El hombre bajó las escaleras con una sonrisa en los labios. Llevaba una escudilla llena de ración para perros en la mano derecha y una jarra de aluminio con agua en la izquierda. Los peldaños de madera intentaban resistir su peso, rechinando por el esfuerzo. Al llegar al piso de tierra encendió la única luz: una lámpara incandescente que colgaba de un cable en el medio de la habitación. Las paredes del sótano eran de piedra y estaban mojadas debido a la humedad del ambiente. Un olor putrefacto inundaba cada rincón, pero al hombre parecía no importarle, se dirigía con ansias hacia su presa. En el suelo yacía una mujer joven, se encontraba desnuda y encadenada a la pared; cuando lo vio acercarse retrocedió con la vana intención de protegerse. El hombre dejó la escudilla y la jarra sobre una pequeña mesa de hierro –que constituía el único mobiliario del lugar– y comenzó a desenrollar una manguera que estaba conectada a un grifo. La joven gritó mientras una ráfaga de agua helada la despojaba de la capa de tierra, sudor y sangre pegada a su piel. Cuando terminó, el hombre se acercó tambaleando y apoyó la boca en su mejilla. Su aliento apestaba a vino y cigarrillos; la besó, y mientras pasaba las manos grandes y ásperas por sus pechos le dijo al oído:
—Nunca nos vamos a separar, te amo con locura —y continuó avanzando sobre su cuerpo.
Corría por un prado muy verde, la luz del sol le daba en los ojos y la enceguecía por momentos, pero ella se sentía libre. El viento mecía su cabello rubio y sedoso y el aire olía a primavera. Continuó bajando la colina hasta llegar a un arroyo; allí decidió parar para tomar un baño. El agua estaba fresca y clara, había pececitos nadando a su alrededor mientras ella flotaba contemplando las nubes blancas que navegaban a través del cielo celeste; le llamaban la atención sus formas y tamaños. Una nube grande se le antojó como un algodón de azúcar y estiró la mano con la intención de tomar un trozo. Se sonrojó cuando se dio cuenta de la ocurrencia y acto seguido rompió a reír. Se sentía feliz, tenía todo lo que necesitaba: un prado muy verde, la primavera, un arroyo fresco y claro y el cielo con nubes como algodones de azúcar…
Abrió los ojos con desesperación, se estaba ahogando. Escupió la mezcla de saliva y semen que se había atascado en su garganta, cayó al suelo de rodillas y comenzó a toser. De pie frente a ella se encontraba el hombre al que apodaban “El Turco”; bajo el vientre abultado su pene entraba en estado de relajación. Se subió los pantalones, tomó una navaja que llevaba en el bolsillo trasero y le cortó un mechón de pelo. Antes de salir de la habitación preguntó con voz gruesa:
—¿Qué se dice?
—Gracias —respondió ella, y rompió a llorar.
El Turco cerró la puerta con candado, se guardó la llave en el bolsillo junto a la navaja y fue directo a la cocina a servirse otro vaso de vino. Prendió un cigarrillo y lo sostuvo en los labios mientras trozaba carne para alimentar a sus perros. Vivía en las afueras de la ciudad, en una casa de material que había construido con sus propias manos y a la que se accedía a través de un camino de tierra que se abría desde la carretera. Era un hombre alto y fornido, de cabello y bigote canosos y con una leve renguera en la pierna izquierda, producto de una mordedura. Había sido policía en los tiempos de la dictadura, pero ahora se dedicaba a la cría de pitbulls que utilizaba en riñas. Era un negocio muy lucrativo que involucraba a personas renombradas de la región: jueces, políticos y empresarios. Él organizaba los encuentros y vendía ejemplares: la estirpe del gran campeón Titán, su orgullo. Salió con una bandeja repleta de carne y la repartió en diez escudillas a las que agregó ración. En la parte de atrás de la casa había un terreno con varios caniles de cemento y techo de chapa; cada uno tenía una valla con barrotes de hierro que funcionaba como puerta. En el centro se encontraba Titán, un macho atigrado de pecho blanco y hocico rosado que pesaba casi cincuenta kilos. El Turco dejó un plato en cada canil y volvió a entrar en la casa, tenía trabajo que hacer antes de que anocheciera.
