Al paso de los años, todo sigue en el cemento

La prosa es para los que tienen espíritu de albañil
Valeria Luiselli

Mi calle nunca ha sido ni será una calle literaria. Dudo mucho que en un futuro ―próximo o lejano― llegue a ser musa callejera de algún poeta errante con espíritu gustoso por la ciudad. Con todo y baches, reguero de cemento y graffitis multicolor, mi calle nunca llegará a ser personaje principal en un relato, por lo menos, literario.

Sin embargo, esto no impide que en su estrecha y fría soledad, mi calle y por lo menos la mayoría de las calles mexicanas –tal vez una que otra londinense o francesa, pero lo dudo mucho- contengan maravillas. Y no me refiero al graffiti, que para éste Cortázar ha dedicado ya un cuento intitulado, creativamente, con el mismo nombre. No. Me refiero más bien a otro tipo de garabatos: los de cemento, los frescos en el instante mismo de ser recordados por sus creadores: los casi-artísticos trazos grisáceos que pueblan las banquetas de mi ciudad.

De estos quiero hablar, aunque ellos hablen por sí mismos, griten desde la banqueta en la que fueron concebidos. Trazos que en su esencia llevan la marca ―literal― de su concepción artística, que en su silencioso estar representan quizá amoríos secretos que, miedosos de ver la luz y con la banqueta como único lienzo, nacen por el arte de rayar, trazar o dibujar corazones que los enmarquen. Todo esto de manera clandestina, casi irreconocible, pero nunca desapasionada.

Amores perdidos, hallados nuevamente tras una larga travesía. Amores que, a través de la palabra, se reencuentran después de tantos años. Pero este reencuentro cuesta caro: dudar si la letra D proviene de nuestro nombre (si es D de Diego o de Daniel) y la A es letra inicial del nombre de la amada o amado (tal vez Ana o Andrea; Andrés o Anastacio), es perecer de amor. Morir sin saber quién fue el o la “valiente” que, sacrificando un pedazo de tierra -tal vez el propio-, ha trazado líneas amorosas que conviven con alguna que otra grieta encementada y que nos invitan a compartir parte de nuestra pasión, con la calle como escenario.

Pero como todo lo que pretende connotar más allá de las palabras, el desciframiento de estos trazos casi jeroglíficos tiene dos raíces: el cálido anonimato y el penoso reconocimiento por las humanas pasiones.

Afuera de mi casa, a un lado de la puerta y justo al centro de la banqueta, están inscritas con ruda estética las iniciales unidas por una y que fragua la pasión con la que fueron talladas: D y A. Y debajo de ellas, como resaltando su sincera figura, una fecha, garabatos numéricos: 14-02-03.

Esta marca gris, pero no por eso triste, fue inscrita el catorce de febrero del dos mil tres. Pareciera que después de poco más de diez años, el amor reincidiera en los anónimos valientes, pero con más ahínco del sentido por el que talló la ardorosa inscripción.

Pero no todas estas fascinantes letras enraizadas en el cemento de los años han sucumbido a las flechas de Cupido: la versatilidad de temas en cada inscripción realza y enaltece su esencia de clandestinidad pura. Al haber amor y vida, hay temor, sacrificio y muerte. Y también en la banqueta reencarna el desasosiego, en forma de trazos malhadados.

Detrás de mi casa, al otro lado de la manzana, se puede mirar una inscripción sobre la banqueta: Te extraño tanto, hijo: Cornelio (y debajo del nombre) 22-septiembre-1999. Una pequeña cruz al centro reúne los trazos. Más que unas pocas letras dispuesta para el recuerdo del aludido, esto parece un posible recordatorio de nuestra finitud en la Tierra. Finitud que por lo menos la palabra se encargará de recordar a los futuros habitantes, a cada momento que pisen cerca.

Sin embargo, hay una marca que ha trascendido como primera imagen de mi infancia, imagen en la que me veo corriendo por las calles de mi colonia. Una marca de llanta de bicicleta que, tal vez intrépida e impertinente, sucumbió al caprichoso deseo de marcar su territorio. Por este camino yo pasaba cada vez que, de la mano de mi abuela, iba por las tortillas. Tornaba el pie derecho o izquierdo (fuera cual fuese el pie, la felicidad inundaba el camino) con dirección al otro lado de la calle y, doblándolo con el fin de recorrer el trazo, caminaba más lento para poder completar el tan corto pero grato recorrido.

Aún no sé si el dueño de la bicicleta que marcó mi vida haya pasado por ahí adrede o por pura distracción. Lo que sí sé es que este camino plasmado por una llanta de bicicleta, quizá me lleve aún a más y más letras que hechizan el cemento, signos que despiertan por debajo de nuestros pasos cada vez que los miramos. Letras que corrompen banquetas vírgenes; inscripciones ardorosas que carecen de nombres, e innombrables claman por el nombramiento de su vida en las calles. Calladas, casi irreconocibles, cada marca recuerda su anónimo silencio entre grietas y cascajo, entre auténticas huellas de nuestro paso por las calles.

Para citar este texto:

Casas Fernández, Diego. «Al paso de los años, todo sigue en el cemento» en Revista Sinfín, no. 1, septiembre-octubre de 2013, México, 17-18pp.
https://www.revistasinfin.com/revista/

Diego Casas Fernández

(Puebla, 1992). En 2013 ganó el primer lugar en minificción del concurso de creación literaria convocado en 2012 por el XIII Congreso Estudiantil de Crítica e Investigación Literarias (Letrúdicas), celebrado en la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Iztapalapa, con la minificción Rivadavia. En 2013 ganó el segundo lugar en ensayo del XIV Premio Filosofía y Letras de la BUAP, con el ensayo Gerascofóbico, el viejo Escribe narrativa. Tiene algunos textos publicados en la revista electrónica estudiantil Cinco centros.

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