Ambiente run

Una frase se me viene encima mientras troto en el parque hundido: “el desplazamiento modifica el espacio percibido”, y hace que me desvíe del camino que seguía. Imágenes, secuencias de palabras, incrustaciones, bloques de asociaciones siguen a la frase, se le superponen, la ahuecan y la prolongan, ondulan, se anudan, se enmarañan. Al seguir una senda en el parque, una línea de asociación me deja ramoneando tejocotes en la esquina de Insurgentes; cuando doy vuelta en el reloj floral y comienzo a subir las escalerillas del costado, la palabra “ascensión” me transporta al monte Ventoux con Petrarca; luego, al cruzarme en sentido contrario con una muchacha que va haciendo jogging con un perro enorme al lado, recuerdo al gran danés que hizo caer a Rousseau de sus ensoñaciones y cómo, al levantarse sangrando, el caminante solitario sintió una “calma hechizante” al no conservar noción alguna de su individualidad. Aprieto el paso. Bajo corriendo por el sendero de las palmeras; allá delante, en el audiorama, está ensayando una banda de jazz. No he alcanzado aún la velocidad necesaria para entrar en el agujero de los sonidos, la velocidad de agarre que me permita oír los espacios entre un sonido y otro, así que sigo encarrerado hasta llegar al límite del parque. Ahí escucho las campanadas de la iglesia de san Juan Mixcoac y sonrío al imaginar a Thoreau, emboscado, en medio de la laguna de Walden congelada, escuchando el traqueteo de los vagones del ferrocarril, el silbido de la locomotora, los ruidos de Concord.

¡Ah, los caminantes! Escritores, pintores, filósofos, músicos que hicieron del caminar un intercambiador intensivo entre los espacios, sus modos de vida y sus trabajos. Nietzsche quebró la metafísica occidental caminando; el signo precursor le vino mientras marchaba junto al lago de Silvaplana a través de los bosques. Kerouac hacía esbozos con versos mientras atravesaba Oakland, Frisco, la loca California, saltando entre las vías férreas, hasta el desierto de Zacatecas. La imposibilidad de Julien Gracq para ir más atrás del siglo XVII se debía a que no podía figurarse lo que eran entonces los caminos, su relación con los pueblos que unían, con las cercas y las posadas, los cursos fluviales y los bosques. Las caminatas del Dr. Atl por el llano de Quitzoco para observar las corrientes lávicas y las arenas del volcán Paricutín naciendo, o el corrimiento hacia el sur, de Arles a Tahití, de Monet, Van Gogh y Gauguin. Y luego, el breve linaje de los trepadores: Petrarca ascendiendo con la fuerza de un renacimiento, Juan Rulfo buscando al trepar un punto de fuga a la horizontalidad del llano, Michel Serres, alpinista del mundo reunido, quien nos mostró que el conocimiento inicia con el cuerpo: recibir, emitir, conservar, transmitir: actos del cuerpo experto. Thoreau hizo de la caminata un arte de la resistencia a los poderes; amaba cada paso que daban sus piernas y podía medir a pasos dieciséis rods más exactamente que cualquier hombre con barra y cadena; de noche, en el bosque, encontraba su camino más con los pies que con los ojos; la extensión de sus paseos determinaba la extensión de sus escritos.Peter Handke ha hecho de la escritura una pista de intensidades, de velocidades distintas, Petrarca era una fuerza ascensional buscando un horizonte, Rousseau una central de atención sensorial cuando armaba sus ensoñaciones caminando, Kerouac un bucle desplegándose hacia el oeste. Yo comprendí que la filosofía no era cosa sencilla cuando supe que Leibniz, el más férreo racionalista, era un gran caminante que descendía incluso a las minas de Idria y del Herz para contrastar sus ideas, y que Deleuze, el filósofo del devenir, permanecía tranquilo en su rincón.

Pero también todos aquellos que salieron a caminar y ya no pudieron detenerse, los que se perdieron haciendo camino, quienes salieron de los caminos trillados sólo para encontrar espacios muertos y calles de una sola dirección; los que caminan como si su piel pensara, los desterrados que permanecieron en el extrarradio de lo que se alejaban, la muchacha de Estambul que caminaba alrededor de la mezquita azul, y después de cinco vueltas, anotaba algo en su cuaderno con pastas amarillas; los que caminan con la cabeza vuelta hacia atrás, los fulminados por el rayo, el viejo poeta de Mixcoac con la cara carcomida por el sol y sin calcetines, altísimo, recitando entre dientes los versos más bellos que jamás nadie escribió y que se perdieron entre sus pasos; los que buscaron rebasar el campo del saber y entrar en el sentido propio de la vida, aquellos que para encontrarse deciden hacer a diario el mismo camino y recorren una y otra vez el mismo bulevar de los corazones quemados, los que caminaron hasta la demencia buscando un modo nuevo de amar su vida…

¡Detente! ¡No te pierdas en las asociaciones, no te curves más! ¿Cómo decía la frase que me desvió? Algo sobre espacios, desplazamientos y percepciones. Debo seguir caminando para traerla de vuelta.

«Bosque cristalino». Fotografía de Leo Lovecchio
Salvador Gallardo Cabrera
Salvador Gallardo Cabrera

Escritor, entre sus libros están: Sublunar, Las máximas políticas del mar, Sobre la tierra no hay medida. Una morfología de los espacios y La mudanza de los poderes. Dirige Plataforma Iceberg, un espacio multimedia: http://www.plataformaiceberg.com/indiceiceberg.html

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