@felipe_paris
“Es el día de cada uno. Bueno, desde que convivimos juntos, decidimos que cada semana tendríamos un día para cada uno, o sea que estaríamos haciendo lo que nos dé la gana. Pero solos, cada uno, bueno, pero eso no significa que antes no hacíamos lo que deseáramos. ¡Ella siempre hace lo que le da la gana! Conmigo, con todo”.
El bar Devoción está cerca de la avenida sexta. Es gay. Jaime no lo sabía. Detrás de sus perfectos reportes semanales, de su corbata cuadrada y sus anteojos, no hay mucho. Entró, por experimentar un lugar de esos que seguro Marcela visitaba. Hay pocas personas, cada una en sus asuntos; pocos ojos se volvieron y lo examinaron. Se sentó en la barra y pidió una cerveza; no creyó que tuvieran whisky. Ella estaba ahí, tras él, no estaba sola; ¡tan entretenida que no lo vio!
“Ella miraba fijamente a la otra, sí otra mujer, y yo ahí no más que mirando cómo se miraban. Si con la mirada se pudiera hacer algo se hubieran comido. Habían estado bebiendo mucho. La otra era linda, muy linda, tal vez más linda”.
Ambas se pararon y se fueron. Él se quedó estático con la mirada en la mujer que lo atendía y que ahora le hablaba efusivamente. La miró y descubrió que no era ella sino él. Observó detalladamente el sitio. Se percató de la monstruosidad. Pidió la cuenta. Salió tras un instante de pánico y excitación. Las estaba buscando con la mirada… las vio subirse a un taxi. El semáforo estaba en luz roja. No alcanzaría a llegar al auto. Ambas escaparían. Corrió. Las llaves le jugaban una mala pasada. Entró al carro. Lo encendió. Las siguió hasta el motel.
“No puedo ser una víctima. Las personas cambian, me aseguró. Mis gustos sexuales han cambiado, estoy feliz contigo. ¡Perra! La infidelidad le da vida a la relación, así yo sé que la quiero, ¡por qué la quiero! Yo nunca me he enamorado, todas han sido sólo sexo, ¿soy la víctima? ¿Podría entrar en el cuarto, presentarme y al verlas angustiadas, sacar todo mi don poético… pedirles un trío? ¡Perra!”
Estacionó. Entró. El portero, lo miró de pies a cabeza. Necesito un cuarto, dijo, no mejor, necesito saber en cual habitación están las dos mujeres que acaban de entrar. Eso, no lo puedo hacer, ¡aquí respetamos la identidad de nuestros clientes!, dijo, mientras una risa se dibujó en su cara verde. Alex estaba desesperado. Sacó de su bolsillo un billete: lo tiró en la cara del espantapájaros. El tipo sonrío del todo. Le dio las indicaciones para llegar.
Se paró frente a la puerta. Un momento de oscuridad lo acongojó. Lloró ahí, parado. Se iba, cuando escuchó las risas. Soy la víctima, dijo en voz alta. Tocó la puerta dos veces, como siempre, como en casa. Sacó el revólver. Ella abrió. Le disparó en el pecho. Entró. Le disparó a la otra, en el estómago y luego, en la cabeza. Cerró la puerta. La levantó del suelo. La tendió en la cama. La otra estaba desnuda; la cubrió. Se desnudó. Se acomodó en el medio y se disparó en la boca.
El protector de pantalla del computador (que nunca se apaga) es de un gato que duerme cómodamente sobre el diván, verde y, atrás está ella, frente al computador. Él tomó la foto. La escaneó y la puso de protector. Él siempre dice que ella quiere más al gato que a él.
Su falda azul tres cuartos y su camiseta de The Rolling Stones, resaltan el color naranja de sus convers y el intenso y muy sexual color miel de sus ojos tristes. Mira la pantalla trémula que se avecina sobre ella sin tener presente que en media hora tendrá que enviar ese e-mail (que no ha producido), creando una nueva enfermedad a la cual la ciencia no ha encontrado cura y, que será la culpable de su inasistencia a la ceremonia de apertura de la nueva galería de su padre.
“Está noche es mi noche. Él muy gentilmente, hace tal vez dos semanas, después de que llegara un poco tomada, me propuso que un día a la semana haría cada uno lo que dispusiera, sin la compañía del otro. Él adelantará trabajo, por supuesto. Mientras yo visito la U o tal vez tome cerveza con mis amigas”.
Una fuerza misteriosa la impulsó a la salida del teatro a dirigirse a Devoción, ese bar en la sexta que ella conoció a la pueril edad de 13 años, con la primera mujer que le vio desnuda: Diana. Ella le enseñó los deleites del hedonismo, la filosofía de Carlitos Marx y las tórridas historias del marqués de Sade, su favorito. Fue con ella que probó la perica y amaneció por vez primera en la calle. Fue ella la que su pintor padre retratara desnuda en la finca y después de un par de meses de estar juntos la echara por una modelito mexicana.
Al llegar, todo estaba diferente. Era increíble que las cosas cambiaran tanto en tan poco tiempo. Hace tan sólo dos años fue su última visita a ese lugar. Se dirigió a la barra. La atendió un travesti quien intercambiaba miradas impúdicas con un grupo de ancianos que estaban extraviados o querían extraviarse. Pidió un trago de Bailey´s. Un par de manos se posaron sobre sus ojos tiernamente. Ese perfume era inolvidable. Un sentimiento extraño le surcó el estómago y le produjo una sonrisa que se trasformó en un nombre: ¡Diana!
