Yo soy un cerebro, Watson. Todo el resto de mi ser es un simple apéndice.
Sir Arthur Conan Doyle (La piedra preciosa de Mazarino)
Está claro que, para Sherlock Holmes, lo más valioso de su persona es –en palabras de otro detective de ficción que tampoco pecaba de modesto, Hércules Poirot– la materia gris. Todos sus conocimientos, variopintos y a veces sorprendentes, sus poderes deductivos y, también –por qué no decirlo–, sus manías y extravagancias, se alojan en esa especie de cofre del tesoro que es su cerebro. Hasta ahí, estamos de acuerdo con ambos personajes. Pero, el cerebro no puede deducir, comparar, corroborar o llegar a conclusiones sin la ayuda del “simple apéndice” o sea, el cuerpo. El detective necesita viajar, moverse por la ciudad, ocultarse o reunirse con gente que pueda aportar testimonios, coartadas –falsas o verdaderas–, chismes y datos sin los que el cerebro sería un motor sin combustible. Esta dependencia puede resultar molesta e irritante pero no se puede soslayar. Por eso, a Holmes no le queda más remedio que abandonar sus confortables habitaciones de Baker Street –donde piensa, fuma y hace experimentos de química la mar de cómodamente– y salir a las calles de Londres, que conoce a la perfección, en busca de los datos que le permitirán mantener su aureola del mejor detective del mundo –con permiso de Poirot, claro está.
Y es en esas salidas al exterior cuando comienzan los problemas. No debemos olvidar que Holmes es un personaje muy conocido tanto en los círculos más nobles como en los barrios más turbios y peligrosos de la ciudad. Por eso, en bastantes ocasiones, el detective debe ocultarse tras una falsa identidad para poder penetrar en zonas donde, de ser reconocido, no saldría vivo. Para evitar que su cuerpo aparezca flotando en el Támesis, el disfraz es una herramienta muy valiosa que Holmes usa con bastante fortuna gracias a sus dotes para adoptar personalidades muy diferentes a la suya llegando, incluso, a vestirse de mujer anciana sin despertar sospechas.
Al principio de su carrera detectivesca, antes de convertirse en una de las personas más odiadas por hampones, criminales y demás gentuza, Holmes todavía puede disimular su presencia en las inmediaciones del lugar del crimen. Cuando quiere espiar las idas y venidas entre Baskerville Hall y las viviendas de los alrededores, le basta con presentarse en el pueblo y, tras una conversación muy discreta con la dueña de la tienda local, conseguir que un niño le lleve la comida a su escondrijo, al abrigo de unas rocas desde donde controla los movimientos de los sospechosos (El sabueso de los Baskerville). En La aventura de Soshcombe Old Place, ambos amigos se hacen pasar por aficionados a la pesca para encubrir su presencia en las inmediaciones de las cuadras donde cuidan al probable ganador del Derby de ese año.
En uno de sus casos más sonados, Escándalo en Bohemia, Holmes demuestra que, no sólo es muy hábil disfrazándose sino también descubriendo los disfraces ajenos: “Entró un hombre que no bajaría de los seis pies y seis pulgadas de estatura. Traía en la mano un sombrero de anchas alas y, en la parte superior del rostro, tapándole hasta más debajo de los pómulos, ostentaba un antifaz negro […]” y pide que se dirijan a él: “como si yo fuese el conde von Kramm, aristócrata bohemio”. El comentario de Holmes: “Si su majestad se digna exponer su caso”, echa por tierra su intento de engañar a alguien tan perspicaz. Hay que añadir que el pobre doctor Watson se sintió tan sorprendido al oír a su amigo como Su Majestad. Como es habitual en él, no se había dado cuenta del engaño. Para resolver un problema tan acuciante y peligroso para varias naciones centroeuropeas, Holmes no duda en imitar a su ilustre cliente y se disfraza a su vez. Así, se convierte en un mozo de cuadras, borracho, sucio y de grandes patillas que, incluso actúa como testigo de la boda de los dos delincuentes –y, un poco más tarde, en un clérigo de sonrisa bondadosa y gesto un poco ido. La caracterización es tan convincente que Watson no puede dejar de añadir: “Cuando Holmes se especializó en criminología, la escena perdió un actor, y hasta la ciencia perdió un agudo razonador”. Pero la ley y la justicia salieron ganando ¿a qué sí?
Holmes muestra una cierta querencia por el disfraz de sacerdote. En El problema final, se convierte en un venerable cura italiano, de aspecto decrépito que destroza el inglés cada vez que intenta hablar con un mozo de equipajes en la estación Victoria. Otra vez más, el doctor Watson, amable e incapaz de reconocer a su amigo, ejerció de intérprete improvisado entre el falso cura y el mozo. En otros casos, y para avanzar en su investigación, Holmes se convierte en fontanero (La aventura de Charles Augustus Milverton), en un vagabundo (La diadema de berilo), en un desocupado que holgazanea por las calles (La aventura del berilo azul) y, en una tercera aventura (La piedra preciosa de Mazarino), recurre al disfraz en varios momentos. Al principio de su investigación, es un obrero, después se convierte en un hombre entrado en años y, finalmente, en una anciana señora de aspecto adorable. Tan lograda es la impostura que, hasta el malvado de la historia, recoge la sombrilla que la señora ha dejado caer –sin duda para comprobar lo creíble del disfraz– y se la entrega con gran amabilidad. ¿A qué se imaginan a Holmes diciendo con voz cascada “gracias joven”?
