ya entrado en la vejez e incapacitado del brazo izquierdo, que una mañana hallóse con que la banca del parque no estaba. La aparente extracción de la banca había sido de una pulcritud tal que le hizo dudar de su existencia previa, circunstancia para nada descabellada considerando lo imprecisa que ultimadamente se le estaba tornando la realidad. De la banca hay poco por decir, pero no sin importancia. Fue hecha de madera, con respaldo oblicuo y emplazada en el interior del parque, en una curva de árboles frondosos sin podar, parque a su vez rodeado por edificios cuyas ventanas, con algunas excepciones, tienen las persianas corridas, todas color verde pastel, muy tenue. Desde la banca es posible ver en una de las ventanas a un anciano, en otra a un gato y, en otra, aves que entran y salen del mismo piso.
En esa banca pues, el hombre se sabía privilegiado, tenía la sombra de su gusto, incluso para tomar la siesta cuando los ojos se le cansaban de leer o la mente de imaginar, y además estaba rodeado de silencio. Desde luego, no de ese silencio universal y absoluto, sino del silencio de aire volando entre las hojas, de aves cantando, de respiración propia. Sí —debió pensar de nuevo el hombre, mientras se inclinó para buscar algún indicio de la banca— no estoy seguro de que alguna vez hubiese estado aquí. Sin embargo, tal incertidumbre se difuminó apenas vio llegar cojeando del pie derecho al otro hombre, el otro que lo había estado observando sin que lo advirtiera, en espera de su turno para usar la banca, y que se mostró igualmente desconcertado ante su ausencia, pues tenía la misma debilidad por estarse en ella, aunque no por las mañanas, sino pasadas las cuatro de la tarde, cuando el primer hombre cogía frío y abandonaba el parque. El desconcierto del segundo hombre fue mayor, porque desde el mirador donde minutos antes había estado observando al primer hombre, también había observado la banca. Cuando se encontraron, el primer hombre disimuló cuanto pudo, pero terminó mirando al segundo hombre con curiosidad, cuasi esperando un dictamen.
—Bien —debió decir el segundo hombre, palpando las canas de su barba—, usted sabe lo que se dice de estas bancas.
—No —quizá dijo el primero—, francamente no.
—Pues que las bancas de los parques no se crean ni se destruyen, sólo se reubican.
Por la noche, en definitiva, el primer hombre durmió muy mal y el segundo, sin lugar a dudas, no durmió. El siguiente día, como es usual en estos casos, el primer hombre encontró la banca en el sitio diario, y naturalmente el segundo hombre, desde el mirador, no podía verla. Así permaneció el segundo hasta que el primero pasó frente a él.
—Mire usted —debió decir, y señalar adonde la banca no estaba.
El primer hombre miró, ajustándose las gafas y sí, la banca en la que había descansado la mitad del día, ya no estaba ahí.
—Bueno —dijo el primer hombre, con satisfecha sonrisa—, usted debe saber lo que se dice de las bancas de los parques que no se crean ni se destruyen y que sólo se reubican.
—No —es posible que respondiera el segundo hombre, un tanto extrañado—, ¿qué se dice?
—Que, en cuanto a esa clase de bancas, todo es relativo al sujeto que las observa.
Los hombres se miraron con mutua desconfianza, aunque reflexionando cada uno en aquellas cosas. Luego, cualquiera de ellos debió preguntar al otro qué le agradaba de pasar el tiempo en la banca. En esa breve charla debió mencionarse la quietud, la sombra, el olor a hierba y también el hastío del cautiverio, el horror del silencio absoluto, y alguno ―eso es seguro―, alguno mencionó a la gatita atigrada que desde el edificio miraba siempre al parque y que desganada, se estiró en ese momento con un largo bostezo, y comenzó el recorrido rutinario, pero exhaustivo, de sus dominios, verificando con la vista y el olfato la permanencia de las cosas en sus sitios o registrando, con los mismos sentidos, sus objetos nuevos. La gatita, que no respondía a ningún nombre, atravesó con calma el pasillo que da al estudio del maestro, un pasillo cuyo papel tapiz lo hace ver largo y estrecho, pero que a decir verdad es corto y ancho. Se detuvo, como de costumbre, en la puerta. El maestro persistía con la mirada en un ping pong ralentí de la pizarra al parque y del parque a la pizarra. Cuando advirtió la presencia del félido se incorporó, con ayuda del bastón, y se ajustó el cabestrillo que le inmovilizaba el brazo.
―Maúllame ―le dijo con amor, y le acarició la barbilla.
La gatita se quedó mirando la pizarra que rebosaba de fórmulas, de tachones, del ensayo por allá de una gráfica, de palabras a medio borrar y desde luego, bostezó nuevamente. Pero después fijó su atención en una nota algo desvanecida y que no se encontraba ahí el día anterior. Decía: si nada lo prohíbe, es obligatorio.
La portezuela de la jaula y el piar frenético de los gorriones la distrajo. Tendría que haber acudido rauda a su plato, y lo hizo, pero un poco antes, la gatita dio un vistazo al parque en el que siendo cría fue rescatada por el maestro, para cerciorarse de que sus pertenencias permaneciesen en su sitio o si fuese necesario, indagar en los objetos nuevos. Pero nada, permanecían, incluso la banca en la que el maestro alimentaba a las aves, y que la gatita observó día a día tras el accidente, hasta que fue engullida del todo por el follaje, la hojarasca, el musgo y el silencio. De ahí que la pared posterior de la jaula, precisamente del lado que da a la ventana, tenga un orificio en el alambre de manera que las aves ―generalmente gorriones y palomas― puedan entrar en ella a comer y beber, y salir con libertad.
Felipe Santa Rita
Tengo treinta y nueve años. Mis tendencias a la escritura se originaron por ahí de los quince y desde entonces he escrito cuentos, poemas y una pésima novela que por fortuna ya no existe. He publicado los cuentos “Magallón y aquél objeto” y “Eón”, ambos en 2016, en la revista La Pluma del Ganso.
Que profundidad para relatar momentos, demostrar lo valioso y majestuoso de la libertad y hablar de la soledad o simplemente mencionar algo que pudo haber pasado