Las persianas
Cada noche me dices
que ponga la mayor atención
en dejar bien cerradas las persianas:
el casero perfume de la cena
aún no se desvaneció,
nuestros ojos todavía
no se abrieron dentro del sueño,
pero antes es preciso
repetir esa cotidiana precaución,
no por el alternado ataque
de los vientos y las lluvias
ni por el sol siguiente.
Las persianas deben estar bien cerradas
para que nada entre nosotros
ingrese como un insecto
llevando entre sus patas
un veneno exterior,
algo que corte u obstruya los puentes
que tan cuidadosamente hemos tendido
durante todos estos años entre tú y yo.
Eso es, sí, exactamente eso:
para que no entre ningún insecto.
Un pez en el acuario
Su crimen fue la curiosidad o el hambre;
tal vez sus padres ya eran esclavos
de esos enormes rostros que, de tanto en tanto,
se asoman entre la niebla del límite
a ver al detenido o golpean el vidrio sin respuesta.
¿A dónde se fue el océano, el océano
sin paredes traslúcidas y sin luces lejanas?
El misterio es un inmenso afuera
que lo rodea todo y que le está prohibido.
Lo sustituyó este mar minúsculo,
donde cada tarde un dios avaro
deja caer comida de los cielos:
hojuelas que el cautivo atrapa, escupe y luego traga,
antes de que se pudran entre las algas de plástico.
Siempre activo, como un pensamiento
dando vueltas y vueltas y vueltas
en una cabeza que no lo deja partir,
mirando permanentemente
lo que no puede entender.
La única certeza, una vianda que no se quiere admitir.
Tengo planes para el pasado
Tengo planes para el pasado
que contemplan el uso de nafta
y un sólo fósforo, aun sabiendo
que contiene materiales incombustibles,
como esas gastadas momias
que conocí en vida
y yacen allá atrás,
todavía con el corazón latiendo.
Sería mejor que la memoria
dejara sus tareas: su día libre
sería el mío y así, de la línea de montaje
ella levantaría los ojos para atisbar
–siquiera por un momento–
el paso silencioso del presente,
esa visita que ya se va.
Tengo planes para el pasado:
escupirlo con desdén irresponsable
contra un muro cualquiera,
dejarlo pegado como un chicle
allí donde quede bien oculto
o bien mascarlo como una vaca lo hace,
inmóvil al costado de esa ruta vertiginosa,
hasta que pierda todo sabor
y pueda tragarlo sin peligro,
mientras los días pasan
llevándose todo por delante.
Tengo planes para el pasado
solo porque es lo único que
–posiblemente– se puede modificar.
Darle cuerda a las cosas
El viejo reloj, olvidado sobre la mesa,
tuvo su infarto y hubo que reanimar
con los dedos su trabajo.
Lentamente volvieron a correr
los días y las horas y por segunda vez
sucedieron las cosas: las catástrofes en países lejanos,
todas esas muertes y la suma de cada pasado nacimiento;
las dudas que mordieron los minutos de cada uno,
aquello que pasó un martes y se desmintió el jueves,
el dolor de estómago del viernes,
la esperada llamada del teléfono,
la vacía sustancia de aquel sábado.
Siete días arrastrando sus noches
tornaron a cruzar veloces esas vías,
pero sin parar esta vez
en ninguna de sus estaciones.
Así, entre los dedos, hasta llegar al hoy,
a este presente, cuando el reloj ya en marcha
se apresura a expulsarlo.
Y en cada casilla que va recorriendo la hora,
devuelta a sus dominios,
la misma pregunta exacta vuelve a esperar,
ardiente como una antorcha,
sigilosa como una araña:
Cuál de estas, de todo el círculo,
será aquella que todo lo detiene.
Vodka del atardecer
Esa única moneda, de oro tan viejo,
se derrite pausadamente
sobre el horizonte
(como de costumbre) desesperando
de cuanto sucedió en el día.
Y en el vaso Stolichnaya
tan insípida, inodora y venida
del otro lado del mundo
refleja como un espejo
su amargor final, metáfora
de cuando más allá de mi mano nos rodea.
Me trago el mundo
y en su sabor nada es una sorpresa:
¿pero cómo cada tarde no confirmar, por las dudas,
que ninguna cosa ha sido todavía del todo destruida?
La precaución obliga a los labios a comprobarlo,
la lengua asegura que la oscuridad que viene
será solamente momentánea,
pero el estómago rebelde siente caer
el peso de cuanto está más allá, tan frágil,
tan falto de cualquier certeza
como siempre.
Luis Benítez
Nació en Buenos Aires en 1956. Sus 36 libros han sido publicados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, México, Rumania, Suecia, Venezuela y Uruguay. Último poemario publicado: “The afternoon of the elephant and other poems” (traducción de B. Allocati / George Franklin, Katakana Editores, Miami, EE.UU., 2020).