El renombrado escritor, en un abrir y cerrar de ojos, se quedó estático para siempre. Muchos no dieron mayor importancia al suceso. “Se hace”, dijo su pareja, calmando a sus amigos, en medio de una gran fiesta en su mansión. “Ya va a ponerse a andar otra vez”, pensaban otros. “¿No sería bueno llevarlo al médico? ―comentaban terceros―. No vaya ser una parálisis. No vaya a estar vegetal”. No, porque el escritor estaba en pie, quieto, efectivamente, pero firme, aun manteniéndose erguido sobre el suelo del salón. Se había detenido así como así, sin que nadie lo esperara. Mantenía la sonrisita falsa en la cara y la dirección de la mirada en la nada. ¿Cómo había sucedido todo eso? Y justo en un momento tan importante.
¡Ya les parecía raro a los alegres invitados eso de estar en blanco por tanto tiempo! Por ello fueron dejando sus arduas labores para tratar de ayudar a su intelectual anfitrión. “¿Mucha literatura no le habrá hecho algo?”, pensaban unos. Otros, viéndolo algo incómodo, comentaron: “¿Desde hace cuánto que no se pone un traje?” Y su mánager, enojado, se quejaba por todos lados: “¿No les dijeron al entrar que fotografías sin flash?”
Se dieron cuenta, cada vez más preocupados, de que ya no mostraba signos vitales. No respiraba ni tenía pulso. “Mejor dejémoslo solo”, sugirió alguien. “No vaya ser que con nosotros aquí le haya dado algo, tal vez un ataque de timidez extremo, tal vez una impresión muy fuerte. Si nos vamos de repente se reanima”. Los asistentes a la reunión del escritor renombrado y de su pareja sopesaron la proposición. Sí, concluyeron todos. Era lo mejor. Darle un poco de aire y de soledad. Total, ¿eso no era lo que siempre pedían los escritores? Sí, vamos a dejarlo un momento, pensaron. Vamos a dejar que se relaje un poco. Solo estaba algo tensionado. Siempre lo decía.
La pareja del escritor, que no sabía si ella también debía irse, pensó un momento que quedarse con él podía ser de ayuda. No, concluyó. Su presencia lo molestaría, de seguro. Era necesaria luego de que su pareja estuviera mucho tiempo estático, más bien. La necesitaba para cuando se movía, no para lo contrario. Segura de que estaba tomando la mejor decisión, se fue a continuar la velada a la casa de una de sus invitadas, que dijo tener en su mansión un automóvil de lujo, igual de estático que el escritor renombrado, en medio de un inmenso salón. Todos la siguieron.
La novia del escritor pasó tres días en una fiesta, o tal vez en media, pero llegó el momento en el que se decidió a regresar para ver qué había ocurrido con su futuro marido. Lo había llamado al teléfono fijo de la casa y a su teléfono celular pero no contestaba ninguno. “O está escribiendo o está aún tieso”, concluyó.
Al llegar comprobó que el escritor seguía tan quieto como lo habían dejado. “Venga, amor. Déjate de bromas”, le pidió, algo nerviosa. “Después ensayas tu nueva pose para las portadas, cariño. Ahora muévete de una vez”. Nada. El escritor seguía igual de tieso. Había algo de polvo sobre su pelo y su ropa. De pronto, algo asustó a la pareja. “No habrá…”, pensó. No, era imposible. Se le notaría en los ojos. Es más, le habría dado a ella al menos un poco.
Esa misma capa no tan perceptible sobre su marido le indujo a pensar que, si no daba ningún atisbo de vida (le iluminó el iris con la luz de su celular y le puso un espejito frente a la boca: nada), debía de estar muerto. Pero si estaba muerto, ¿por qué no había empezado a corromperse? No lo había hecho, ¿verdad?
“Tal vez debía pensarlo un poco mejor”, se dijo, percibiéndolo aburridísimo, a diferencia de la sensación que tuvo en sus primeros encuentros. Mientras observaba fastidiada el rostro inmóvil de su escritor, se dijo que estos al final eran todos igual de aburridos. “¿Cómo no intuí que pasaría esto?”, se reprochó.
