La piedra de Ezel

Para Fabiola Flores

Nadie sabe de la existencia de la piedra. Quizá mi nodriza equivocó los datos y se inventó un punto inexacto en la planicie del reino. Siba, por ejemplo, nunca vio la roca y eso que fue él quien me trajo, en andas, hasta Jerusalén.

Ya en Lodebar, cuando cumplí los cinco años, no dejaba de preguntar por el lugar.

¿Y para qué quieres saberlo?, preguntaba Siba. Olvídate de todo lo que te dijo tu nodriza. Estás vivo y es lo único que importa.

Pero seguí preguntando a las mujeres que llegaban a llenar sus cántaros en el pozo, a los filisteos que merodeaban lejos de sus tierras y a los forasteros que se sentaban en las piedras del camino a contar historias. Varias veces llegó mi nodriza a recogerme cerca del brocal. Yo me entretenía en gritar una y otra vez el nombre de mi padre, que ya para entonces nadie recordaba. El eco volvía hacia mí frío y fresco. Era como una caricia de mi propia voz.

Muchas veces pensé en hundirme en esa garganta de piedra, saber si realmente en la oscuridad dormía Dios. Una ocasión Siba llegó hasta el pozo y se sentó justo enfrente de mí. Esperó pacientemente sin decir ninguna palabra. Y yo gritaba sin parar los datos y las historias. Cuando me incorporé, Siba tenía una ramita de olivo entre los dientes.

¿Qué haces, muchacho?, dijo sorprendido. En la casa de Maquir tiene horas que te buscan. ¡Hay que volver!

En el camino de regreso, Siba preguntó por qué hacía aquello frente al pozo.

No sé, respondí. De pronto siento un ardor en el pecho. Y debo ir hasta allá para gritar todo lo que sé.

¿Y qué es lo que sabes?

Sé, por ejemplo, que mi abuelo fue un rey y que persiguió largos años a quien me ha desterrado. Yo debo heredar el reino, Siba, el problema es que no sé dónde está la ciudad amurallada que debo buscar, por eso necesito encontrar la piedra.

¿La piedra?

Sí, la piedra de Ezel.

Pero en la casa de Maquir no se podía hablar sobre la piedra. A la hora de la cena, mi nodriza siempre indicaba con los dedos que debía callar. Y así lo hacía. Me costaba trabajo agarrarme de la mesa porque el peso de mi cuerpo me hacía resbalar de la silla y mis piernas inútiles no detenían la caída. Maquir siempre cenaba en silencio, era su costumbre, y sus hijos lo imitaban. Nunca me vio directo a los ojos. Era como si sintiera un sentimiento de asco y de desprecio.

No pienses que lo hace por ti, solía decir a veces mi nodriza, el señor Maquir es un hombre bueno, debes estarle agradecido. Él tiene compasión de nosotros.

No es cierto.

Sí, claro que sí. Y tú debes ser un niño obediente. No preguntar más de lo que debes. Y concluía la conversación para esculcar las sobras de la cena.

Ese acto que ella hacía era lo que más me dolía. Era como si, junto a las migajas de pan, se tragara todo su dolor y su hartazgo. Yo dejaba a propósito aceitunas, pedazos de pan, la mitad del vaso de leche. Ella nunca lo supo, pero yo la escuché que bien entrada la noche se sentaba en la estera para ver el cielo y llorar.

Desde que llegamos a Lodebar, Maquir me vio con desdén y repugnancia. Y si nos aceptó fue más por miedo al poderío de mi abuelo que por su misericordia o bondad. Recuerdo que, el día que arribamos a su aldea, mi nodriza le suplicó de rodillas mientras yo sentía las piernas descoyuntadas. Ella no dejaba de llorar y de gritar como una posesa.

Si se quedan, advirtió Maquir, trabajarás el doble para mi casa.

Ella aceptó sin reticencias. Tenía la ropa desgarrada y sucia de polvo, los pies llenos de llagas por la travesía. Cuando de Jezreel llegó la noticia de que mi padre había muerto, ella me tomó en brazos para correr sin rumbo y yo no articulé ninguna palabra. Incluso, cuando sin proponérselo, me soltó y me estrellé contra las piedras, soporté el dolor mordiéndome los dientes. Y ya frente a Maquir cerré los ojos para que él no se percatara de mi debilidad.

Lodebar, desde que llegamos, representó una tierra de sufrimiento. Las planicies rocosas y estériles se anclaron en nuestra memoria intentando borrar todo el pasado próspero que alguna vez tuvimos. Pero mi nodriza no se doblegó ante la dureza de la tierra y todas las noches me contaba historias para que yo recordara siempre quien era.

¡Recuérdalo mi niño, un día has de volver para reclamar el reino!

Siba, el siervo de Maquir, creyó que esas historias eran una forma de paliar nuestras miserias. Le decía a mi nodriza que dejara de llenarme la cabeza de ideas, porque yo debía de enfrentar la realidad tal y como era. Sin embargo, ella tenía la entereza de la verdad y se negaba a mentirme.

Déjame, Siba, todo lo que sé es con lo único que puedo mantener a este niño.

