Éste sí es el fin de un mundo sinfín

Todo era más sencillo así: el ya sabido temblor en la pierna izquierda, la sudoración fría, la hiperventilación mientras se atizaba el oído para comprobar que todo ruido exterior se agotase tras de la puerta. Revisar las manos al menos diez veces hasta comprobar que las llaves seguían ahí, intentar tocarse el rostro y comprobar que no se había olvidado la careta, espirar y empañarse los lentes por el cubrebocas: requisitos indispensables en ésa que llamaron la nueva normalidad. Nunca fue una fase, como pudimos haber pensado en esos meses centrales del emblemático año dos mil veinte, todo de a poco se vino en picada, hasta erradicar cualquier resquicio de esperanza.

¿No se suponía que el apocalipsis sería finito?: «Unos cuantos trompetazos, ángeles cabalgando los animales más preciosos jamás vistos, gritos, llantos, arrepentimiento, incendio, muerte, muerte, muerte. Fin». No nos previnieron para un fin del mundo prolongado y cada mes más dolorido que el anterior, así por los últimos 40 años. Las ciudades que decidieron abrir puertas fueron las primeras en mostrarle al mundo lo equivocados que estábamos con relación al significado de la vida, idea que a través de los milenios creíamos haber confeccionado hasta el límite. Si pensábamos que el 95% de los océanos era desconocido para el ser humano, lo más ignorado era nuestro propio cuerpo. no teníamos idea del entramado neuronal: fue ahí el inicio de todo el horror.

Las investigaciones actuales indican que las seis mil millones de personas que cayeron en el abismo neuronal –término que se ha popularizado en los últimos años para nombrar al mal derivado por la pandemia del SARS-CoV-2, y que terminó con la mayor parte de la vida ordinaria que conocíamos, para hundir al planeta en una apoplejía eterna– siguen “vivos”, si es que se le puede considerar así a alguien cuyas llagas del cuerpo ya se han convertido en queloides que les desfiguran todo su ser, tras haber pasado tantos años inmóvil sobre una cama. Además de eso, algunos estudios aseguran que hay una recurrente en el proceso por el que atraviesa el cerebro de todos ellos: ciclos que combinan la sensación de choques eléctricos generalizados, alucinaciones, parasomnias… Si alguien imaginó que los zombis serían como autómatas que corren detrás de las personas, no calculó esta posibilidad: muertos vivientes que no consiguen siquiera abrir los párpados.

El punto es que ahora, con mis casi 73 años cumplidos, comienzo a extrañar la interacción social, eso a lo que rehuí durante toda mi juventud. Lo que antes me causaba ataques de nervios, como llamar por teléfono, esperar en la fila para las tortillas y pedir un kilo envuelto en papel, llegar al supermercado y estirar la mano a una persona que tomaba los billetes de entre los dedos para regresar unas cuantas monedas a cambio…, hoy todo eso es una añoranza de tiempos mejores.

Hace mucho que no recibo un abrazo. Ya no recuerdo lo que se sentía un cruce de miradas desnudas, sin los protectores esféricos que ahora usamos en la cabeza y que, por moda o por necesidad, hemos polarizado para evitar el malestar que causa la luz solar tras años de encierro. ¿Y los besos?, qué decir de un beso apasionado, de ésos que se prohibieron apenas llegado el segundo repunte de muertes en el mundo, obligando a las parejas a distanciarse y olvidarse de a poco del “romance táctil”. Hubo nacimientos, sobre todo de los países más pobres, a donde las instrucciones sanitarias llegaron con el desface conocido, pero éstos dejaron de suceder desde hace más de 10 años.

Alguna vez tuve una amiga historiadora a quien le habría encantado conocer el proceso que ha llevado el mundo en todos los ámbitos: económicos, culturales, territoriales, filosóficos; ella no sobrevivió el séptimo repunte de muertes, pero al menos no se convirtió en abismada, como esos millones de zombis dormidos que co-habitan el planeta con los pocos que seguimos creyendo que la pandemia tendrá fin y el apocalipsis no será éste, sino un asteroide que choque con el planeta y lo divida en dos, o la erupción de todos los volcanes del mundo, o una guerra entre los pocos sobrevivientes que queden; o, como diría Einstein, el día que se nos acaben las abejas. Pero el apocalipsis no llega o no lo hemos terminado de ver, y quizá sea algo que presenciarán los seis mil millones de abismados el día en que todos decidan despertar de ese colapso que mantiene sus corazones latiendo, mas, para ese momento, puede que los demás ya no estemos aquí. Y, por si fuera poco, en cuatro días es mi cumpleaños, como si los años se festejaran en este fin del mundo sinfín.

Cristina Arreola Márquez

(Colima, 1988). Maestra en Estudios de Literatura Mexicana (UdG) y Licenciada en Letras Hispanoamericanas (U de C). Se ha desempeñado en docencia, periodismo, edición y corrección de estilo, en la promoción cultural y en el desarrollo curricular. Ha sido ponente en diversos encuentros de literatura. Su obra aparece en antologías, revistas y suplementos culturales. Es editora de la revista Monolito y la editorial Capítulo siete. Autora de Nínive (2010), Navajas de sal (2017) y Samael (2018).

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