En una de sus incursiones más peligrosas por el East End londinense –no hay que olvidar que ese es el predio de nuestro entrañable conocido Jack el Destripador– Holmes investiga en un fumadero del opio bajo la apariencia de un anciano adicto a la droga. La descripción que de él hace el doctor Watson no tiene desperdicio: “muy enjuto, muy arrugado, encorvado por los años, con una pipa de opio colgando de entre sus rodillas, como si sus dedos la hubiesen soltado de pura languidez. (…) Su cara readquirió su senilidad decrépita y el labio inferior colgante”. Yo hubiera preferido un retrato de Holmes como ancianita venerable, pero…
En una ciudad portuaria como Londres, Holmes no podía dejar de disfrazarse de marinero. Y así lo hace en El signo de los cuatro. Y por partida doble. De entrada, es un miembro de la tripulación de cualquiera de los barcos que zarpaban a diario al que sigue una caracterización más elaborada: un viejo capitán asmático del que nadie sospecha. El mundo está lleno de gente incapaz de reconocer un engaño con la misma rapidez que nuestro detective. ¡Y es que hay muchos Watson, pero Holmes no hay más que uno!
En La casa deshabitada, Holmes vive durante una temporadita simulando ser un anciano contrahecho, vendedor de libros antiguos en Church Street. Como todo lo que hace, su tapadera es irreprochable. Y, tampoco en esta ocasión, el doctor Watson lo reconoce cuando, literalmente, tropieza con él en la calle ni cuando “el librero” lo sigue hasta su consultorio para ofrecerle algunos ejemplares que cree le gustarán. En descargo del doctor, Holmes había sido dado por muerto hacía unos años, tras la supuesta caída en las cataratas de Reichenbach (Suiza). Por eso, es explicable el desmayo que el pobre Watson sufre cuando en vez del ancianito con sus libros, aparece su amigo. La frase con la que Holmes se disculpa: “No pensé que sufriría usted semejante impresión”, nos hace preguntarnos: ¿cómo hubiera reaccionado él si la situación hubiera sido la opuesta? Seguramente habría despachado la aparición de Watson con un comentario cargado de lógica. Ser sólo un cerebro es lo que tiene. Le quita a la existencia toda capacidad de sorpresa. A continuación, explica que, durante parte de esos años perdidos para la lucha contra la delincuencia, Holmes no estuvo ni quieto, ni ocioso: “Habrá leído usted el relato de las notables campañas de exploración de cierto personaje noruego llamado Sigerson”. Parapetado tras este personaje, y durante dos años, Holmes viajó por el Tíbet, se entrevistó con el gran Lama en Lhassa y, como Londres seguía siendo poco recomendable para su salud, se dirigió a Persia, se pasó por la Meca y acabó visitando al califa de Khartoun con quien mantuvo unas negociaciones muy jugosas: “cuyos resultados comuniqué al Foreign Office”. Debemos aceptar que Holmes no puede pasar desapercibido dondequiera que vaya. Aún bajo un elaborado disfraz y una nueva personalidad.
El último saludo, un relato ambientado en vísperas de la Primera Guerra Mundial, saca a Holmes de su feliz retiro en una granja de Sussex: “hubiera sido capaz de resistir al ministro de Asuntos Exteriores, pero cuando el primer ministro en persona se dignó venir a mi humilde morada […]”, para hacerse pasar por un espía norteamericano de origen irlandés llamado Almont y brindar a su patria, otra vez más, un señalado servicio. Nada menos que pasar información falsa al gobierno alemán. En este cuento –el último de su dilatada carrera de investigador– aparecen algunos cambios notables. Holmes abandona su pipa por un cigarro a medio fumar, habla un inglés trufado de giros yanquis: “me estoy temiendo que ya no voy a saber hablar con corrección”, y, por primera vez aparecen en escena los automóviles a motor. Atrás han quedado los diferentes tipos de carruajes tirados por caballos, que han sido sustituidos por máquinas más eficientes, limpias y rápidas. Pero, debemos reconocer que la desaparición de vehículos con nombres tan bonitos y biensonantes como cabriolé, Hansom Cab o Clarence no deja de ser una pena. Lo sentimos, doctor Watson, pero con Holmes en Sussex y los coches de caballos fuera de la circulación, Londres no ha vuelto a ser lo que era.
* Las citas han sido tomadas de las Obras Completas de Sir Arthur Conan Doyle. Ed. Orbis, 1987
Esther Domínguez Soto
Esther Domínguez Soto. Soy una santiaguesa que vive en Pontevedra (España). Enseñé inglés en un instituto de esta ciudad hasta que me jubilé hace un año. Soy muy aficionada a la lectura, los viajes, las plantas y el chocolate. He ganado el I Premio de Novela “Feli Úbeda” (2017) además de varios premios de relato corto. También he publicado cuentos en España, USA, México, Costa Rica, Venezuela, Chile, Argentina y Alemania.