Claudia se movió lentamente en medio de la oscuridad, le pesaban las cadenas y su cuerpo menudo estaba dolorido y débil, pero se obligó a llegar a la mesa, necesitaba comer. Tomó la jarra de aluminio y bebió la mitad para luego verter el resto en la escudilla. La espera se hizo eterna, pero necesitaba remojar la comida antes de ingerirla, ya había comido con desesperación en otras oportunidades y las llagas en la boca le habían ardido como brasas.
Caminaba por el campo con su madre, la escuela todavía se encontraba lejos y el cielo amenazaba tormenta. Entre los nubarrones se encendían relámpagos que resplandecían siguiendo un recorrido errante. “¿Esas son las venas del cielo má?”, preguntó. La mamá sonrió: “Apurate m’hijita que nos va a agarrar el agua”. La lluvia comenzó a caer a baldes; corrieron a guarecerse bajo un cobertizo de chapa, la única construcción que se erigía a la vista. Dentro, el ruido era ensordecedor; se sacaron la ropa y la estrujaron. El aire estaba pesado y la niña se sentó en la falda de su mamá a contemplar la tormenta. Se sentía protegida, en los brazos de su madre nada malo podría pasarle. Se quedaron en silencio hasta que la lluvia amainó. Cuando el agua dejó de golpear la chapa escucharon un débil gemido que venía de atrás de unos fardos de heno. Se acercó curiosa, del otro lado se encontraba un cachorro de pocos meses; estaba esquelético e infestado de pulgas. La niña lo recogió con ternura y se lo mostró a su mamá: “¿Lo podemos llevar?”.
Sorbió la comida como si fuera sopa, la ración se había disuelto en el agua y ahora conseguía tragarla sin dificultad. Ya no recordaba la última vez que había visto la luz del día, el tiempo se confundía y allí abajo era imposible determinar si habían pasado días, meses o años. A veces permanecía durante horas observando un punto fijo en medio de la oscuridad, errando entre memorias difusas que intentaba armar como piezas de un rompecabezas. Afuera la música comenzó a sonar; su estómago se estremeció y rezó, como lo hacía cada vez, para que él saliera ileso.
A través de la ventana, el Turco observó los faros de varias camionetas que se aproximaban a su casa. En medio del ruido y la polvareda, los hombres preparaban a sus perros, que ladraban excitados. Se dirigieron hacia el terreno trasero, en donde se encontraba un ring improvisado con maderas y alambres. Uno de ellos se instaló en una mesa —flanqueado por dos hombres armados— a recibir el dinero de las apuestas. Entre la multitud vio acercarse a don Luis, el jefe comunal.
—¿Cómo anda compañero? —Preguntó don Luis, mientras le daba una palmada en el hombro—. ¿Le metemos platita al suyo otra vez?
—Ni lo dude don Luis, a Titán lo puedo poner solo contra diez de estos y no deja uno vivo.
—Así me gusta compañero, le voy a hacer caso, usted nunca me ha defraudado.
La música sonaba a todo volumen, se habían pactado cuatro peleas preliminares que culminarían con la presentación de Titán, que enfrentaba al campeón del “Loco”, el principal rival del Turco dentro de la cría de pitbulls. Ya algunos dueños estaban cebando a sus perros, les daban una inyección de efedrina y les entregaban algún perro más chico para que calentaran y se excitaran con el gusto de la sangre, antes de ser lanzados a pelear por sus vidas en el círculo central.
La primera de las peleas fue rápida; un dogo argentino le arrancó la mitad de la trompa a una perra bóxer, que se desangró en cuestión de minutos. El público abucheaba al dueño de la perra, que gritaba nervioso:
—¡Es mi perra y hago lo que quiero hijos de puta!
El Turco miró a don Luis mientras meneaba la cabeza:
—No puedo creer que todavía dejemos entrar a estos pelotudos…
Don Luis se reía a carcajadas:
—Tranquilo compañero, tenemos que darles algún aperitivo antes del plato fuerte.
Había alrededor de un centenar de personas, en su mayoría del sexo masculino, aunque también se podía ver a unas pocas mujeres —principalmente prostitutas que acompañaban a algún juez o empresario— y niños, cuyos padres los llevaban con la intención de convertirlos en “hombres”. Era un festín en donde se mezclaban el olor de las carnes asadas, el vino y la sangre. La mesa trabajaba a ritmo frenético, los asistentes hacían fila para elegir al ganador de la próxima pelea, pero las apuestas fuertes —con una base de cinco mil dólares— se reservaban para la principal.
