Creonte e Ismena

I

Muerto.

Muerta. Muerto. Muerto. Muerto.

Muerta.

Los cuerpos, los nombres se mecían al compás del recuento trágico. Como si los agitara el mar de olas geométricas que decoraba los frisos del palacio de Tebas.

Ismena, velada, esbozó un gesto ambiguo y recomenzó.

—¿Mi madre?

—Muerta, ahorcada en el lazo de su propia indignidad —contestó su esclava de mayor confianza.

—¿Mi padre?

—Ciego. Loco. Fugitivo. Muerto.

—¿Mis hermanos?

—Muertos, uno contra otro.

—¿Mi hermana?

—Muerta, entre la naturaleza y la ley.

—¿Mi tía, mi primo?

—Desesperados, tristes, muertos.

¿Era siempre la misma esclava la que contestaba? ¿Era una esclava? ¿O Ismena, escindida, era pregunta y respuesta?

Las voces asediaron desde todos los rincones como serpientes enamoradas, con los ojos brillantes. Ecos, más ecos, la letanía de un linaje que se ha devorado a sí mismo.

Otro gesto debajo del velo.

Un murmullo oscuro se intensificó. Caminos de sangre que se interceptaban formando las letras rojas del mito.

De improviso, un trasvasamiento de voces en el cántaro de lo unánime, para anunciar:

—El rey Creonte.

Silencio y éxodo de esclavas.

Ismena buscó, a través del espesor que la cubría, un punto luminoso. A sus espaldas, el rey.

Sobre ambos, atentos, sin manifestarse, los dioses.

¿Qué ocurría en las comisuras de los ojos y la boca de Ismena?

Creonte carraspeó, como si a sus palabras las anunciara un instrumento triunfal.

—Ismena.

La convocada tembló.

—Ismena, te ofrezco engarzar Tebas en el anillo que te obsequiaré al desposarte.

Otra cosa no dijo.

Avanzó, con sorprendente delicadeza, tomó el velo, lo deslizó, hasta descubrir una cabellera enjoyada.

Ismena, al fin, sonreía.

II

—Tebas será tuya —le dijo el oráculo. Y Creonte calló. El vaticinio recibido por su cuñado, el rey, era lo único importante. Las noticias no eran buenas. La acritud de Layo borró el interés por cualquier otro destino.

Cuestión de esperar.

Pero, ¿cómo se sostiene la templanza en un mortal? Demasiadas pruebas azotaban a Creonte. La actitud desdeñosa de Layo, la sombra del filicidio, la codicia, la triste confesión de Yocasta: luego de cada noche de amor, su esposo dormido murmuraba el nombre de Crisipo.

Roto el dique, Creonte decidió actuar. No cometía una traición ni un crimen. Se inmolaba en el altar del destino, se ofrecía como agente… sin culpas.

La Moira, a quien incluso los dioses debían acatar, soplaba el futuro de los efímeros en los oídos de las sibilas. Si estaba previsto su cetro, los actos o la inercia, no cambiaban el resultado.

Layo envejecía. Creonte lo animaba a participar en cacerías y viajes. Se sabía: fuera de los recintos amurallados, acechaban toda clase de peligros.

El gran día llegó: Layo fue asesinado.

Pero los descendientes de Lábdaco, eran como una hidra: se cortaba una cabeza y nacían cincuenta.

Sólo dos hombres en Tebas, reconocieron quién era el héroe que la ciudad recibía como matador de la Esfinge, y premiaba con la reina y la corona. Tiresias, ciego y clarividente. Creonte, iluminado por la ambición. Sin poderes especiales, su certeza se asentó en el interrogatorio a crímenes cometidos o incumplidos.

Edipo se parecía demasiado a su padre. Pero a los ciudadanos los cegó el alivio y a Yocasta, el hastío.

—Tebas ha sido mía, pensó Creonte, sin resignarse a un vaticinio que no fuera vitalicio.

Y volvió a consultar.

—Recuperarás Tebas —dijo el oráculo.

Y esta vez, dejó de lado las sutilezas.

Envenenó las aguas y generó una peste. Inficionó a Tiresias, que sembró pistas. Aconsejó a Edipo, para que él cumpliera su destino. La verdad causó más estragos que la Esfinge. La sangre trae sed de sangre. Había que eliminar todo obstáculo.

Y contó con una ayuda imprevista.

Ismena.

Tan silente y ambiciosa como él, había dejado la niñez para convertirse en una mujer, sólo opacada por el coraje de Antígona. En el vaivén de la trama, se enamoraron hasta el delirio.

Sí, molestaban todos. Juntos emponzoñaron las copas de vino con palabras venenosas.

La clave fue enfrentar a Etéocles y Polinices, que murieron enfrentados en doble fratricidio.

Luego, asoló la casa, unas cadenas de muertes voluntarias.

III

Ismena, sonriente, se volvió.

—¿Todos muertos?

—Todos muertos, excepto nosotros. Nuestra es Tebas.

—¿Tiresias?

—Ese pobre viejo… ¿Quién escucha a los clarividentes? Nadie quiere cumplir la voluntad del Cosmos, la sabiduría se desprecia, la verdad confunde.

Como latigazos, la idea de que Tiresias habría podido cambiar la historia se abatió sobre ambos. ¿Podría haber evitado la tragedia? ¿Eran la Moira y los oráculos una ilusión a los que aferrarse para delinquir sin resquemor?

Los latigazos duelen, pero se curan

Una nueva sonrisa de Ismena, deshizo toda oscuridad.

Creonte la tomó de la mano.

—El lecho de Cadmo y Armonía nos espera.

Los siglos esperaban también para ahogar los vestigios de la infamia.

Y de esta secreta conspiración sólo queda un juego de adivinanzas en el tejido de otros relatos.

Marcelo Juan Valenti

Marcelo Juan Valenti (Rosario, 1966). Publicaciones: Paralelo Protervia, novela en coautoría con María Luisa Siciliani, 1998; Una langosta en la casa invisible, cuentos, 1999; Presagio de la reina ciega, poemas, 2002; Caballo Bifronte, prosa poética en coautoría con Susana Rozas 2003; Juego de abadesas, poemas, 2005; Jardín Espejo y Espejo Jardín, poemas, 2010; Ojalá Jane Fonda nos ilumine, cuentos, 2011; Después de la orgía, el canibalismo, poemas, 2014; La eternidad del cíclope, cuentos, 2014; El señor Perpol, cuentos y poesías, 2014.

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