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