Entre las milpas

Imagen Entre Milpas
Foto: AMR

Siempre que recuerdo a mi madre, la pienso entre las milpas, cuidando las espigas recién nacidas, cuidando todo lo que necesita ser cuidado. La pienso cosechando con sus manos pequeñas y agrietadas, con sus andares más eficientes que elegantes y el vientre amplio yendo y viniendo entre los toros de varas secas. Recuerdo a mi madre haciendo tortillas para que los demás comieran, siempre sola y esperando, aunque sea, una llamada.

Apenas llegar las primeras lluvias con sus perfumes de tierra mojada, salía mi madre a preparar la tierra. Había que removerla con el azadón e ir haciendo los surcos. Era la única vez que se ponía un pantalón y unos zapatos cerrados. Yo insistía en que llevara tenis, pero se negaba enseguida: “Bonita me voy a ver, yo, con esas cosas; además se acaban bien rápido y yo ni los ocupo”. Preparar la tierra siempre fue cosa del hombre de la casa y ponerse los zapatos adecuados era aceptar que a ella le faltaba el suyo.

Los siguientes días nos ocupábamos de ir enterrando los granitos y de esperar las primeras hojas que se asomaban: brotes diminutos que de repente aparecían regados en la enorme extensión de tierra oscura. Pronto crecían tan altos como mi madre. Era fácil esconderse entre las milpas. Por eso pasábamos el tiempo yendo y viniendo entre las caricias ásperas de las hojas. Cuando el teléfono sonaba dentro de la casa yo iba corriendo a responder para llevarle a mi madre el aparato. Ella hablaba de todo y, del otro lado, mi padre recogía el informe. Más tarde me la encontraba sentada sobre la tierra húmeda en algún rincón del sembradío.

Luego llegaban las espigas y los jilotes, amagos de mazorca que mi madre cuidaba de los gusanos para que consiguieran sacar los granos. Y, entonces sí, llegaba la cosecha y todo estallaba de contento, incluso mi padre se permitía mandar un poco de ánimo a través del auricular. Mi madre sonreía al teléfono abrazado entre su hombro amplio y la oreja; al terminar la llamada nos íbamos a ver bien la milpa: “Mira nomás qué chulada de maicito que se nos dio este año”, me decía mientras me acunaba en el rebozo y recorríamos las hileras de varas a punto de secarse, todas con una mazorca a cuestas. Ella me enseñó a hacer los toros, a arrancar las mazorcas y sacarlas de su envoltorio con el pizcador. No había gusto más grande que descubrir una mazorca llenita de granos gordos, maíz listo para las tortillas. Las mejores, por supuesto, eran las de maíz criollo y fresco, aunque en casa a veces sabían a lágrimas.

Ese mismo día, el primero de cosecha, probábamos el maíz nuevo. Lo desgranábamos en la olotera, le quitábamos el tamo y poníamos el nixtamal con su buena cucharada de cal bien viva. Mi madre ponía dos cuarterones de maíz, que es lo mismo que tres kilos, pero a ella nunca le gustó medir con otra cosa que no fueran sus botes de chiles en vinagre. A uno de los grandes le cabía un cuarterón y ella necesitaba dos para que su escalera de hijos comiéramos unos cuantos días. Cuando mi padre escuchaba el estruendo metálico de los granos cayendo en los botes, solía insistir en que se comprara una báscula y por supuesto que mi madre se negaba en redondo: “Mejor nos ahorramos esos centavos pa’que te regreses pronto”, le decía bajito como si se tratara de un secreto.

Desde que tengo memoria, mi madre se levantaba temprano, pero en los días de hacer tortillas se levantaba todavía más pronto: “Antes de que el sol lo acalore a uno”, decía más para sacudirse el sueño que para convencer a nadie. Yo me levantaba también y ella me envolvía en su rebozo para llevarme a cuestas mientras hacía los primeros quehaceres. Ponía en la estufa dos ollas grandes, una con canela para que todos tomáramos algo antes del almuerzo y otra con café, “pa´quen tenga ganas de café porque a mí me marea”, me explicaba cada mañana. Yo le decía que sí y guardábamos silencio mientras el café que nadie iba a tomar empezaba a soltar su perfume. Para qué decir lo que llevábamos sabiendo toda la vida: el único que tomaba café era mi padre, pero hacía también toda la vida que se había ido. Mi madre agradecía tener un marido que trabajaba en Estados Unidos, lo veía una vez por año y a cambio, como decía con la voz triste: “Nunca nos dejaba sin comer”.

Ya cuando pintaba el día, nos salíamos al fogón para revisar el nixtamal que mi madre había cocido desde la tarde anterior. Un tiempo el fogón fue un montón de piedras acomodadas en la esquina del portal. Dice mi madre que en ese entonces era bien difícil acomodar el bote con el nixtamal, pero luego empezó a llegar el dinero del otro lado y ella sola se hizo su fogón de tabiques. Llevaba el nixtamal al lavadero y yo le ayudaba a lavarlo. Había que echarle agua limpia y tallar los puños de maíz entre las manos para quitarles el pellejito y lo que pudiera quedar de la cal. “Con cuidado, mi ‘ja”. Así despacito pa’que el maicito no se enoje”.