El sacudón que generó la noticia no se hizo esperar. Nadie podía explicarse la insólita situación que había protagonizado el renombrado escritor.
“¿Por qué se ha detenido?”, se preguntaban todos. “Es una rebeldía ―decían―, una innovación, un arte de vanguardia”. Algunos lo exclamaban serios, y otros, no sin cierta mordacidad. “Es una huelga ―concluían otros―: una huelga de inacción”. “Está muerto ―respondían otros tantos―. Significa que no va más como escritor”. Pero entonces salían los comentarios contrarios, a refutarles. “No. Es tan importante que no puede morir. ¿No lo ven? Queda. Perdura. Derrota al tiempo”.
Seguían lanzándose pareceres. “Mírenlo quieto, como si estuviera posando y encima con traje. Ni ha sido vencido por la muerte, ni la ha vencido él. El sentido es otro. Ha sido vencido por la banalidad. Ha dejado de ser un escritor para ser un figurín”.
Otros, en cambio, tomaban ciertos detalles de los argumentos como el anterior para reestructurarlo y concluir lo siguiente. “Creo yo que quiere simbolizar el triunfo del escritor en un mundo cada vez más esquivo a las artes. Mírenlo, así de perenne. Ha triunfado”.
“No ―contestaban―. Es una burla a la literatura vendida al sistema. Se está burlando de él y de todos los que terminan así. Ya era hora de que abriera los ojos”. “¡Qué va! ―contestaban― ¡Quiere burlarse de todos pero solo consigue dejarse en ridículo a sí mismo!”
Incluso algunos decían: “Es un paso más en su postura política”.
Tampoco se hicieron esperar las opiniones de columnistas y autodenominados opinólogos en los diarios y revistas. Uno de ellos, paisano del escritor, creyó dar con la respuesta a la incógnita, y publicó en una revista limeña, al lado de una calata, una columna al respecto. Parte de ella decía lo siguiente:
No se dan cuenta. Los verdaderos conocedores de los intereses literarios de nuestro escritor de alcance internacional, “extrañamente” tieso actualmente, sabrán que tal acción no tiene nada de “extraña”. No, señores. Bastará con leer algunas de sus entrevistas o de revisar sus artículos. Nuestro escritor era verdadero apreciador de la obra de Jorge Luis Borges. Sucede que está sumido en una nueva novela, la que podría ser LA NOVELA, el escrito mayor, el definitivo, de nuestro hombre de letras, y, ¿por qué no?, de toda nuestra literatura. Está preparando su obra maestra. Tal empresa, como bien podrá entenderse, no podía proceder a realizarse de la manera corriente en que se hacen las novelas típicas. Nuestro escritor ha recurrido a una táctica infalible, inventada, o documentada, por Borges, en su libro Ficciones, específicamente en el cuento “El milagro secreto”. En este relato, el protagonista, un escritor checo llamado Jaromir Hladík, disfruta de un año para culminar la novela en la que estaba trabajando, ya que el tiempo se ha detenido para todo el mundo excepto para su pensar, justo antes de que le impacten las balas de su fusilamiento.
Allí está, creo yo, la verdadera razón por la cual el escritor, quien tantas buenas obras nos ha dado, se ha quedado tieso. Yo no me preocupo, porque sé que va a regresar a la normalidad con un libro fascinante y capital.
Sin embargo, opiniones que disentían de la anterior no se dejaron esperar. “Con esa cara de idiota solo puede estar esperando el fusilamiento”.
Otros decían, más bien, que todo era una farsa armada por la editorial que publicaba los libros del escritor (el cual le daba obedientemente un huevo al año) para ponerlo en boca de todos y luego, al anunciar su nuevo movimiento, éste no sea solo literario sino también literal.
Algunos decían, por otro lado, que el escritor en verdad había muerto, por causas desconocidas (las hipótesis de deslizaron) y, para ocultar esto y seguir con los negocios en torno a él, habían decidido embalsamarlo y crearse eso de que se había puesto tieso porque sí. Pero esta hipótesis fue perdiendo fuerza, porque todos los que tenían acceso a verlo sabían que, de embalsamado, no tenía pero ni el brillo.
