Fiesta de balas

Pasan de las diez de la noche y el castillo ha sido quemado en la plaza cívica. Los fuegos artificiales ahora son un armatoste coronado por una cabeza de toro disecada. Los niños se turnan para colocárselo sobre los hombros y perseguir a los otros en esa Pamplona exigua, oscura, de humo azufrado. Corren en círculos, corren en línea recta, corren sin dirección en su laberinto de muros de pólvora; las chispas les salpican los dedos y la cara; trasudan, resuellan, vuelven a dejar el castillo en miniatura para que otro lo tome y repita la persecución. Aprenden que la última consecuencia del poder es aniquilar al otro y ya ninguno quiere dejar de ser el breve minotauro. Es la última noche de la fiesta de la Iglesia del Carmen, en el Peñón de los Baños.

A unos cuantos metros el quiosco está abarrotado. Corea las canciones que interpreta una banda de alientos y tambora. El grupo rival canta la música de otro conjunto igual de escandaloso que toca a veinte metros de aquél. Después de cada canción, ambos séquitos dan un paso en dirección del opuesto. Cuando los músicos, al fin, están frente a frente, los bebedores gritan con mayor ahínco, para que se sobreponga el estrépito del conjunto al que apoyan. La competencia culmina luego de un galimatías sonoro que parece haber durado horas (aunque la luna permanece en el mismo lugar que cuando jugaban los niños). La banda de la cancha de basquetbol ha asimilado el ritmo de la otra. Ahora, los asistentes cantan una sola melodía y se mueven con un solo ritmo. Comparten libaciones y se lían a duelos de baile. La mitad de las parejas son de hombre y mujer, las menos afectivas. Entre el espesor unánime de los cuerpos, un niño de diez, once años. Los encargados de cuidarlo, jóvenes de no más de veintitantos, le alcanzan la botella de la que beben, como si fuera otro comparsa, sin siquiera voltear a verlo. Escancia, hace gestos, traga nuevamente, regresa la bebida. Por esta noche, todos los niños son hombres.

Se siente muy pesado el ambiente allí dentro, menciona a nadie una señora que apura a sus dos hijas. Aparte del estrépito y de la niebla de los fuegos artificiales, el motivo del peligro es el presagio de otra balacera: hace dos madrugadas, un sujeto disparó en medio del baile. Pero la mayoría de la gente ríe, grita, bebe, como si pudieran aliviar la tensión colmando el estómago y los pulmones.

Fue venganza. No fue venganza. Mató al amante de la novia. Nada de venganzas. Te lo digo yo, que la conocí; fui con ella a la secundaria. Fue un mocoso drogado que ametralló a cuatro que ni la debían ni la temían. Fueron quince en total. Que no. Hasta trajeron a la Guardia Nacional. Cómo crees que van a andar trayendo a la Guardia Nacional. La alcaldía ya dijo que va a prohibirnos hacer más fiestas. Imposible. Ahorita te traigo el periódico.

Los medios que publicaron la nota ofrecen versiones tan disímiles como las que se escuchan en la calle. Fuera del cotilleo, el único testimonio de que algo pasó ahí son los policías rodeando el parque y la feria. Al ser interrogados por lo acontecido, los encargados de los puestos ambulantes callan y miran de reojo al que formuló el cuestionamiento. Aciertan a mascullar que no saben, que no estaban ahí.

La apoteosis culmina en la madrugada del 22 de julio, aunque los cohetes para conmemorar a los finados retumban en el barrio durante los siguientes quince días. Desde la balacera hasta los albores de agosto, una carpa blanca sobre la que reposan arreglos y coronas florales cierra el paso de la calle China, entre la Norte 176 y la 178: el velorio de uno de los agraviados.

La sangre nunca ha sido un problema en el Peñón, como no lo es en la fiesta de ningún pueblo mexicano. Es la cuota que el tiempo demanda para renovarse. El cerro echa en falta la muerte que no se presentó en las anteriores celebraciones. Su tierra es saciada, por ahora, con el riego que dejó esta balacera. Mas al año le restan varias noches. La fiesta es una demostración violenta de sobreabundancia; no habrá de extrañar que alguna de las próximas termine en funeral (pues en cada exceso, aun de vitalidad, anida la muerte). Esto lo intuyen los peñoneros –y todo pueblo– como que el alcohol enciende y la pólvora embriaga el espíritu de cada celebración.

«Luz de cierre». Fotografía de Leo Lovecchio

Francisco Santoyo Pérez

Francisco Santoyo Pérez (Ciudad de México, 1992) es licenciado en filosofía por la UNAM. Textos suyos han sido publicados en algunas revistas literarias digitales. Asiste al Taller de creación literaria del Faro Indios Verdes.

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