Imagen Tortilla Cuento Entre milpas
Foto: GMR

Dicen que lo primero que hizo mi padre cuando empezó a ganar dinero fue comprar un molino. No le gustaba que su mujer fuera al molino del rancho. Había que ir bien tempranito para alcanzar lugar y cómo iba a andar su mujer sola en las calles de madrugada. En lo oscurito se encuentra a cualquier cabrón y no fuera a quedar mal él con la gente que lo respetaba. Por eso mi madre no tenía que ir a ninguna parte para hacer la masa. Todo era cuestión de poner bien las piedras al molino y darle de comer antes de prenderlo. De pequeña yo moría de risa con eso: le poníamos un puño de nixtamal y con todas nuestras fuerzas girábamos una pieza de fierro para hacerlo funcionar a mano. La risa no me dejaba ayudar demasiado, pero mi madre siempre les decía a mis hermanos que yo solita lo había hecho.

Cuando la masa estaba lista, ya había salido el sol y había que apurarse porque pronto todos tendrían hambre. Mi madre amasaba un poco nomás: “Hay que darle así, poquito, pa’que la masa esté contenta y agarre correa”, me decía con el cuerpo inclinado sobre la cubeta y las manos gruesas removiendo con extremo cuidado. Nunca pregunté. Más bien di por hecho que las buenas tortillas no llevan harina comprada. Eso nomás se le echa cuando no se consigue que la masa agarre correa solita. Lo aprendí porque mi madre sólo usaba un puñito de harina las veces que se pasaba la semana entera y no sonaba el teléfono. De pequeña pensaba que cuando mi madre lloraba, las lágrimas aguadaban la masa y por eso necesitaba arreglo.

Yo nunca supe querer a mi padre, pero me gustaba que llamara. Esos días mi madre estaba más contenta y las tortillas sabían mejor. En casa conocíamos el sabor de las lágrimas.

Al ratito el fogón empezaba a echar sus bocanadas de humo y las tortillas grandotas empezaban su danza circular. De la prensa de palo al comal del fogón, del comal a las manos de mi madre que nunca se quemaban y luego a la canasta. De ahí las manos volvían a repetir la operación y todos nos íbamos robando los discos suaves y crujientes para almorzar. Ella les echaba sal y los enrollaba para hacer ranitas. Ese era mi almuerzo favorito y, a veces, hasta me dejaba hacer mi propia tortilla.

La canasta se llenaba y la cubeta de masa seguía tan llena que yo me iba aburriendo. Prefería mecerme en el columpio que colgaba ahí mismo en el portal y escuchar a mi madre tararear sus canciones.

Era una de esas semanas de tortillas con harina cuando el teléfono sonó a deshora. A medio acorde de Paloma negra, la voz fuerte de mi madre quedó interrumpida por el lamento ronco del aparato. Yo corrí a responder, pero no conocí la voz fría que preguntaba si era la casa de mi padre. Sólo atiné a decir que le iba a pasar a mi madre y ella estaba allí, lista para atender la llamada. Habló unos minutos sobre cosas que no entendí y colgó con una calma extraña.

Foto: AMR

Mi madre regresó al fogón para terminar las tortillas, pero no hubo forma de arreglar la masa. Cansada de echar puños de harina y chorros de agua fría sin resultado, abandonó allí todo y se fue a la tierra. Fui tras ella y la encontré llorando en pleno rayo del sol. Esta vez no había milpa para esconderse. Mi madre tenía terrones resecos entre los puños cuando intentaba explicarme lo que le habían dicho: allá, en el otro lado, mi padre había pedido permiso para venir a la casa; lo malo es que eso había sido hacía más de dos semanas y ahora nadie sabíamos dónde estaba. Cuando crecí, me di cuenta que el paquete de harina comprada nunca desapareció del banco de cemento junto al fogón y que los tarareos de mi madre se volvieron cada vez más tristes. Entonces todos quisimos arreglar a mi madre, unos comprando tortillas ya hechas que de todas formas tenían harina comprada como las suyas, otros trayendo música nueva para que se aprendiera otra cosa que tararear.  Yo nomás me iba a sentar con ella a su escondite entre las milpas. Pero nadie podíamos traer a mi padre de vuelta. Por eso siempre que recuerdo a mi madre la pienso así: entre las milpas y esperando una llamada.

María C. Trejo
María C. Trejo

María C. Trejo tiene una Licenciatura en Sociología. Es durante este proceso universitario que comienza el ejercicio de la escritura. Escribe desde el ser una mujer ciega en México. Nació en una comunidad rural del Estado de Guanajuato. Es ganadora del Premio a la Excelencia en la Movilidad Estudiantil de la UGR, 2021, y tercer lugar en el III Certamen Literario Tifloletras, en la categoría de cuento.

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