Así era. Estaba ahí. Parada, mirándola; con un cigarrillo en la boca y un vaso de vodka a medio acabar. No hablaron más de lo necesario (para dos grandes amigas que llevaban 2 años sin intercambiar palabra alguna). Ya no recordaban (¡o no querían!) por qué se habían peleado. Se sentaron juntas, al fondo del bar. El tiempo se detuvo mientras los fantasmas del pasado le traían nombres, lugares, sonidos y sabores que hacía ya demasiado tiempo no experimentaba. Se sintió viva: feliz. De repente los cuerpos profesaron esa fuerza natural del magnetismo, se acercaron. Sus bocas se encontraron juntas. Sus labios y lenguas recordaban pasajes distantes que eran familiares. Los besos pararon con el final de la botella que tenía Diana.
Marcela propuso sin más decoro que fueran a un motel. La noche era hermosamente lúgubre. Al fondo ambientaba la melodía, el piano y la voz de Freddie Mercury. Devoción estaba casi lleno. Los ancianos se divertían como niños. Pidieron la cuenta. Marcela pagó. Se fueron.
Recorrieron las mismas calles de antaño. El taxi iba torpemente cayendo en todos lo huecos. Llegaron. Entraron. Pidieron la habitación al mozalbete que atendía, un tipo horrendo. Subieron las gradas pues Marcela tenía fobia a los lugares cerrados. Abrieron la puerta con interés de encontrar algo diferente y hallaron lo de siempre. Se acostaron en la cama, refirieron relatos de sus aventuras de adolescencia. Diana se desnudó. Marcela acariciaba su espalda con sutileza; le decía cuánto la había pensado en su estado de coma (como se refería a su relación) y cómo la deseaba. Sus risas se mezclaron.
Un familiar golpe en la puerta, por impulso Marcela se levantó. Se dirigió a la puerta. Lo vio allí.
Devoción es el mejor bar que conozco. Además tengo crédito. Al llegar me topo con un grupo de ancianos; me acerco buscando una copa gratis o tal vez un par de billetes. Los viejos son cacorros. Puta, dijo uno que estaba borracho. Es un duro golpe. Pido una botella de vodka. Fumo un cigarrillo. Me siento como siempre, al fondo.
Bebo a grandes tragos; en menos de 20 minutos tengo media botella encima. Voy al baño. Al regresar la veo. No sé si es ella hasta que me acerco; ¡si es ella! ¡Marcela!, grito en silencio. Me froto con desespero los ojos. Me levanto. Me acerco. Sí, efectivamente es ella. Está hermosa.
La última vez que la vi fue en una fiesta de disfraces, donde Ángela. Ella conoció al tipo ese con el que vive, Jaime, como que se llama. Sí. Nos peleamos por una bobada como todas las peleas ella se quería ir, y yo no. A ella le caía mal Ángela la dueña de la fiesta. El tipo ese, Alex, ¿cómo que es que se llama?, le dijo que fueran a dar una vuelta. Desde eso no la veo. Ella era muy altanera. No se hacía el ambiente, como será que hasta hambre aguantó, con ese par de piernotas que tiene. Mucha estúpida, irse con ese tipo y dejar de vivir. Pero bueno eso fue… hace tanto.
Marcela, le digo en el oído; después de acariciar púdicamente sus hombros desnudos. Conversamos largamente; de su vida en especial. La música trae recuerdos: un pasado de locuras y viajes… de la ciudad de noche. Esa ciudad y esa noche de la que ya no queda nada. Me habla de su relación de apariencia. De él, que pasa más tiempo con su computadora que con ella. Lo malo que es en la cama.
Dos botellas de vodka después y muchos cigarrillos, por fin veo la oportunidad. Le acaricio suavemente el cuello. Bajo por su brazo hasta tomar su mano; cuando volteo me da un beso. Marcela invita. El bar está cerca de llenarse. Los viejos están levantándose al barman.
La noche está caliente. El viento está secuestrado en el sur. Ella fuma de una manera tan sexy. Tomamos un taxi. Vamos al motel de siempre. Al llegar, un tipo asqueroso me mira demostrando las ganas. Nos da las llaves y dos copas de champaña barato. Estoy segura de que tras ese aparador se está masturbando; hijueputa. Ella está tan linda. Entro al cuarto; lo mismo de siempre… Marcela va al baño. Enciendo la tele. Me desnudo al ritmo de la melodía de los Queen. Ella me mira complacida. Sonríe tratando de ocultar su tristeza. Me pide que me acueste. Acaricia mi espalda. Dice lo mucho que me ama. Lo difícil que es todo. Alguien toca la puerta. Debe ser ese hijueputa. Ella abre. ¡Su cara parece sorprendida! ¡Un tiro! Ella cae al suelo. Trato de pararme. Siento el estómago bombeando sangre; pesado y… lo veo, el hijueputa… Alex.
Para citar este texto:
Paris, Felipe. «El orden del caos» en Revista Sinfín, no. 18, julio-agosto, México, 2016, 65-68pp. ISSN: 2395-9428: https://www.revistasinfin.com/revista/ |
Felipe Paris
Soy colombiano. Trabajo como profesor en la zona rural de mi país; también me dedico a escribir, ir al cine y caminar. Tengo una deuda de varios millones de pesos. No soporto los discursos largos ni los zapatos sin medias. Mi personaje favorito es el Che. Me gustaría hacerle una entrevista al Sub. Me pueden seguir en @felipe_paris