La casa del ebanista

Líneas y sombras plasmadas en papel encerado son la estructura de esta obra que será mi casa. El arquitecto me muestra los planos mientras nos detenemos ante un montículo de ladrillos y arena que prometen ser el hogar que siempre quise.

El calendario se llevó consigo la espera y pronto me encontré introduciendo la llave en una sencilla cerradura incrustada en una gruesa puerta de madera. La casa, al principio vacía, con sus espacios en espera de habitudes, fue desperezándose con la boca abierta al sol; la luz se posó en su adoquinado suelo como iluminando miles de tortugas asoleándose en el patio. Los cuartos se miraban uno al otro con las ventanas bien abiertas mientras sus sombras se erguían en los pasillos; hambrientos de calor, atesoraban espacio suficiente para su propia génesis.

Ese día comencé por instalar el taller en el jardín de la azotea, pensando en que la luz y el viento servirían para modelar las piezas de aquel mi paraíso, donde habitaron con el tiempo un limonero, un naranjal, un guanábano, entre otros leñosos longevos; un sinfín de bulbos que florecieron en orquídeas silvestres, varias buganvillas y un par de huele de noche, cuyas ramas se hicieron en sagrada unión un abril, hace ya muchos años. Pero mi más preciado compañero fue aquel hechizado héroe de piel morena; alto, gallardo, recio de carácter, mas dócil al calor de las manos, al filo de las gubias y navajas, al fuego. No obstante, su espalda torneada y el fino movimiento de sus alargados dedos al arpar el viento, revelaban el alma femenina que lo alimentaba.

Ébano, comprado por la que fuera mi esposa hace setenta y cuatro años, una pequeña y raquítica vara con escasas ramitas y hojas, llegó a nuestras vidas cuando aún planeábamos la construcción de la casa. Fue sembrado y cuidado durante cinco largos años a la sombra de las faldas de mi esposa, con sus mimos y caricias, con su savia de palabras aniñadas que lo alimentaron hasta que la casa estuvo hecha. Para aquel entonces Ébano ya contaba con dos metros y setenta y cinco centímetros de altura, con veintiséis centímetros de diámetro, cuatro ramas y un sinfín de ovaladas hojas, cuyo bajo follaje ella se placía  en palpar. Los tres sonreíamos ante el futuro cercano. Instalaríamos el taller en la nueva casa; yo comenzaría por diseñar estructuras de piezas nunca antes imaginadas, y ella, ella posaría sus manos en cada una de mis creaciones; las impregnaría de su respiración, de su oscuro y níveo aroma; su amoldada forma descansaría en respaldos y asientos; sus cabellos enroscados en las cabeceras florecerían y sus piernas en relieve sobre las cuadrúpedas figuras plomarían sus finos pies enraizados. Ella era capaz de ensortijar cualquier madera tan sólo con deslizar sobre su áspera superficie las yemas de sus dedos, y de asestar el formón sin compasión de un sólo golpe en el punto preciso en que se abren los acorazonados ojos del tocón, para después, tallar fugaces estrellas cafecinas.

Y así, lo que comenzó por ser un pensamiento se volvió una obsesión; juntos amueblaríamos cada rincón de nuestra casa: mesas, sillas, cunas; sala, cocina, comedor, baños, recámaras, todo sería cubierto con nuestros diseños y absolutamente todo sería echo con la mejor madera, Ébano. A petición mía buscamos entre los libros y pergaminos, que ella heredó de su familia las fórmulas adecuadas para nuestros fines.

