Abrió el cuaderno, aquel de una increíble textura y ligero gramaje. La cubierta llena de polvo. Comenzó a deslizar sus manos sobre el papel y a observar los dibujos que hace mucho tiempo había hecho. Al reverso de la hojas podían leerse sus primeros poemas balbuceantes.Todo boceto le hacía recordar el momento exacto de su creación. Cada uno había sido concebido para expresar sus emociones y comunicar lo que de alguna otra forma no podía hacer. Al pasar por la penúltima hoja podía leerse 23 de abril de 1997. Era un rostro lo que había dibujado. El rostro de una mujer joven, aquella imagen lo estremecía, empezaba a recordar: sus labios pequeños, su cabello recogido, sus ojos cerrados, todo detalle minucioso. Era ella y Rubén la veía otra vez. Se acercaba a él, trayéndole un vaso de jugo de naranja, igual que todos los días, tal y como le ordenaba la señora Fernández. “Y nada de dulces al niño”, ella decía.
¿Quieres una barra de chocolate, Rubén? Nadie lo sabrá. Rubén recordaba en especial aquella pregunta, tan frecuente durante su infancia, ya que sus bolsillos a menudo se encontraban llenos de chocolatines y otras golosinas, mismas que degustaba a escondidas en su habitación.
La señora Fernández había salido esa misma tarde. Una reunión entre amigas, como ella siempre decía.
—No se duerman hasta tarde, ¿escuchaste? Le preparas unos hot cakes antes de acostarlo y ya sabes que tienen prohibido salir de casa hasta que regrese —le dijo a María mientras buscaba sus llaves adentro de la bolsa.
—Está bien, señora, entiendo —contestó María.
La señora Fernández al encontrar las llaves destalló una ligera mueca de satisfacción. Se despidió a lo lejos de su hijo, quien casi no le prestó atención por seguir jugando con el carro de control remoto.
Harina, huevos leche y mantequilla: una mezcla perfecta. La cocina se llenaba de un olor dulce siempre que María cocinaba; sentado en la silla del comedor, Rubén veía a María sostener el vaso de la licuadora, ella vertía el viscoso líquido en un sartén, esperaba la cocción necesaria a fuego lento para después colocar la pequeña tarta en un plato floreado. La observaba con especial énfasis, enmudecida y perdida. Quería pedirle un chocolate, pero se abstenía de hacerlo, pronto ambos cenarían.
Durante la cena ninguno habló, era como si la señora Fernández estuviera ahí sentada con ellos, acompañándolos, ya que a ella le disgustaba que hablaran mientras deglutían, pero estaban solos y Rubén se aburría. Se levantó de la mesa casi corriendo y se encerró en su habitación.
—Rubén, termina de comer —dijo María rompiendo el silencio.
Fue tras él y tocó la puerta, hasta el tercer golpeteo Rubén abrió.
—Toma un chocolate, María. Tú siempre me haces sentir bien cuando como chocolatinas, está un poco derretido, pero están riquísimos —dijo el pequeño.
María tomó el chocolate asombrada, lo guardó en la bolsa del mandil.
—Gracias, pequeño. Ahora regresa al comedor —le contestó.
Pero Rubén se rehusó, ya no tenía hambre.
—Por favor, guárdalo para mañana —le pidió.
María asentó con la cabeza y con el plato en sus manos le preguntó si quería que aquella noche le contara un cuento; complacido, el niño aceptó y la invitó a pasar, él acarició los dedos de la mano izquierda de María, mientras que ella, con la otra mano sostenía un libro, apoyado entre sus piernas…
Ella era alta, gorda y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo…
Fue así como comenzó a narrarle un cuento, Felicidad clandestina de Clarice Lispector y el niño se adentraba poco a poco en la historia, escuchaba atentamente con los ojos cerrados en sintonía con la armoniosa voz de María; sus palabras entraban en su mente y su imaginación se expandía hasta aterrizar en el mundo onírico.
María apagó la luz de la habitación y con mucho cuidado cerró la puerta. Aún era temprano y además tenía que esperar a que la señora Fernández regresara. Se recostó sobre el sofá a esperarla, prendió el VHS y sacó una película de la vitrina. Sin mucho esmero eligió el título, Viridiana y de inmediato comenzó a interesarse, ya cansada, comenzaba a bostezar. Su cabeza apoyada en su mano izquierda, perdía el control, sus ojos se cerraban de cansancio e inmediatamente los abría, volviendo a las imágenes del televisor, el olor de la ligera sabana que cubría su cuerpo le producía una sensación de gran bienestar. Se despertó a causa del sonido blanco que producía el televisor. Asustado, caminó hasta la sala y ahí encontró a María. Una taza de té y medicamentos sobre la mesa. Rubén la llamaba, la observaba acostada. Sus frágiles brazos caían extendidos, su cabello alborotado, sus pequeños labios entreabiertos, los ojos cerrados, sobre ellos se había recorrido el delineador que la hacía ver terriblemente mal. Rubén de pie frente a María, la llamaba a despertar de un profundo letargo.
RJ Ramírez
(1996) San Luis Potosí. Le cuesta trabajo hablar de él, a veces observa a las personas en la calle, le gusta un montón dibujar en su tiempo libre. Aspira a algún día hablar fluidamente el francés.