Los viajeros del suelo

Universidad Autónoma de la Ciudad de México

¿Por qué se lleva el aire
tantos sueños?

“En invierno la danza” Dolores Castro

Imagen Bellas Artes

La entrada y salida estilo francés del metro Bellas Artes es la única abierta. Dos rostros cubiertos van ingresando al subterráneo. Vengo de ahí. Recuerdo las filas, empujones y aglomeraciones para subirme en las horas pico. En ocasiones tenía que esperar dos o más trenes para hacerlo. ¿Cómo habría sido subirse al ferrocarril hace un siglo? En algunas partes del país hay pequeños trenes de turismo para un paseo dominical, para atravesar estados; el Chepe recorre montañas y barrancas por el Norte del país, mientras que en el Sur el famoso Tren Maya espera su aparición, se apuesta por eso: un turismo que conectará varios estados, sin embargo, para estos momentos el turismo y las vacaciones no existen. Otro totalmente diferente, La Bestia, ese mastodonte donde suben cientos de inmigrantes y connacionales en busca de un nuevo porvenir, del nuevo sueño americano. En ese tren pasan un sin fin de historias de vida, ni qué decir de atrocidades, volteo atrás y a los lados, el metro ahora luce solitario, melancólico, aburrido, paradójicamente limpio, sobre todo ausente.

Toda mi vida el trayecto siempre ha comenzado en la caótica terminal de Indios Verdes, hoy el panorama pintaba desolador. Sobre el andén, eran pocos los usuarios; al momento de ingresar al vagón, sólo un joven y su madre en un par de asientos, yo al otro extremo. El viaje comenzó de manera paulatina, varios enfrenones y sonido de los neumáticos comenzó a ser constante, parecía que hubiera sucedido algo, ¿qué más puede suceder en medio de la cuarentena? Pasaron unos minutos, todo el silencio del mundo estaba reunido en ese momento; el convoy retomó su velocidad habitual para llegar a la siguiente estación, nuestra compañía se incrementó, pero no como yo imaginé que sucediera. Una joven delgada se sentó a escasos metros –supongo recién bañada por traer húmedo el cabello–, parte de su rostro estaba cubierta de blanco. A ella le siguieron otros usuarios, pero al momento del sonido clásico que advierte el cierre, noté que no eran los que buscan el asiento. Aquellos que subieron al vagón comenzaron con la perorata, con el anuncio de sus productos de todos los días, de todas las horas y momentos. Por un momento había olvidado su existencia. Sonará egoísta, pero esos vendedores olvidados nunca habían pasado por mi mente en todo este tiempo. La venta de productos tan innecesarios como necesarios sonaba: se gritaba y clamaba por ser comprados, pese a la contingencia y a la petición del mundo: “Quedarnos en casa”. Ellos nunca lo habían hecho. Su salida al mundo es una necesidad de vida.

¿Qué nos lleva a salir a la calle en medio de la advertencia?, pensé. Claro el no contagiar ni contagiarnos del mal que lleva un nombre por momentos simbólico, por momentos chusco, y en esta ocasión, ignorado. Los transeúntes comenzaron a promocionar la mercancía. Uno vendía mentas y yerbabuenas por cinco monedas. Pero debido a que éramos escasos los usuarios, desistió de promocionar su venta. Otro, con voz ronca y sin ninguna mascarilla, anunció cubrebocas desechable a tan sólo diez pesos. ¡Diez pesos! ¿Cuánto vale la vida de un político, de un médico, de un comerciante en estos momentos? ¿Acaso vale la pena arriesgarnos por salir para seguir trabajando? Probablemente no; ellos no lo conciben así. Deben llevar el dinero a casa, deben pagar el derecho de piso, hacer valer dicha inversión, pensé. El comerciante restante fue más práctico, se acercó al joven y su madre, luego a la chica con cabello húmedo y finalmente a mí. En las manos llevaba la famosa caja con pastillas de miel e ingredientes para contrarrestar los malestares de garganta. Con tan sólo diez pesos podemos sentirnos aliviados, claro hasta que la pastilla se desvanezca en nuestra saliva y la añoranza de ver terminada la pandemia.

El convoy se adentró a las profundidades de la ciudad, llegamos a otra estación, aquí comenzó cierta inquietud. Las puertas se abrieron y nuevamente noté que los posibles usuarios eran pocos, inmediatamente distinguí a dos de los viajeros, también soltarían un mensaje, un grito: “Gente linda, no te ofendas, no te espantes. Somos gente de la calle. Ayúdame con lo que sea tu voluntad, un peso, una tortilla, un cigarro, un chicle. No nos discrimines”. Fueron sus palabras. Ambos con las ropas roídas, su piel acumulaba el paso de los días, que paradójicamente no era de encierro, sino de seguir en callejones, avenidas, y vagones buscando un respiro frente a la región más transparente: hoy solitaria. Ahora, el metro se ha convertido en el espacio idóneo para continuar con esa búsqueda que se vuelve en ocasiones, súplica. Miro a uno de ellos, me encuentra con una mirada desorbitada, pero a la vez con un dejo de indiferencia por darle una moneda, lo engaño mientras me acomodo el pedazo de tela sobre el rostro.