 Gigantes perennes, repasó bajo luz de vela con la punta de sus dedos un título borroso de letra abigarrada y durante los siguientes años, cuando la luna estuvo madura, ella colocó un círculo de sal alrededor del árbol para una noche después, dentro de ese círculo, colocar otro de piedras blancas, y dentro de estas dos circunferencias ella se estaba con él hasta el amanecer. Tres años después, Ébano arboreció en estatura y grosor suficientes para extraer los primeros trozos de su oscuro cuerpo, tras lo cual, se venían semanas de cuidados y mimos por parte de mi mujer, para quien la sola idea parecía agotarla, incluso la tornaba nostálgica de ramas, de hojas, de suspiros. Por tal razón, me di a la tarea de hacer pruebas de arboricultura que permitieran fundir las propiedades de Ébano con las de otras especies arbóreas con distintos fines: exponerlo lo menos posible, cumplir mi objetivo en menos tiempo y escuchar la respiración tranquila y acompasada de mi esposa. Al mismo tiempo, comencé a hacer incrustaciones de metal a las piezas de madera; pequeños armazones y mecanismos que les proveían no sólo de un toque moderno, sino también de movimiento. Pronto construí mecanismos tan perfectos y orgánicos que las piezas podían llegar a cambiar de formas al mínimo contacto, sin repetir figuras ni actitudes y sin volver  a su estado original. 

Y mientras me adiestraba en estas nuevas propuestas, me hice de una armónica gama de perennes leñosos para someter a Ébano al proceso de copulación esporal y micorrización por hongos. La copulación la facilitaron la familia de abejas apinas que vivían entre las orquídeas; los apinos, tribu medianamente sociable que establece su hogar cerca de estas flores por su aroma, instalaron en casa su fábrica polinizadora y siempre estuvieron al pendiente del buen funcionamiento de las plantas del jardín y también del aroma de mi esposa que, como las orquídeas, las hipnotizaba. El proceso natural de la simbiosis arbórea-micorriza la emulé con un mecanismo de pequeñas arterias artificiales que se conectaban, de la misma forma que el hongo, de la tierra a las raíces de ébano y de éstas a las raíces de los demás árboles. De esa forma, él no sólo adquirió los nutrientes del suelo y la humectación para mantener un saludable desarrollo, sino que también logró la  mutación genética con sus compañeros de piso. Al principio, los jóvenes árboles reaccionaron —como es natural en las desproporcionadas relaciones— parasitariamente, alimentándose de Ébano; razón por la que su grisácea piel se desgajó en grandes porciones hasta quedar temblorosamente desnudo a la intemperie, inconsciente ya del tiempo plasmado en la nubosa cúpula amarilla, roja o azul que yacía sobre él, incapaz de reflejarla o armonizarse con ella; sólo era una fisura en aquel templo, extendida en  ramificadas plegarias. Nunca más recuperó sus antiguos ropajes. No obstante, tal y como me lo esperaba, cuando Ébano hubo pasado la peor parte comenzó el proceso inverso, lo cual, le proveyó de agua, nutrientes y también de aquellas características que no eran propias de su especie y que lo harían aún más longevo y maleable. Su apariencia adquirió una permanente jovialidad enverdecida —tras un mejor proceso fotosintético— que intercaladamente, durante las estaciones del año, salpicaba aquel cuerpo negro de armonías rojas, naranjas y amarillas.

Durante el período difícil en que esto ocurrió, mi mujer se tornó intranquila, paseante nocturna. Supongo que, tan sabia como era, rumiaba el pensamiento de mi locura acrecentándose como su sombra en los pasillos. Largas eran las nocturnas horas frente a aquella oscura mole; le abrazaba, le cantaba letras que sólo ellos conocían hasta quedar dormida a sus pies. Sólo entonces, a escondidas de sus sentidos, en silencio, la cargaba y  llevaba conmigo, trenzaba sus cabellos y arrullaba con besos sus ensombrecidos párpados. Aun así, siempre volvía a él.

Una mañana la sorprendí entre sus raíces con la reminiscencia del resplandor nocturno en su piel y su respiración más tranquila que nunca, imperceptible a mis ojos, a mis oídos, a mi pecho embravecido que exhaló con el hacha en la mano culpándolo del aterrador instante en que me sentí sólo, huérfano de dioses. El filo metálico rompió el viento en injurias contra aquel árbol provocando su cafecino llanto y en cuestión de segundos él también extrañó su canto, su ligero paso, su aroma, su respiración, la que contuvimos uno frente al otro pensando lo mismo: debía existir una forma de traerla de vuelta, de escucharla,  de olerla.

