Nadie que siga teniendo el más ínfimo apego a este mundo quiere serlo. Se necesita una voluntad metafísica desbordada, una vocación autodestructiva y una estilita en ese desierto interior que llamamos alma. ¿Quién no ha visto a un teporocho, granada de Tonayán en ristre, tirado en la calle con los brazos extendidos? No sólo los brazos, sino el gesto de la granada en mano es un signo del salvador: bebió esa pólvora líquida para limpiar nuestros pecados. Porque si él no se autodestruye a ese grado, alguien más tendría que hacerlo, tú, por ejemplo. La vida exige cierta cuota de degradación propia. Todos nos humillamos, pero esa violencia a uno mismo nunca es suficiente, por eso existen los redentores, los cristos de banqueta.
¿Por qué atrapa nuestra atención su pugna por recuperar la verticalidad? No sólo porque recuerda al boxeador tenaz, sino porque su abatimiento, su tostarse por el sol y la mugre es nosotros. Cada vez que la vida nos mina el hígado con otra hipoteca, otro trabajo u otro hijo somos la alcohólica callejera que está liquidada, pero desea otro round sólo para demostrar que puede caer una vez más.
Evitamos verlos. La posibilidad de llegar a ser como ellos nos aterra. Aunque quisiéramos mandar todo al carajo para dedicarnos a la única tarea sensata que puede tener el hombre espiritual: despreciarse a sí mismo. Aunque quisiéramos no estar embelesados por los coches de lujo, las fragancias caras, los culos gordos y los saldos bancarios.
No les damos dinero porque eso sería darles más munición para seguir enfrentando a la vida. Les decimos, no te doy dinero, pero te invito una torta. Y se niegan rotundamente. Los hemos insultado. El mártir no es por hambre, por necesidad, sino por una meta más alta, por un salvar a la humanidad, por un mantenernos cómodos, para que no nos atrevamos a sacar las cabezas de nuestros culos, para que no veamos la mugre de la banqueta y decidamos volvernos cristos también, pues un mundo de redentores sería insoportable para dios. (Si dios viera un mundo de cristos, se volvería borracho él mismo). No, el cristo de banqueta pide dinero para seguir inmolando su cuerpo a la causa de la perpetuación de la especie y porque los santos tienen que vivir de las dádivas.
Quienes hemos habitado ese estado no queremos volver allí. Ser redentor se vuelve un peso más terrible que el universo. Es la soledad más absoluta que ningún sobrio pueda imaginarse. Es un volverse volcán y escupir eructos sulfurosos sin tener voluntad, un tener los ojos inyectados de orines, un no poder ver el mundo más que en esa perspectiva que torna vertical el ocaso. Alguien te dice que intentes levantarte, pero un sol negro te ha raptado. Ya no recuerdas la lengua de los mortales. Los oyes balbucir. Y tú sólo aciertas a implorarle a ese astro ominoso, perdónalos, porque no saben, etcétera. Y ellos no te entienden porque siguen siendo mortales. El tiempo de los azotes, el escarnio y la crucifixión se mide por las fotografías bochornosas, por las caras pintadas, por las violaciones, por los vómitos estancados en la garganta. Y si el cristo es verdaderamente tal, resucitará. Con los pecados encarnados en resaca.
Francisco Santoyo Pérez
Francisco Santoyo Pérez (Ciudad de México, 1992) es licenciado en filosofía por la UNAM. Textos suyos han sido publicados en algunas revistas literarias digitales. Asiste al Taller de creación literaria del Faro Indios Verdes.