Otros tenían hipótesis más vulgares, donde la pareja del escritor tenía importancia capital, que no es menester anotar aquí.
Ya muchos se creían eso de la jugada de la editorial. Con todas las nuevas tácticas que habían hecho desde que su grupo fue comprado por aquel otro, el transnacional, se podía esperar cualquier cosa. ¡Cuántas teorías nuevas sobre enamorar clientes se habían creído! Pero la editorial, en verdad, estaba aterrada. Es cierto, el reconocido escritor había logrado ser el centro de miradas, y cada uno de sus libros ya publicados (desde el mejor hasta el peor, desde el más rentable hasta el menos) se vendía como pan caliente. Pero su ambición insaciable les decía que cada segundo que el escritor estaba así, quieto, era tiempo desperdiciado, el que podía ser invertido para darle nuevos best seller. Por ello, estaban viendo el modo de leer sus pensamientos, sea mediante neurología de última generación o mediante hechicería de larga tradición.
Imposible. Nada funcionaba. ¿Qué le pasaba al escritor? ¿Qué le pasaba? ¿Contra quién se quejaba? ¿Qué quería decir? ¿Qué estaba jugando? ¿Qué nueva táctica probaba? Nada de lo dicho, de lo planteado, podía aseverarse a ciencia cierta.
Tras meses estático, se pensó en exhibir al renombrado escritor para que muchos de sus seguidores pudieran ir a verlo. Cualquier estatua de él quedaría en el olvido. ¿Para qué ir donde la estatua si podías ir a tomarte fotos con el mismísimo escritor? Hubo algunas revueltas en el país de origen del hombre de letras (y de portadas), Perú, para que se lo llevara a su tierra natal. “Si va a exponerse, tiene que ser en su patria”, argumentaban. “¿Cuál de las dos?”, se preguntaban otros. Resulta que por la presión mediática se decidió llevarlo al Perú, tal como querían muchos de sus compatriotas. En el país se sentía una algarabía nacional. Aunque claro, siempre había alguno que otro que decía que era mejor que se hubiera quedado en España. Eran los menos, sin embargo, así como, de los que opinaban sobre el asunto, eran los menos quienes de verdad lo habían leído y sabían algo de él aparte del nombre.
Entonces surgió una nueva duda: ¿Lima o Arequipa? Tras una discusión larguísima y sangrienta, se decidió que lo exhibirían en Lima. No se descartó la posibilidad de exponerlo en Arequipa y otras ciudades por algunas temporadas.
Así fue como el escritor terminó exhibiéndose en la Ciudad de los Reyes. Acudían a apreciarlo, tras lo cual le daban la espalda para la respectiva selfie, centenares de personas al día. Tal vez miles. Llegaban también extranjeros de todas partes del mundo. El escritor, con la eterna sonrisa graciosa en la cara, ofrecía la misma pose a cualquiera que se le acercara. Tal vez una moneda la cambiara, pensaban los niños. Definitivamente, la quietud del escritor fue otro de sus éxitos, muchos ya decían el mejor. Otros colegas en el oficio no tuvieron la misma suerte, y ni una flor puesta aunque sea para el vecino del nicho, decoraba su lápida. ¡Cómo no se les ocurrió, con tanto ingenio que tenían como el renombrado escritor, hacer lo que hizo este último! Es que él era muy renombrado y cuanto hacía, ya no importaba si llegaba a ser prestigioso, terminaba siempre, tal como querían muchos, en un gran éxito.
Erick Garay
(Lima, 1997). Estudió Comunicación Social en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha colaborado en medios como el diario La República (Perú) y la revista Campos de Plumas (México). Ha publicado como editor y compilador el libro Apu Rímac: El Dios que canta. Es parte del equipo fundador de la web cultural “Cascajo”.
Me quedó la duda de si le colocaban suero o sobrevivía a base de prana.