Y así fue como una noche me habló sobre la piedra.

Según su historia, cerca de esa roca mi padre le había prometido a un israelita que no lo dejaría morir en manos de mi abuelo. Que tres días después, cuando la luna llena estuviera alta, llegaría a avisarle si debía de esconderse más allá del reino.

¿Y quién es el israelita?

Es quien ahora tiene el poder. Estuvo casado con Mical, la hermana de tu padre. Cuando tu abuelo comenzó a perseguirle, tu tía lo descolgó de una torre para que huyera. Y fue después que llegó hasta la piedra de Ezel, para hablar con tu padre.

¿Y esa piedra, dónde está?

Cerca del reino. Cuando lo encuentres lo reconocerás porque en él están guardados las tres saetas que tiró tu padre como señal para que el israelita huyera.

¿Y por qué ayudó tanto mi padre a ese hombre?

Niño, no preguntes más de lo que debes.

Así pasaron los años sin que mi nodriza me dijera nada más sobre la piedra. Y decidí preguntar a cualquier extranjero la existencia de la roca. Hasta que una noche, cansado de los silencios y de las nulas respuestas, dejé en la mesa el pan sin levadura y pregunté a Maquir si conocía a mi padre.

Escuché por unos segundos el canto de los grillos que se confundían con los trozos de comida que Maquir masticaba. Mi nodriza no levantó los ojos del suelo y, por su aspecto temeroso, llegué a creer que nada de lo que me había contado era cierto.

Tu padre, dijo Maquir, era una vergüenza para sí mismo y para la desnudez de su madre…

No terminó la frase. Mi nodriza se abalanzó al suelo para suplicarle que me disculpara, que yo solo era un niño que no sabía parar con las preguntas. Los hijos de Maquir y yo no entendíamos lo que pasaba. Uno de ellos vio cómo me resbalaba de la silla para caer de rodillas al suelo.

Después de ese evento, Siba me reprendió duramente. Que era mejor que yo dejara de buscar en el pasado y que dejara a los muertos en paz. No le respondí nada, porque Siba era la única persona que nos quería en Lodebar. Dejé de cuestionar y de arrastrarme al pozo, no por olvidar esas historias, sino porque mi nodriza cayó enferma de pronto. Dediqué a cuidarla día y noche, aún con mis limitaciones.

Ella veía mis esfuerzos con gratitud, no se rompió ni siquiera cuando los dolores se presentaron en su cuerpo durante las últimas semanas. No dejes de ir a buscar el reino, me recordó antes de expirar, pregunta cerca del templo de Astarot el paradero de tu abuelo.

Siba, junto a sus hijos, me trajo en andas buscando las noticias de mi padre. En Astarot supe que los filisteos pusieron las armas de mi abuelo en el templo de la ciudad y que su cuerpo, junto al de sus hijos, fue colgado en el muro de Bet-sán. Allí, los de Jabes de Galaad, les prendieron fuego y los sepultaron en tierra bajo un árbol en Jabes.

¿Y por qué estás interesado en saber estas historias?, me preguntó un anciano que bajó con nosotros en el camino polvoso hacia Jerusalén.

Es la única referencia palpable que tiene sobre su origen, respondió Siba.

Ya veo, dijo el anciano. Llevaba un efod de lino y un báculo para evitar la caída.

¿Y usted conoce al israelita que reina estas tierras?, pregunté.

Sí, respondió con dificultad. Sin embargo, el reino no tarda en desmoronarse. Incumplió muchas promesas. Dicen los guerreros que el hijo del antiguo rey se enamoró para siempre de él desde que lo vio cortar la cabeza de aquel filisteo gigante.

Cuando llegamos a las puertas de la ciudad tenía el corazón intranquilo. Siba no pronunció nada durante el trayecto. Veía, al igual que yo, que todas las historias de mi nodriza constaban los hechos.

Pero la piedra de Ezel nunca la conocí. Apenas divisamos el Arca en el centro de la ciudad cuando el rey se presentó ante nosotros y me separó de Siba para interrogarme. Quería saber todas las historias que yo guardaba con recelo, ver qué tanto se decía de él en otras tierras, por qué habíamos salidos de las tierras de Maquir.

Y yo, incauto, por no saber callar, le relaté la caída entre las piedras, la razón por la cual había quedado tullido, los restos de mi padre bajo el árbol de Jabes y que venía a reclamar el reino de Jonatán, mi padre.

Me miró fijamente sin pestañear. Mandó a llamar a sus magistrados y preparó la silla del reino. Luego desgarró mis ropas, renegó de mi padre y mancilló mis piernas tullidas. Después me tiró al pozo de Belén, para que yo supiera si en la oscuridad del mundo también dormita Dios.

Édgar Núñez Jiménez

Edgar Núñez Jiménez. Nació en Copainalá, Mezcalapa, Chiapas. Recientemente fue seleccionado para aparecer en el libro Minificciones desde el encierro (Universidad de Guadalajara, México, 2020) y en la Antología virtual de minificción mexicana (México, 2020). Asimismo, es autor de Pasos y silencios. Testimonios orales de migrantes en Chiapas (Pacmyc, México, 2020).

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