Esa noche tome a mi esposa y la tendí en la cama. Barnicé cada minúsculo rincón de su cuerpo con lágrimas de Ébano: entre las cutículas de sus uñas y las orzuelas del cabello; así cristalicé su olor y su silencio conmigo durante seis días. Con uno de los mejores leños que tenía comencé la construcción de un nuevo mecanismo que lograra el proceso  simbiogenético entre Ébano y mi mujer de manera abrupta. Un acordeón hueco de anillos metálicos flexibles forrados con cuero —capaz de deglutir y bombear todo lo que en él se depositara— fue la cabeza de aquel monstruo, cuyo torso contenía un sofisticado y meticuloso mecanismo de engranajes que triturarían la esencia del árbol y la unirían a la de mi esposa hasta convertirla en rojizo polvo, y la depositaría, cual arena de reloj, en una especie de vientre de cuero con sabia, para luego concentrarla en su ensortijado aguijón, un potente taladro de punta ahuecada de cuatro centímetros de diámetro. Un metamórfico apino de casi un metro de alto, cuyos brazos fueron hechos para taladrar y herir, para apresar madera, morderla, aguijonearla y revivir muertos. Dos días de pruebas bastaron para que Ébano padeciera sus cualidades. Aun así, no lo detuve. Abrí las ventanas el quinto día; las abejas hicieron su parte del trabajo; fueron contra el cristalino cuerpo y polinizaron carne y sangre hasta depositar cada ínfimo rubí en la oscura boca de aquella abeja mecánica. Ésta, realizó su atormentador proceso en el árbol y acuchilló, taladró, apuñaló una y otra y otra vez hasta confundir su sangre con la de ella, mi amada, la cual fue nuevamente inyectada en Ébano.

Semanas después comencé el altar de imágenes. Corté, desbasté, pulí y tallé sus manos con las mías para sentir su tacto; su rostro melancólico en el que entendería su tristeza, mi locura, mi impaciencia; sus rizados cabellos para dormir con ellos enroscando mis dedos; acaricie sus pechos y me abracé en sus piernas. Pero no la escuchaba respirar, no desprendía su olor a tierra negra, no me sorprendía agazapándose juguetonamente sobre mi pecho en la cama, no reía a carcajadas, no gemía.

Un noviembre hace ya muchos años abandoné en cada golpe de formón, en cada relieve y cicatriz de gubia, en cada arruga y lunar tallado, todas las memorias que quise revivir; memorias de lo que vivimos y de lo que no ocurrió, de lo que cada uno pudo haber sido de no haber estado el otro y de lo que pudo ser nuestra unión etérea. Inventé con cada escultórico mecanismo las vidas de dos desconocidos, de un encuentro, y creí, creí y creí tocarnos en ellas. Creí hasta imaginar que se movían, que respiraban.

Sentarnos sonrientes o discutiendo en cada silla, comer pasteles de aniversario que nunca celebramos, trabajar en aquel laboratorio de barnices, cremas, medicinas y milagros en el que ella pasaba largas horas, y mecernos juntos con las manos suspendidas como tocando el aire en aquel balcón donde pasó tanto tiempo sus últimas noches mirándose a sí misma.

Esa mañana de noviembre me levanté y le di la espalda a aquel hijo nuestro, detuve la tortura, la suya y la mía, y arrastrando los pies sobre mi sombra abandoné la más grande proeza de artista, una cetrina génesis respirando.

Eloísa Bermúdez Olivera

Nació en la ciudad de Tapachula, Chiapas. Instructora en Artes Plásticas por la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas y Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana. Entre los proyectos publicados en los que ha participado destaca El pequeño yo-ver (Veracruz: CONACULTA/IVEC, 2014)

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