La segunda de las peleas fue más encarnizada, eran dos pitbulls —uno de ellos una cría de Titán— que se mantuvieron en combate durante casi una hora, hasta que fueron separados por sus respectivos dueños. Ambos estaban bañados en sangre y cuando fueron colocados nuevamente en posición, el rival de la cría de Titán se echó al suelo y se entregó; la pelea fue detenida. El público aclamaba con gritos y aplausos el espectáculo de los dos gladiadores.
—¿Qué le parece don Luis? Sólo ofrezco calidad, ¿ve? —dijo el Turco con orgullo.
—Linda pelea compañero, espero que sigamos con este ritmo que la cosa se está moviendo bien allá en la mesa —respondió don Luis, mientras tomaba un trago de whisky de una petaca.
Claudia se encontraba acostada sobre una colchoneta de goma; tenía la cabeza apoyada sobre un pedazo de tela que cubría un montoncito de tierra improvisada como almohada. Afuera el alboroto crecía y su corazón comenzó a latir más rápido, ya había contado cuatro peleas, la próxima sería la de él.
Se despertó sobresaltada, su papá había abierto la puerta y se acercaba tambaleando hacia la cama. Se tapó hasta la cabeza y abrazó con fuerzas a su cachorro, que ya se encontraba casi recuperado. El olor a vino y cigarrillo le produjeron ganas de vomitar. Su papá murmuró algunas palabras que ella no entendió, levantó la cobija y se acostó a sus espaldas; le dolía la forma en que la tocaba. Las lágrimas rodaron por sus mejillas y no pudo contener un gritito agudo. Su cachorro comenzó a gruñir y su papá se sobresaltó y salió de la cama. El perro se lanzó como una bala directo a la rodilla izquierda de su padre, que gritó de dolor. La sangre manchaba el piso de madera y ella corrió hacia la habitación de su mamá. Cuando llegó prendió la luz; su madre abrió los ojos lentamente, estaba pálida y delgada. Le dio un beso, se acostó abrazándola y se quedó dormida. Esa fue la última noche que la vio con vida.
El Turco se dirigió al canil de Titán, que se encontraba echado en el piso de cemento de su pequeña celda. Al llegar lo miró fijamente, no necesitaba drogarlo ni entregarle una presa, sabía que, en caso de que algo fallara, lo que traía lo convertiría en una máquina de matar al instante. Titán fue su primer perro, comenzó a entrenarlo luego de haber sufrido en carne propia su mordida implacable. Después de ese incidente lo ató a un árbol durante una semana sin comida ni agua. Todos los días lo apaleaba y lo dejaba abrasarse bajo el sol ardiente; quería torturarlo por lo que había hecho, pero el perro nunca se quejó. Finalmente pudo reconocer en él la fuerza de un sobreviviente y lo respetó por ello. Comenzó a entrenarlo todos los días; lo hacía correr durante horas atado a su camioneta para fortalecer sus músculos y a veces hasta le agregaba peso para incrementar su resistencia. Afiló sus dientes con una lima y ejercitaba su mandíbula haciéndole morder un neumático que había colgado de un árbol; el animal se mecía aferrado por sus fauces y ni siquiera se soltaba cuando comenzaba a recibir los palazos. El perro tenía un potencial enorme, pero no mostraba indicios de agresividad con otros animales, así que el Turco decidió enfrentarlo a un pastor alemán que ya había peleado en el circuito para que aprendiera a defenderse. El combate duró solo segundos: el pastor cargó hacia Titán que, con un movimiento raudo, lo tomó de la garganta y lo sacudió en el aire, partiéndole el cuello. El Turco supo al instante que tenía una mina de oro en sus manos.
