Un peñón oscuro sirve de rompeolas en la Bahía de los Conejos; pliegues y salientes agrisados, el pulso del mar. Hasta ahí llegaron Francis Drake y sus piratas. ¡Uy, ostión! Zopilotes picoteando un pez globo, cangrejos ermitaños esperando turno, los testigos carroñeros de la epifanía. Vine hasta aquí porque mi abuelo hizo de niño un viaje maravilloso para llegar a estas playas, desde Oaxaca, y me contó la historia de cómo, más tarde, tuvo que cambiar las aguas color turquesa del mar Pacífico por la severidad gris del llano. Yo, como su nieto mayor, debía reconvertir tal destino. Cerca del peñón oscuro, flotando de espaldas, he pasado muchas horas escuchando la música de los guijarros rodando. Tal vez, el rodamiento de los guijarros haya sido el verdadero canto de las sirenas: su ritmo arrastra, adormece, hipnotiza y puede hacer encallar a los navíos oscuros. Guijarros: cantos rodados. A mí, que flotaba en trance, una corriente me llevó muy lejos, y sólo desperté por la fuerza de los “tallos azules” que un pescador de ojos nublados me había ofrecido con suma cautela. “Bucear con los ojos calientes, terrestres, es una apuesta perdida”, me decía el pescador, quien pagó el precio de no tener tiempo para serenar sus ojos al amanecer, cuando se zambullía quince metros en el agua fría después de cazar venados durante toda la noche.
Ahí estoy, en las playas de blanco titanio, en las lindes del Pacífico, escuchando guijarros, buscando alinear mi cuerpo al tiempo de las mareas. Soy un nadador de tierra adentro, de albercas metafísicas y de lagos insustanciales, de hondonadas montañosas, crepusculares, de charcas estacionales adonde arriban los patos desde Canadá, de ojos de agua rodeados por huizaches y de presas con orillas quebradas, pero mis padres se excedieron al ligar su nostalgia llanera por el mar. En las vacaciones había que adentrarse hasta perderse en las olas afiladas o soñar con un viaje en barco que atravesara los océanos:
Thoreau hizo la morfología del ferrocarril, Melville la del buque ballenero y Wolfe la del transatlántico que reposa “con la viviente quietud de los objetos creados para el movimiento”. Para Wolfe, el transatlántico proviene aún de un linaje ligado al complejo termodinámico-eléctrico, es decir, es enteramente un producto de la manufactura, la ingeniería, la navegación y la diplomacia europea. Pero su espíritu, el impulso que transmitía cada una de sus líneas, era americano, no europeo. Sin América, el transatlántico no tendría sentido: “estos barcos transmiten el éxtasis supremo del mundo moderno, que es el viaje a América”; no podría rasgar el Atlántico “para brillar en la atmósfera más recia y penetrante de una tierra más joven, más jubilosa”. Solamente ahí, bajo la atmósfera americana, podía ser contemplado y comprendido plenamente. Hay algo de destino manifiesto en esta visión, pero lo importante es que a partir de una exploración del objeto acontecimiental transatlántico da cuenta de que la mudanza mayor en el ámbito de la producción de las subjetividades está incrustada en un contexto maquínico: nunca hay que olvidar que Eugene Grant, el héroe de El tiempo y el río, es quien reconoce “la nueva expresión” en los rostros de las personas lanzadas por la velocidad en la rugiente oscuridad del túnel del metro, del océano Atlántico, de las carreteras y de las “ciudades mercuriales”. Ese “algo” nuevo indefinible se pega a los autos tanto como a las uvas o pseudocosas que Rilke veía llegar desde América, a los buques mecánicos, “grandes, brillantes y estereotipados”. Ese “algo” es la recomposición ilimitada, me digo al nadar rumbo al “vientre acogedor de la bahía”, para que mi abuelo estridentista aparezca también.
Extendido en el mar, soy un hidrófono registrando las vibraciones sonoras transmitidas por el agua. De pronto, hay una interferencia en el rodamiento de los guijarros, una vibración desconocida, que me hace tener que llevar los oídos a los ojos: un lanchón lleno de turistas japoneses se acerca al peñón oscuro. De seguro, vienen a chapotear en horda. El canto de las sirenas ha cesado; braceo con furia de vuelta hasta alcanzar la orilla, perseguido ya por los gritos de los turistas. En ese momento quisiera estar en el llano, y saber cómo construyó Messiaen su géophone para adentrase en los cañones que se abren al desierto. Aunque tuviese que traicionar los deseos de mi abuelo.
Salvador Gallardo Cabrera
Escritor, entre sus libros están: Sublunar, Las máximas políticas del mar, Sobre la tierra no hay medida. Una morfología de los espacios y La mudanza de los poderes. Dirige Plataforma Iceberg, un espacio multimedia: http://www.plataformaiceberg.com/indiceiceberg.html
Excelente, como todas tus publicaciones Salvador Gallardo