Fortaleza de Poenari. Transilvania, 1280
Finta Aba –voivoda de Transilvania– había perdido su gorro durante una cacería de osos en los Cárpatos. Era bonito, hecho con piel de nutria –la mejor para los largos inviernos de la zona– y se adaptaba perfectamente a su cabeza. Pero, aun así, haberlo perdido no parecía asunto grave. El voivoda era rico y podía comprarse muchos gorros como el extraviado. Sin embargo, Finta Aba, muy preocupado por la pérdida, ordenó a sus hombres que lo buscaran hasta debajo de las piedras. Y así lo hicieron. Peinaron los bosques con ahínco, pero en vano. En la fortaleza del voivoda todos intentaban explicar la razón por la que éste debía recuperar a toda costa su gorro perdido. Unos suponían que, cosido al forro, había un rubí enorme; otros aseguraban que el gorro tenía poderes extraños e, incluso, hubo quien afirmó –categóricamente– que proporcionaba visiones de mujeres hermosas y lugares paradisíacos como en la Valhalla vikinga. Finalmente, Finta Aba tuvo que rendirse. Nadie encontró su gorro y él murió violentamente poco tiempo después.
Ciento cincuenta años más tarde, un joven subió al desván de la fortaleza de Poenari, Era un lugar sucio, polvoriento y lleno de telarañas al que no iba desde que era un niño. Los únicos ruidos que allí podían oírse eran los aleteos y zureos de las palomas, punteados por las carreras de los ratones que se ocultaban del recién llegado. Y, por la noche, los murciélagos entraban y salían a través de los agujeros del tejado. Sombras que, durante el día, se ocultaban en la oscuridad proporcionada por vigas y recovecos. Con paso seguro, el joven se dirigió a un baúl medio escondido bajo unos muebles viejos, tiró a un lado las maderas podridas y lo abrió. Sonrió. Dientes muy blancos sobre piel morena, curtida en cacerías y alguna que otra batalla pese a su juventud. Agarró el gorro desaparecido dos siglos atrás y lo apretó contra su pecho. ¡Por fin era suyo! ¡La búsqueda había dado sus frutos! Él sí sabía lo que aquella prenda podía hacer por su dueño. Nada que ver con piedras preciosas o visiones del Paraíso. Algo mucho más importante para alguien que, como él, quería ser un guerrero vencedor de pueblos. Sin perder un instante, se lo encasquetó y en su interior notó una sensación extraña pero agradable. Como una víbora mudando una piel vieja e inservible y unos cuantos movimientos bruscos, como leves convulsiones, el joven se deshizo de sentimientos molestos tales como bondad, piedad o compasión que fueron arrinconados por la ambición, la crueldad y la pulsión por infligir dolor. Se atusó el bigote, una raya negra y estrecha que le cruzaba los labios y del que estaba muy orgulloso y sonrió. El futuro se presentaba muy prometedor.
Con el gorro bien encajado en la cabeza, bajó hasta los sótanos donde la oscuridad era la reina, la humedad lo impregnaba todo y las ratas eran notablemente más grandes que en los desvanes. Allí tenía un buen número de prisioneros: vasallos que se habían retrasado en el pago de los impuestos; mendigos, furcias, pedigüeños, cazadores furtivos y soldados turcos a los que había vencido un año atrás. Gemidos en varias lenguas, ruido de cadenas, peticiones de agua, súplicas de piedad, restallidos de los látigos de los carceleros e, inundándolo todo, olor a miedo y miseria. El joven voivoda sacudió la cabeza, molesto por el guirigay.
—¡Qué empalen a los turcos! Y libraos también de todos los demás —exclamó con voz potente. Los carceleros lo miraron, asombrados. El joven señor parecía una persona diferente, más seguro de sí mismo, también más frío. Y, por cierto, ¿de dónde había salido ese extraño gorro de piel? Ajeno a las miradas asombradas de los que lo rodeaban, Vlad Tepes abandonó los calabozos seguido de un coro de voces que pedían piedad con tonos desgarradores. Algo que, en ese momento, ya no podía concederles.
Esther Domínguez Soto
Esther Domínguez Soto. Soy una santiaguesa que vive en Pontevedra (España). Enseñé inglés en un instituto de esta ciudad hasta que me jubilé hace un año. Soy muy aficionada a la lectura, los viajes, las plantas y el chocolate. He ganado el I Premio de Novela “Feli Úbeda” (2017) además de varios premios de relato corto. También he publicado cuentos en España, USA, México, Costa Rica, Venezuela, Chile, Argentina y Alemania.