El cine de la Ciudad del Mar

Todos los miércoles la entrada en el cine es a mitad de precio, a veces más barata, por eso solo los miércoles puede ir, ha visto tantas películas que hace mucho perdió la cuenta, serán ¿50.000?, ¿100.000?, eso es lo de menos, casi nada le importa mientras aún queden días y algunos billetes arrugados para seguir viendo cine. Es igual donde se siente, si delante, en la primera fila donde terminas con el cuello adolorido por la posición en que debes inclinar la cabeza para ver la pantalla, o atrás, en la última fila donde más se escuchan los chasquidos de los novios calientes a la separación de sus labios locuaces y traviesos que los diálogos entre los actores y actrices. Aún sueña con la sonrisa inocente de Simonetta Stefanelli en contestación a Al Pacino en The Godfather, la mítica película de Francis Ford Coppola; o el sensual y atrevido movimiento en la boca ejecutado por Scarllet Johansson en Match Point justo después de encender un cigarrillo enfrente de Jhonatan Rhys-Meyers mientras sostienen aquella sinuosa y breve conversación salida de la cabeza de Woody Allen. Para él no hay un día más feliz que el miércoles, el miércoles de cine; se baña a la carrera, no sea que coja empezada la función de las cuatro, se coloca el Jeans Levi’s imitación que compró hace un año por unos tristes pesos en el mercado San Andresito, un suéter blanco que lleva estampada la frase I’m addicted to cinema dicha por del famoso director de cine Jean Luc Godard, y sus gastados tenis Adidas Samba Og que a estas alturas, a juzgar por su aspecto, parecen haber estado en la batalla de Leningrado.

De camino al cine advirtió que la ciudad yacía diáfana como en una quietud de toque de queda dictatorial ordenado por Mussolini, mientras el sol ya un poco mermado de las tres apuñalaba con un amor asesino las nubes blancas y móviles. El diseño de producción citadino era el siguiente: grises y opacos en las aceras y paredes, un poco de segundos pisos terracotas y menos tristes, y la explosión de la paleta de colores a tonos más cálidos en la parte superior del plano dada por las copas verdes de los árboles y la estela infinita del cielo azul; los grafitis otorgaban un toque punk y urbano a la locación, en tanto que los pocos automóviles, algunos lentos, otros rápidos, trasmitían el sentimiento efímero de soledad que la lograda secuencia de la caminata quería evocar. Siempre le pareció irónico lo cinematográfica que podía llegar a ser cada calle de la ciudad del mar y el nulo cine que allí se hacía o se había hecho; siempre los miércoles, en su corto viaje, pensaba: con el presupuesto suficiente podría contratar un buen equipo de producción, los actores, escribir y dirigir la película y… luces, cámara, acción, el festival de Cannes me aclamaría. Pero eso sólo era una pretensiosa fantasía, la ciudad del mar nunca sería la ciudad del cine y él nunca sería aclamado en Cannes, por eso mejor caminaba más rápido, no vaya a ser que la depresión lo alcance y la película comience. Le sorprendió que al llegar a la taquilla una hermosa chica, con un leve parecido con Sharon Tate, compraba una boleta para la misma película que él había elegido, cruzaron miradas, una sonrisa, nada importante; la sala de cine estaba prácticamente vacía, solo un viejo con un abrigo marrón que dormía a sus anchas, dos parejas que se besaban, la chica con la que había coincidido en la entrada y él. En la sala contigua estaban presentado Fast and Furious 12: Toretto and the revenge of the martian killers. Aquella función si estaba repleta. Él nunca había entendido qué de interesante tenían esas películas si sólo eran historias ficticias de una pandilla suburbana que dirigía carreras clandestinas y ahora, nadie sabe cómo, terminaron haciendo misiones súper secretas al servicio de la seguridad mundial, todo eso con autos a toda velocidad y explosiones. La película que él vio, en cambio, fue una verdadera obra de arte, Burning dirigida por Lee Chang-dong, la fotografía, el guion, las actuaciones y la simbología en concordancia con la obra de William Faulkner habían valido cada centavo de la boleta. Una mierda, escuchó decir a uno de los tipos besucones cuando salió del cine en tanto llevaba a su fea noviecita tomada de la mano. Un montón de chinitos callados y bobos, prosiguió; entonces hirvió por dentro de ira, sintió como un caliente veneno de mamba negra se empozaba al interior de sus glándulas salivales y cuando estaba a punto de morir en su propia cólera escuchó una melodiosa voz que le decía: “¿qué te pareció la película?, a mí me pareció genial”; era la chica de la entrada, la que se parecía a Sharon Tate, la ira se hizo mariposas y el veneno se hizo miel, por un momento quedó paralizado y al recobrar un poco la compostura contestó con una voz lánguida y temblorosa: “sí, es muy buena”.