Titán caminaba hacia el círculo central, a su alrededor la multitud vociferaba exaltada pero él no los oía, en su interior solo había silencio y calma. Lo hicieron entrar una vez más en el recinto cercado; frente a él se encontraba otro perro que lo amenazaba con gruñidos y ladridos, como ya había sucedido tantas veces antes. Las manos lo aferraban del lomo, sabía que en el momento en que se aflojara la presión tendría que pelear nuevamente por su vida. Cuando eso sucedió, el otro perro se abalanzó sobre él con una velocidad inusitada. Un dolor agudo invadió su oreja izquierda y la sangre comenzó a manar profusamente sobre sus ojos y hocico; tiró para zafarse y vio cómo su oreja se quedaba entre los dientes de su oponente. Antes de que pudiera reaccionar lo vio arremeter otra vez; sus colmillos entraron en su lomo triturando músculos, vasos y nervios con una precisión implacable. Se sacudió para sacárselo de encima pero un nuevo mordisco le causó una punzada en su ojo derecho y todo se nubló. Se defendió instintivamente y logró hundir sus dientes en el lomo del otro perro, para luego presionarlo contra el suelo e inmovilizarlo. Mantuvo la posición por un tiempo prolongado, sin realizar movimientos de ataque, hasta que las manos lo aferraron de nuevo y los separaron. Titán resollaba exhausto, le dolían las heridas y no conseguía ver a través de su ojo derecho. Ya no quería seguir peleando, se acostó en el suelo y cerró los ojos; quería dormir para siempre. De repente le llegó su olor, la mano frente a él sostenía un mechón de pelo de la niña. Fue como cargar las baterías al instante, había resistido todo ese tiempo solo por ella y nunca iba a abandonarla. Las manos otra vez aflojaron la presión y Titán cargó directo a la garganta de su contrincante, determinado a finalizar la contienda. Penetró en su cuello de forma brutal, destrozando todo a su paso, hasta que su rival cayó al suelo con movimientos convulsos. Titán se retiró y observó al hombre de su oponente sosteniendo algo en la mano; se produjo un destello y un ruido ensordecedor, y el otro perro dejó de moverse.
El Turco bajó las escaleras cantando, estaba borracho. Claudia se sintió aliviada, sabía lo que estaba a punto de suceder pero no le importaba, estaba contenta de que Titán hubiese sobrevivido una vez más.
—Tu perro me hizo ganar una fortuna esta noche, ahora vamos a festejar mamita, ¿querés?
Abrió el candado que sujetaba sus cadenas a la pared y la cargó en andas por la escalera. Era la primera vez en mucho tiempo que salía de su cautiverio y sus ojos tardaron un poco para acostumbrarse a la luz brillante de la cocina.
—Primero tomá una ducha rápida, te quiero limpita hoy —le dijo, mientras la depositaba en la tina del baño.
Esperó a que él comenzara a roncar para levantarse a hurtadillas de la cama y salir al patio. La panza comenzaba a notarse bajo su pijama, ya no podía dejar pasar más tiempo. Fue directo al cajón de la cómoda y sacó un manojo de llaves. Salió al patio trasero intentando hacer el menor ruido posible; su perro se encontraba durmiendo en el canil central pero abrió los ojos en el momento en que ella se acercó. Probó varias llaves pero ninguna era la correcta. Se puso nerviosa y las dejó caer produciendo un ruido metálico que hizo que los otros perros comenzaran a ladrar. Se agachó para recogerlas pero ya era tarde, una voz a sus espaldas hizo callar con autoridad el coro de ladridos. Su padre se acercó con una fusta en la mano y comenzó a golpearla mientras la arrastraba de vuelta a la casa. Su perro ladraba desesperado a la distancia; fue lo último que escuchó antes de caer desmayada. Cuando despertó se encontraba encadenada a la pared del sótano, tenía un dolor punzante en el vientre y su pijama estaba ensangrentado en varias partes, especialmente a la altura de la entrepierna…
—Sentate mamita, tomate un vinito con tu papá —le dijo el Turco, mientras daba palmadas a una silla situada frente a él.
Claudia hizo lo que le ordenaba; tenía todavía la toalla alrededor del cuerpo, había disfrutado del baño caliente y se sentía lista. Su padre le sirvió un vaso de vino e hizo ademán de brindis, ella tomó el vaso y lo chocó con un movimiento mecánico.
—¿Sabés que siempre estuve enamorado de vos? Desde chiquita ya me hacías acordar a tu mamá cuando era joven… Sos mi hija pero también mi mujer, yo sé que es raro pero yo quiero todo con vos, casarme, tener hijos… Perdoname si te lastimé, es que me volví loco cuando te quisiste ir… Nunca te voy a dejar, si te vas te mato y me mato, no puedo vivir sin vos, ¿entendés?
