Una no nace sabiendo mirar. La mirada es un oficio que se ensaya durante toda la vida. La secuencia de imágenes que construye nuestra existencia se convierte en signo y memoria detrás de una cámara. Es por ella y por la presencia que la acciona, que guardamos todo lo que de otra manera sería simple transcurrir diluido en la imprecisión del recuerdo. Sin la aparición de la fotografía en la historia de la humanidad, no tendríamos figuras estables que nos den un reflejo de nosotras mismas y de las relaciones que mantenemos con el entorno, con los objetos, con otras, con los otros.
En México hay una larga tradición fotográfica y Alicia Ahumada ocupa un sitio privilegiado en ella. Cuenta que se inició a los 17 años con una cámara Yashica prestada. Se convirtió en una verdadera maestra de la técnica analógica. Su calidad como impresora de plata sobre gelatina, la llevó a ser reconocida como la mejor del país. Hizo el trabajo de impresión para fotógrafas tan importantes como Mariana Yampolsky, con quien además cultivó una gran amistad. A finales de los años 70 fue parte del equipo pionero de la Fototeca Nacional, recién instalada en el estado de Hidalgo. Ahí trabajó en la conservación y en el archivo de imágenes antiguas. En el año 2015 recibió de esa misma institución la Medalla al Mérito Fotográfico.
Las distinciones recibidas, sus publicaciones y las diversas exposiciones de su obra, dan cuenta del gran valor de su trabajo. Pero más allá de los diversos reconocimientos, quizá lo más relevante de su obra fotográfica es que su encuentro con otras / otros ha sido siempre un encuentro consigo misma y en ese sentido su fotografía se escapa de ser la mirada que otrifica y convierte en objeto exótico lo que retrata. Llegar a ese punto no fue algo azaroso, requirió múltiples viajes internos y externos. Para propiciar estos encuentros, a partir del año 2005, hizo largos recorridos por diversos pueblos de México y de Centroamérica, en muchas ocasiones sola. Convivía de manera prolongada con las personas antes de retratarlas. Peregrinó, ofrendó, acompañó en la recolección de hierbas (mismas que guarda disecadas en sus cuadernos de trabajo), compartió limpias –a ella misma le realizaron varias–, fue parte de prácticas rituales, misas, velaciones y rezos. Ensayó profundamente la mirada.
Alicia nació en Santo Tomás Chihuahua, puerta de entrada a la Sierra Tarahumara, ahí vivió hasta sus trece años. Reconoce que en esa pequeña comunidad la pasó muy bien por todo lo que las infancias pueden absorber y mirar en un sitio así. Se define a sí misma como una mujer de origen campesino. Se reencontró con su origen en muchas de sus travesías por diversos lugares y se entregó a la medicina tradicional y a las prácticas rituales no sólo como un acto qué retratar sino como un ejercicio que puso en práctica en su propia vida a través de procesos de sanación.
Consciente de la necesidad de la mirada femenina en los diversos procesos creativos que nos conforman y que constituyen las culturas de las que somos parte, fue constante en su oficio a pesar de las adversidades. Fue la única mujer en el famoso Grupo de los Ocho. Un grupo de fotógrafos que se oponía abiertamente al Consejo Mexicano de Fotografía. Resistieron al intento de institucionalizar la mirada y de volverla complaciente con el régimen político. Crear imágenes del poder, para ella no significaba hacer aparecer en primer plano a los hombres de la vida pública, por ello buscó otras formas de poder en las y los especialistas rituales.
En una entrevista realizada por el canal INAH TV, con motivo del recibimiento de la Medalla al Mérito Fotográfico, habla sobre su vida como fotógrafa y declara: “me hacía valiente, podía viajar sola sin sentirme desubicada.” Su labor profesional le permitió tener siempre una guía para sus viajes y sus imágenes. Es una mujer que no sale simplemente a la calle para ver si encuentra algo que capturar. Se ha guiado siempre por proyectos.
Sin embargo, a pesar de la claridad que puede aportar el trabajar bajo una línea precisa, su carrera ha tenido momentos importantes de quiebre que la llevaron a una crisis existencial como cuando dejaron de producirse ciertos insumos que son base para la fotografía analógica. Sintió que algo en el mundo había caducado al igual que su carrera. Pero su hijo, quien también es fotógrafo, la animó a experimentar con la fotografía digital. Ahora transita por distintas técnicas e híbridos.
Sus fotos son un vasto inventario de las distintas formas en las que la vida se nos aparece. Van desde el registro de lo extraordinario que implica la intervención ritual del cuerpo para su sanación hasta al asombro ante lo más cotidiano. En sus imágenes podemos encontrar gestos y movimientos corporales que documentan el poder de las distintas prácticas rituales americanas. Su trabajo documenta también momentos de lo habitual, pero ya transformados en calcas exquisitas de la luz que dan forma y contención a acciones humanas tan básicas y fundamentales como la timidez de una niña recostada sobre el suelo, abrazada a los pies de su madre en la foto que lleva por título justamente “La Tímida”, una fotografía que data de 1985. Las manos de las ritualistas aparecen a veces al ras del suelo al revisar a una embarazada sobre el petate, otras veces elevadas hacia el infinito frente a la mirada atenta de quienes comparten espacio en la composición en blanco y negro. El poder en su trabajo, decíamos más arriba, descansa en las y los especialistas en plantas sagradas. Nos acerca a otra visión del poder, entendido como el don de intervenir sobre cuerpos enfermos para curarlos. Sus fotos nos relatan otros poderes. Es por ello que sus imágenes son de un gran significado para nuestra historia pues confrontan las miradas oficiales y hegemónicas.
Su fotografía es siempre relación. Es un conjunto de vínculos profundos con otros seres a los que nos parecemos sin saberlo. En su trabajo a color erotizó las imágenes de los bosques para mostrar que hay ciertas formas de los árboles que son como los cuerpos humanos, con sus pliegues y sus curvas que seducen. La mirada es determinante en el trazo de las formas pues las hace aparecer, las revela. Por eso las miradas de las mujeres, grandes ausentes de la historia humana, son tan necesarias para encontrarnos con las otras en la construcción de esto que somos. Son necesarias también para compartir otras maneras de ver y de decidir lo que merece ser visto. Mirar es un acto profundamente político pues descubrimos en eso que observamos ciertas relaciones a veces casi imperceptibles, pero que la fotografía nos muestra con claridad.
El trabajo de Alicia Ahumada puede pensarse desde distintas fronteras como el análisis técnico y formal que nace en la semiótica o como testimonio social, sin embargo, desde ambas se puede identificar una gramática particular que expone ciertas relaciones entre seres y objetos, y revela uno de los rasgos comunes a la condición humana en distintas latitudes: la búsqueda del milagro de la sanación.
Mayra Álvarez
Maestra en Estudios Mesoamericanos, docente en la Universidad Intercultural Indígena de Michoacán en la licenciatura en Comunicación Intercultural, mamá y aprendiz de fotógrafa.