El curandero

Después de que había cruzado el último río del camino que llevaba a El Duraznal me senté sobre una piedra grande para descansar unos minutos porque ya había caminado más de tres horas y mi par de huaraches también me lastimaban muchísimo. Y desde donde estaba sentado podía ver el fluir del agua cristalina del río cuando de pronto escuché a mi espalda que alguien había gritado con todas sus fuerzas e hizo que mi corazón comenzara a latir demasiado rápido. Luego, giré lentamente y cuando miré hacia arriba del camino un zorro negro estaba viéndome. Justamente, él había aullado y al encontrar su mirada con la mía volvió a aullar, y me dejó helado. Después, quise buscar algún palo seco o una piedra para intentar ahuyentarlo, pero no logré mover mis brazos y tampoco mis pies. Un frío extraño recorría todo mi cuerpo y traté de gritar. Pero fue en vano.

Sin embargo, la mirada del zorro negro reflejaba muchísima tristeza y yo sentí que tenía ganas de inundarme de lágrimas. Pero el hecho de haber aullado en dos ocasiones era como si el zorro hubiese pronunciado una de las frases más difíciles que puede decir una persona: “Te quiero. Te quiero”. Los mixes de El Duraznal tenemos la creencia de que los muertos se convierten en animales y mi papá ya había muerto desde varios años atrás. Por eso yo me pregunté en aquel instante: ¿Acaso el zorro negro era mi papá? Porque también percibí que los aullidos significaban amor a los vivos y de esta manera él olvidaba por un momento su soledad interminable en el camposanto de Tamazulápam. Finalmente, el zorro se alejó en silencio. Lleno de melancolía y de nostalgia por no estar con sus hijos ni con sus mujeres. El zorro se perdió entre los ocotales y trató de esparcir su tristeza entre las nubes a través del viento.

Mientras tanto, yo seguí mi camino y subiendo varios cerros. Después, apareció entre las ramas de los ocotales un pájaro parecido al zanate que comenzó a perseguirme y cerca de mí cantaba muy enojado. Pero cuando alguien encuentra este tipo de pájaro en el camino es para recibir regaños de algún familiar que ya ha muerto. Yo continué caminando con pasos cada vez más rápido, porque tenía más temor de encontrar una manada de coyotes que un zorro negro o un pájaro regañón. Claro que estos dos animales también me habían espantado bastante porque eran los mensajeros de los muertos e infundían un miedo terrible desde las entrañas.

Al atardecer, yo ya había llegado a El Duraznal. Mientras descansaba sentado en una banca pegado a la pared de nuestra casa, les conté a mi abuela y a mi mamá que había encontrado en el camino a un zorro negro y a un pájaro regañón. Mi mamá respondió que era mi papá. Luego sentí que en mi cuello caían unas gotas de agua, pero al mirar en una de las esquinas de la casa, vi a una víbora, quien me había escupido. Después, mi mamá tomó un pedazo de leña y lo mató. Horas más tarde, mi mamá se enfermó, pero no había sido por haber matado a la víbora, sino por obra de la madre Tierra.

Recuerdo aquella noche fría en El Duraznal. Mis hermanos y yo estábamos acostados en el petate y afuera no dejaba de cantar un tecolote. Luego, de pronto cayó un pedazo de piedra del muro de nuestra casa y le tocó a mi mamá justo en su boca y muy cerca de la muela que le había estado doliendo semanas anteriores. Realmente ella se veía muy mal y parecía como si estuviera agonizando de una enfermedad rara. Extraña porque sentía mucho dolor en todo su cuerpo y dolor de cabeza. Mi mamá trataba de vomitar, pero no salía nada. Aquella noche no sabíamos qué hacer, porque en aquellos tiempos no había médicos quienes podrían haber curado a mi mamá. Sin embargo, varias personas de El Duraznal ya habían padecido esta enfermedad y los curanderos decían que esto sucedía porque la madre Tierra las había atrapado en su regazo y entonces tenían que realizar ofrendas a la noche, al viento, a la lluvia y al trueno.

Al día siguiente, cuando los pájaros comenzaron a revolotear y a cantar, y poco antes de que saliera el Sol, mi abuela ya había salido de nuestra casa en busca de un curandero, y en El Duraznal había de dos clases: unos que tienen vínculo con la naturaleza y que sanan a los enfermos; otros que matan a los enfermos. Mientras mi abuela se dirigía a la casa de Enrique, en el camino encontró a Constantino. Los dos eran curanderos. Después, mi abuela le dijo a Constantino que fuera a curar a mi mamá y él aceptó. Sin embargo, se sabía en el pueblo que Constantino agravaba las enfermedades de las personas. Pero cuando él llegó a nuestra casa, le pidió a mi abuela dos velas, cinco tamales envueltos en yerba santa, una cajetilla de cigarros y mezcal. Justamente, estas cosas servirían de ofrenda para implorar a la noche, al viento y a la tierra para que mi mamá sanara.

Finalmente, el curandero nos dijo que saliéramos de la casa y que fuéramos a esperar cerca de unos aguacatales, mientras él invocaba a los elementos de la naturaleza y le hablaba a la madre Tierra para que dejara libre a mi mamá. Pero en ocasiones, yo escuchaba las oraciones del curandero desde donde nos encontrábamos sentados: “Tú, viento; tú, oscuridad; tú, boca del cerro, boca de la montaña. Hoy te ofrendamos. Hoy te damos tu guajolote. Es tu ofrenda. Aquí está tu agua bendita y tu tepache. Hoy nosotros también encontramos y también regamos. Hoy también nosotros brindamos y gracias”. Yo cansado de esperar. Decidí asomarme a la puerta de mi casa y vi a Constantino encima de mi mamá. Ambos se quejaban, pero yo no sabía si era de alegría o de sufrimiento. Regresé corriendo y en silencio…

«Tlaneskayotl ‘El amanecer’» Fotografía de Martín Tonalmeyotl
Juventino Santiago Jiménez

Originario de la comunidad de Tamazulápam mixe , Oaxaca.

Una Respuesta a “El curandero”

  1. Ana Bárbara Esparza Juárez

    Me pareció interesante está narración, creo que plantea una comprensión entendible. Es un escrito donde se ven reflejados aspectos sociales y culturales, que se emiten dentro de una sociedad.
    Felicidades.

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