El Turco divagaba entre sollozos y vahos alcohólicos. Por un instante tuvo un asomo de compasión por él, pero este se esfumó rápidamente cuando recordó la imagen que había visto minutos atrás en el espejo del baño: estaba esquelética, había perdido varios dientes y tenía cortes y quemaduras de cigarrillo en casi todo el cuerpo. Sintió una tristeza inconmensurable frente a esa visión, pero se esforzó en contener las lágrimas, tenía que aprovechar la oportunidad que se le estaba presentando. Lo abrazó fingiendo consolarlo; él posó su cabeza sobre su falda y rompió a llorar:
—Perdoname mamita, perdoname… yo nunca quise… te amo, te amo…
De repente la agarró con fuerza de las muñecas y empezó a besarla; ella corrió la cara y lo empujó. El Turco le dio una cachetada que la arrojó contra la mesa, a continuación le arrancó la toalla y comenzó a desabrocharse los pantalones. Claudia supo que el momento había llegado; vio que la botella de vino se encontraba a pocos centímetros, la tomó y le asestó un golpe en la cabeza que lo derribó. Salió corriendo por la puerta; él se incorporó y se lanzó tras ella mientras gritaba palabras ininteligibles. La noche estaba cerrada y Claudia corría a ciegas; consiguió dar algunos pasos hasta que finalmente su pie derecho se introdujo en un hueco en la tierra y cayó de bruces al suelo. Él la alcanzó y la volteó, luego puso las manos alrededor de su cuello y apretó.
—¿Así que te gusta de esta manera putita? Ahora vas a ver lo que es bueno.
Claudia no conseguía respirar, su visión se iba apagando y los ladridos se escuchaban amortiguados a la distancia. Intentó defenderse pero sus músculos no le respondieron; una sensación de frío le recorrió la espalda y todo se volvió oscuridad.
Titán se puso en alerta, había un gran alboroto dentro de la casa y los otros perros comenzaron a ladrar. Esperó en guardia hasta que escuchó un grito y reconoció su voz. Arremetió contra la valla de hierro, estaba malherido pero una fuerza interior lo impulsaba. La valla comenzó a desencajarse justo en el momento en que ella salía de la casa; continuó embistiendo hasta que esta cedió y corrió a toda velocidad. El hombre estaba encima de ella, la lastimaba, Titán saltó directo a su cuello y se lo partió al instante. Enseguida se puso a lamer a la niña tratando de reanimarla; a un costado, el hombre atestiguaba la escena con la cabeza colgando inerte, sus ojos aún tenían una expresión de sorpresa. Titán la arrastró algunos metros para alejarla de él y continuó lamiéndola. Luego de unos minutos sintió que la niña recuperaba su aliento y la vida en su interior comenzaba a pulsar nuevamente; el peligro había pasado. Ya más tranquilo, se acostó a su lado para darle calor y veló por ella toda la noche.
Los rayos del sol acariciaban su cara, abrió los ojos y vio las nubes blancas navegando a través del cielo azul, parecían algodones de azúcar. El aire olía a primavera y la rodeaba un prado verde interminable. Se sentía renovada, había descansado protegida por un calor dulce, como si hubiera vuelto al útero materno. Levantó su cabeza y lo vio respirando pesadamente sobre su rostro. A pesar de sus heridas, todavía tenía esa mirada amorosa e inocente de cachorro. Lo abrazó con fuerza y el le retribuyó lamiéndole la cara. Se sentía feliz, tenía todo lo que necesitaba: un prado muy verde, la primavera, el cielo con nubes como algodones de azúcar… y a él.
Para citar este texto:
Paredes, Hernán. «La cautiva» en Revista Sinfín, no. 17, mayo-junio, México, 2016, 26-35pp. ISSN: 2395-9428: https://www.revistasinfin.com/revista/ |
Hernán Paredes
(Rosario, Argentina, 1980). Es profesor de meditación y ha dictado seminarios de esta disciplina en la mayoría de los países de Latinoamérica. Es amante de la música, literatura, cine y ajedrez y ha publicado relatos en diversas revistas y portales literarios.