I.
Ladridos del viudo aullido y herrumbre
en la navaja sola que blanquea
la luna, sola con hielos, atascada;
los soles crudos que miran
en la noche recién acabada
en el piélago insomne de puertas
que no callan, murmuran, silencian
hambres en esquinas vencidas,
flores oscuras, acaso; o sólo vestigios,
otras formas de aparecer entre los vértigos,
en mañanas que avanzan a solas y hablan
de esto, de aquello: misterios de dioses
ruedan de la boca a la sombra
o luz que se cuela en los párpados.
II.
Pesa tu luz en este labrado,
quebrado aire de laberinto
que permanece indefenso ante la ventana,
en este cuarto repleto de memoria.
Abres los ojos pero afuera siguen
dioses discutiendo tu vida, tus pasos;
insistes en dormir o soñar,
tu cuerpo es otro paso, es otro lugar,
no aquí. Tu vida se ríe de lo que eres.
la mañana te desmiente: sigues en el agua
vertida de tus silencios, en la hora
que se rompe cuando llega,
en los caminos que un laberinto se inventa
para retrasar su llegada; siempre intempestivo,
siempre sin tu tiempo exacto, salvaje
y quimérica tu presencia, esbelta, núbil casi.
La prueba es esa ceniza que deja tu noche,
el silencio que te recorre la mirada,
las trampas de tu música perdida, añosa
que dejaste en alguna puerta o ventana,
donde viste y auguraste un derrotero;
pero no, nada sino un océano que te separaba
de la risa. De tus pasos que a lo loco fingieron un fuego
cuando eran sólo demencia y palabras rotas.
El perro gime o ladra y su cara pasea por tu cuerpo;
el perro que soy yo cuando despierto del lado izquierdo,
cuando el día es apenas anhelo y lento escozor.
Salto en silencio, rodeado de nubes que son tu sueño:
ando ciego, casi, de tanta luz.
Olisqueo en derredor tus pasos, este sueño o imagen
que recorro con la mirada, nube en su cielo, perruno.
Hablo las palabras que dictan el espacio: escribo con arañas
en las manos, leo tu sombra: mancia que estas horas
discurre en mis ojos, cuyo misterio
calla, callo: aúllo.
Canto la ciudad, la memoria
hilos de luz pálida, sol que espesa la sed, los pasos callados,
humo, la voz escondida en el vientre de la hierba,
allá en el parque perdido, revuelto, de gris ciudad
(dónde quedó la gran zoología del concreto,
a qué lugar migraron las miradas maldicientes).
Paseo que se anda desnudo, en el sueño desnudo,
un aire impávido lleno de colores
y de otras aguas perdidas en los rumbos:
los gritos pasaron a otro lado de la ciudad, fundaron
otra ciudad, tal vez; nunca muy lejos,
siempre en las manos.
Las raíces vuelan cerca de la mirada
en verdes y morados, azules estruendos
que los ojos agradecen
porque atardecer aquí es ver nacer dioses.
La sombra es una opción:
ruedas abajo del árbol, otra silueta,
el agua primera de tus pasos
donde te vi: imagen detrás del espejo
se burla, o miente, o se calla todas sus miradas.
Lo verde es el camino suelto,
equino en sus modos,
desgreñado y libertino ahora.
Calles son lluvias de silencios:
grises y amarillas, caminan como gatos, en las esquinas,
derrotadas en sus arterias que las engullen.
Calles llenas de silencios:
amordazadas en la oscura boca del sabio,
del que grita y se mira sin verse: oscuro
espejo de sílabas y sangre que forman una ciudad,
que son estos pasos que forman una mirada.
Para citar este texto:
Guzmán Chávez, Oscar Jordan . «Irías» en Revista Sinfín, no. 1, septiembre-octubre de 2013, México, 38p. |
Oscar Jordan Guzmán Chávez
Ciudad de México, 1978. Egresado de la Facultad de Filosofía y Letras. Es corrector de estilo.