Salieron juntos del teatro, la ciudad se notaba más movida y los oscuros de la noche habían modificado la tonalidad de los planos. Se sentaron en un café, hablaron largo y tendido sobre la historia y la estética del cine, ella le explicó que había hecho cuatro semestres de cine y televisión en la Universidad de la Ciudad del Mar pero que lo había dejado y que ahora estudiaba danza en una academia independiente, él, por su parte, le dijo que estaba trabajando en un guion, que no creía en las universidades y que, por el contrario, quería encontrar por sí sólo una buena historia que contar. La mayoría del tiempo ella fue quien tuvo la palabra, él solo se dedicaba a escuchar envilecido y a imaginar que música iba a acorde al desarrollo de esta inesperada escena, ¿She’s A Rainbow de los Beatles?, ¿Sugar de Maroon 5?, ¿November Rain de Guns N’ Roses?; de seguro algo así podría ser. “Quiero bailar, vamos a bailar”, dijo y se levantó de golpe mientras él aún no creía que fuese cierto, entonces bajaron por la calle 17, la de la catedral, y cruzaron a la izquierda por la carrera tercera en tanto se empezaba a sentir el acoplamiento nocturno del ron, el humo de los cigarrillos, la música y los movimientos febriles y fiesteros del centro histórico frenético y delirante. La ciudad era, aquí y ahora, todo jolgorio, un animal conmocionado y en éxtasis; hileras de focos colgantes con luces vintage pendían de acera a acera mientras ella lo llevaba de la mano, docenas de personas se agolpaban en las entradas de los bares y discotecas, El Coco Bongo, The Babylon, Barbas, Amazonas, La puerta, La Azotea; entraron a empujones a un sitio ubicado al final de la calle que expedía un atenuado olor a marihuana y empezaron a bailar ritmos caribeños que le hubiesen agradado a Bob Marley, él no lo sabía hacer pero algo intentaba mientras ella se burlaba con su sonrisa felina. Por las ventanas ingresaba la brisa fresca y sugestiva en contraposición al ambiente denso y húmedo que la pista de baile, con sus baldosas amarillas y vinotintos, exhalaba. Les trajeron una botella de Ron Santero que ella con señas había encargado y juntos bebían a raudales como si no hubiese un mañana, hacia la media noche los dos sudados y en trance bailaban En su nota de Don Omar cuando ella introdujo dos pequeñas laminitas de plástico impregnadas con LSD en su boca, se giró, le sostuvo firme la cara, como en un vídeo porno hardcore, y le metió la lengua como una víbora hasta ubicar de manera ágil y magistral una de las laminitas debajo de su paladar. El desenfreno y a desinhibición tomó el control en lo que recuerda a un estilo de inconexas secuencias de Stop Motion.

Se fueron sin pagar, igual él no tenía dinero y quién sabe si ella sí, salieron corriendo de la discoteca antes de que alguien sospechara y terminaron en la playa con tres dedos de ron ante las olas debilitadas de la muy temprana mañana, la arena pulcra e infinita y el sol naciente. Ella se levantó, se limpió la arena y se despidió con un intempestivo beso único como Bill Murray a Scarlett Johansson en Lost in translation, solo que él no lloró. Antes de que pudiese reaccionar ella ya se encontraba a una distancia considerable, entonces a los gritos le preguntó: “¿Cómo te llamas?”, la chica se giró y le respondió también gritando: “No sé, tú dime, tú nómbrame”; y desapareció por la calle 22 mientras la brisa arremolinaba su cabello y daba medio giro a su cuello para mostrarle una perfecta y pícara sonrisa.

Ahora tenía la historia para el guion, ahora la ciudad del mar podía convertirse en la ciudad del cine y Cannes lo iba a aclamar. Cuan alegre llegó al cine ese miércoles, de camino a allá, había escrito su primera película. Una entrada para Burning, le dijo a la trabajadora que atendía la taquilla y en su imaginación, antes de entrar a la sala, logró ver a la chica rubia de la noche sonriéndole.

M.D.

16 de Febrero de 2020, Bogotá, Colombia.

Fotografía de Gabriel Aguas Arce

Mauricio Díaz

Nacido en Santa Marta en el año 1998; es economista de la Universidad del Magdalena, empedernido lector, cinéfilo y amante de la cultura popular; escribe cuentos, micro-relatos, crítica de cine y poesía. A su corta edad ha hecho publicaciones para periódicos y es colaborador permanente de la revista La iguaraya, publicación especializada en cine y literatura. Firma cada uno de sus escritos como M.D. que son sus iniciales.

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