Tuve que salir a caminar. El llanto del bebé me desesperó. El calor le había sentado muy mal. Por más que Victoria, mi esposa, lo bañó y le puso compresas frías, no dejaba de llorar. Vinimos a la casa de campo de mis padres a estar tranquilos, a pensar sobre lo mío con más calma, pero el grito ahogado de mi hijo no me dejaba meditar nada. No sé qué va a ser de Victoria y del niño cuando yo no esté.
La casa quedaba en frente de las vías del tren. Parecían abandonadas por culpa de la mala hierba que crecía entre las traviesas de madera. Del otro lado, un bosque se ofrecía imponente y tentador. No me interné en él. Me resistí al embriagante olor a almendras que emanaban sus laberintos de lianas leñosas. Caminé, haciendo equilibrio sobre uno de los rieles oxidados, que brillaba, a pesar de su opacidad, en medio de un atardecer púrpura.
Entonces, vi cristales azules falleciendo entre los gritos, color rojizo, de un sol que huía entre las montañas. “Soluciones finitas a horizontes crueles”, pensé. Bandadas blancas de grullas feroces acudieron sin pena para integrar el cuadro romántico. Los pájaros lloraron pareciendo entonar una diana funeraria. Buscaban con sus cantos, el dulce regreso del Sol en una aurora de esperanza.
Mientras tanto, las tinieblas invadieron el terreno como escuadrones de oscuridad, cual legión romana, asesinando sin cesar cada partícula de luz. Después, sobrevino una estela de quietud, preámbulo pavoroso de una noche en donde el temor apresaría los corazones del bosque. Un vaho caliente salió de la tierra en forma de una exhalación invisible e infinita. Lo acompañó el susurro rechinante y agónico de las cigarras, reclamando una pareja, componiendo una queja colectiva en contra de la soledad de esta oscuridad calurosa.
“Ha vencido la noche”, pensé, “ese es el destino de todo cuanto habita el universo. Sucumbir a la tenebrosa nada. Es irremediable. Ineludible. No tiene sentido. Ningún sentido”.
De repente, escuché de entre los troncos de los árboles, un zumbido celestial que intimidó el ambiente con su oda de guerra. Perturbó la tranquilidad triunfante de una noche impávida. Eran insectos de fuego, voraces, de alas superfluas y abdómenes volátiles. Coleópteros beligerantes. Lampíridus emocionales. Candiles voladores. Bichitos de luces errantes. Luciérnagas que parecían nacer del sol. A él protegían. Son continuidades lumínicas atadas a carruajes torácicos de crueles luces centelleantes. Lo invadieron todo con su verdad disoluta. Valientes soldados comprometidos con devorar la noche y hacerla suya en un baile interminable de muerte súbita. Despedazaron una a una cada transpiración oscura que bajaba por sus abdómenes y brutalmente impusieron su luz en el paisaje que, desdibujado por estas pequeñitas estrellas fortuitas, parecía otro cielo en el cristal verde oscuro de un corazón humano.
La noche se vio perdida. Respondió con letalidad. Las tinieblas se hicieron más densas. El alma de las alúas brilló, entonces, con más intensidad. No se rindieron. Eran como cientos de luceros terrestres que se rehusaban a apagarse. Algunas, se dejaron envolver en el fragor finito de su propia reproducción. Consiguieron lo que perseguían: su propia supervivencia. Otras murieron solitarias. Sus cuerpos no aguantaron la tensión que produjo la lucha campal. ¿Su esfuerzo fue inútil? Explotaron, emitiendo una última luz amarilla desde sus barriguitas incandescentes. Similares a pequeñas supernovas, inflaron sus cuerpos buscando acumular los últimos reductos de luciferina y exhalaron un rugido final lumínico que resplandeció en medio del silencio inmenso de aquel pequeño universo. Luego cayeron, tapizando el piso. Con un último suspiro intermitente, expresaron la felicidad del deber cumplido. El desalmado destino final de los cocuyos, hizo que en el bosque se sintiera la risa déspota de la noche. Celebró danzando entre los juglares negros de la muerte. Simuló no haber perdido nada. Profanó la virtud de unos insectos que prefirieron ser mártires antes de sucumbir al rumor de su oscuridad. Las sobrevivientes volverán a intentarlo, se alzarán contra el bosque para iluminar la noche. A las luciérnagas no les importa que sus deseos de vivir, produzcan su destrucción. ¿Por qué me debería importar a mí?
Volví a la habitación donde el niño dormía. Mi esposa me recibió con un abrazo. Estuvo llorando.
—Al fin se durmió— dije.
—Sí, al fin. Y tú, ¿qué hiciste? —preguntó mirándome a los ojos, sin soltarme.
—Caminé un rato por ahí.
—Ah, ya.
Supe, aunque sus palabras eran cortas y dichas como si fueran cuchillas afiladas, que quería hablar de mi enfermedad.
—Amor —le dije.
—¿Sí?
—Probaré con la quimio.
Julián Penagos-Carreño
(Bogotá, Colombia, 1978) profesor en la facultad de Comunicación Social de la Universidad de la Sabana. Finalista en el VII Premio Nacional de Cuento “La Cueva”, con el cuento “Entrelazamiento” (2016). Ha escrito el libro de relatos “El Silencio y la Nada” (2016), finalista en el I Premio Caligrama (2017).