Estoy por llegar a mi destino. Me levanto y me dirijo a las puertas, espero a que se abran, vislumbro que nadie aguarda, logro salir sin problemas, sin que nadie me empuje al momento del descenso; el letrero de toda la vida: “Antes de entrar permita salir”, por vez primera es inservible. Camino sobre el andén buscando el otro camino que me acerca al epicentro de mi rutina echada al olvido. Veo las señales que me sé de memoria, pero curiosamente al notarlas algo me dice que las extrañaba. Sigo el camino, bajo las escaleras y en el otro transbordo espero a que un nuevo tren me lleve a la estación de mi destino.

Los viajeros en el metro Bellas Artes.

Las puertas vuelven a abrirse y cerrarse. Con cierta inquietud busco por todo el corredor y veo a más ambulantes intentando sobrevivir, los usuarios vuelven a ser pocos. Llego a la estación de las artes, de las Bellas Artes y al momento de pasar los torniquetes veo que la única salida es por los escalones y el mencionado estilo francés me regresa a la realidad de las calles. Dos personas bajan mientras yo salgo. Afuera un inclemente sol azota las cercas que protegen a los árboles, a los monumentos, al Palacio. Busco una salida justo en esa salida. Parece que no hay a dónde ir, el silencio que está en el aire me inquieta, por fortuna un sonido familiar me salva, uno que ha sido ignorado la mayoría de las veces: los organilleros al fondo de este paisaje solitario armonizan el escenario. Volteo la mirada intentando buscarlos, los observo sobre la acera, la melodía sigue intentando darle un respiro al aire. Recuerdo, Algo le duele al aire, sí, algo le duele, algo está pasando en el aire, algo que nos duele e inquieta.

El sonido del organillero continúa, el brazo sigue dándole cuerda, su uniforme beige y zapato bien boleado lo hace resistir frente a la temperatura de este sábado de gloria, su brazo sigue girando para que la melodía no se detenga, el otro organillero con la boina del uniforme se acerca a esos dos perdidos peatones, yo me dirijo a ellos intentando buscar un camino, el que me sé de memoria está obstruido. El organillero me llama, deletrea mi nombre, pero se equivoca: “¿Joven, una moneda?”, grita o susurra, no alcanzo a distinguir. Llevo la mano al bolsillo, no encuentro nada. Veo a lo lejos una fila de peatones que esperan algo, no sé qué, pero todos tienen las mismas características: un rostro cubierto y sus sueños caminando con temor y precaución. Vuelvo a buscar en los bolsillos, una moneda se asoma e indica que su valor es el mismo que el de hace un rato, diez pesos.

¿Cuánto vale el aislamiento?, pienso mientras me alejo del organillero y la melodía que cae sobre algunos de los indigentes que han tomado el metro, las banquetas, el suelo y las Artes. Ahora me encuentro con un grupo de jóvenes que esperan en la esquina de la avenida, su rostro está al descubierto, siempre lo ha estado. Es un rostro percudido y castigado por el sol a todas horas durante toda la vida. El desplazamiento por la gran ciudad encontró un descanso por ahora, pero, a pesar de que la luz roja es su aliado para hacerlos ganar unas cuantas monedas, ahora no sirve de nada. Las máquinas del progreso automovilístico son escasas. Esos trabajadores, los muchachos de las calles, no tienen nada para limpiar, tendrán que esperar bajo la afligida avenida para más tarde caminar junto con el atardecer para encontrar su guarida. El viaje que hago a pie me hace pensar en eso. Vuelvo a acomodar una vez más ese trozo de tela que me protege. Sigo caminando, los vuelvo a ver, la espera de sus franelas sin moverse, dos, tres y más gotas de jabón caen sobre el sueño que se lleva sus sueños. La ciudad traza un sábado, pero es distinto, no parece como los otros que estaban llenos de gritos y ruidos. El aire se divierte, baila sobre los árboles, hace un canto maravilloso que nadie escucha. Los sueños del viento se combinan con todos. Una luz roja me advierte. Miro una y otra vez a mi alrededor, nadie llega, nadie grita, nadie vive. Esperamos a que todo acabe.

Michael Yahve Pineda Moreno

UAM-Azcapotzalco. UACM-Cuautepec. Narrador, ensayista y performancero. Cursó el posgrado “Especialización en literatura mexicana del siglo XX”, por la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco (2014-2015); Estudioso de la teoría literaria, los estudios de género, masculinidades, y teoría Queer, mismos que le han abierto las puertas en Congresos y Coloquios a nivel nacional e internacional enfocados en dichas reflexiones. Actualmente ejerce por sobrevivencia el freelance, es colaborador de la Editorial La Décima Letra. Vive en: https://arrobamaikadvance.wordpress.com

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