La piedra

Gran revuelo causó entre los más renombrados intelectuales, el descubrimiento de un trozo de roca hallado en un lugar recóndito de nuestra actual geografía. El objeto era una piedra de tamaño mediano, que se encontró por accidente mientras unos trabajadores perforaban el suelo para cimentar las bases de un nuevo edificio. Por casualidad, un arqueólogo y un erudito visitaban en esos momentos al arquitecto encargado de la obra. Eran muy buenos amigos desde hacía muchos años y planeaban pasar la tarde conversando y recordando anécdotas. El grito de dolor de uno de los trabajadores, a quien le había caído parte de la piedra, atrajo la atención de los tres hombres, los cuales se dirigieron al instante a inspeccionar el lugar del suceso. Hicieron a un lado las rocas y ordenaron llamar a una ambulancia para que atendiera al obrero herido. Luego, el ojo minucioso del arqueólogo se detuvo en un pedazo de la piedra que tímidamente exhibía algo en su superficie parecido a una inscripción. El hombre tomó, entonces, de su saco una lupa y una pequeña brocha y empezó a despojar el polvo de la roca. Incomparable fue su sorpresa al descubrir que era una frase en latín, la cual, más o menos, después de un intento de traducción en el orden en que esta lengua acostumbraba a poner cada uno de los elementos de una oración, decía: “El general con sus delgados labios y su roja lengua acaricia”. La frase parecía tener un poco de sentido, sólo que no era muy claro qué cosa “acaricia” dicho sujeto, es decir, el “general”. Hacía falta el complemento directo del verbo, pues en el lugar de la palabra faltante había mucho deterioro por el paso del tiempo. Se hicieron, por lo tanto, toda clase de análisis, pero no se pudo encontrar nada favorable ni indicio alguno. Un mes después, los dos eruditos dieron a conocer al mundo entero su descubrimiento.

Sin embargo, las diferentes propuestas no se hicieron esperar entre los muchos estudiosos que sintieron sensación ante el nuevo hallazgo. Esta frase tan corta produjo gran excitación entre los más versados investigadores, quienes, en no pocas ocasiones, estuvieron a punto de llevar sus disputas académicas al plano de los insultos verbales y las respuestas de agresión física. Pues con argumentos aceptables, algunos publicaron artículos anunciando la aparición de un nuevo poeta de la Roma antigua, con un posible nombre y con fechas aproximadas del tiempo en que pudo haber existido. Otros, con sátira no escasa, refutaban el hecho y adjudicaban el texto a un fragmento de los poetas ya conocidos del mundo romano clásico. Algunos proponían que en el espacio deteriorado pudo haber estado la palabra “mi mejilla”, como un poema que un amado dedicaba a su querida. Otros atacaban esto y argumentaban que funcionaba mejor la expresión “mi boca”. Algunos lo negaban y postulaban las palabras “mis manos”. Otros proponían que simplemente debía ir el pronombre “me”. Y, por último, algunos más escépticos no le daban mucho valor al descubrimiento. Con el tiempo, la discusión terminó en tablas y la famosa frase continuó dispuesta a que muchos otros hombres amigos del saber propusieran sus teorías, sin conocer en verdad lo que había dado origen a esta expresión.

Muchos años antes de nuestros tiempos, en la antigua Roma, un soldado de bella figura, con la fisonomía de un mancebo en la flor de su juventud, se encontró enclaustrado en un dilema. Así como Júpiter descubrió el encanto de Ganímedes mientras éste vagaba por los campos agachándose y recogiendo de vez en cuando alguna flor, de la misma manera la pasión del general se había inflado el día en que vio de espaldas al joven soldado inclinarse a recoger algo del suelo. Enseguida lo mandó llamar a su campamento y le comentó sus inquietudes. El soldado se negó, y el general, por consiguiente, emitió una amenaza. El joven soldado no tuvo más que ceder. Emulando un tanto el estilo de algún poeta que en los ratos de ocio acostumbraba a leer, el único desahogo del soldado fue escribir en latín en una pared la frase encontrada, que hacía parte de un texto un poco más largo y que en un aceptable español decía así:

 

El general con sus delgados labios

y su roja lengua

acaricia mi culo.

Yo, sin otro camino,

cedo ante sus pretensiones,

pues por la falta de mujeres

en estos ocho años de guerra

peligra la vida

de mi bella familia.

 

Gran revuelo causó entre los más renombrados intelectuales, el descubrimiento de un trozo de roca hallado en un lugar recóndito de nuestra actual geografía. El objeto era una piedra de tamaño mediano, que se encontró por accidente mientras unos trabajadores perforaban el suelo para cimentar las bases de un nuevo edificio. Por casualidad, un arqueólogo y un erudito visitaban en esos momentos al arquitecto encargado de la obra. Eran muy buenos amigos desde hacía muchos años y planeaban pasar la tarde conversando y recordando anécdotas. El grito de dolor de uno de los trabajadores, a quien le había caído parte de la piedra, atrajo la atención de los tres hombres, los cuales se dirigieron al instante a inspeccionar el lugar del suceso. Hicieron a un lado las rocas y ordenaron llamar a una ambulancia para que atendiera al obrero herido. Luego, el ojo minucioso del arqueólogo se detuvo en un pedazo de la piedra que tímidamente exhibía algo en su superficie parecido a una inscripción. El hombre tomó, entonces, de su saco una lupa y una pequeña brocha y empezó a despojar el polvo de la roca. Incomparable fue su sorpresa al descubrir que era una frase en latín, la cual, más o menos, después de un intento de traducción en el orden en que esta lengua acostumbraba a poner cada uno de los elementos de una oración, decía: “El general con sus delgados labios y su roja lengua acaricia”. La frase parecía tener un poco de sentido, sólo que no era muy claro qué cosa “acaricia” dicho sujeto, es decir, el “general”. Hacía falta el complemento directo del verbo, pues en el lugar de la palabra faltante había mucho deterioro por el paso del tiempo. Se hicieron, por lo tanto, toda clase de análisis, pero no se pudo encontrar nada favorable ni indicio alguno. Un mes después, los dos eruditos dieron a conocer al mundo entero su descubrimiento.

Sin embargo, las diferentes propuestas no se hicieron esperar entre los muchos estudiosos que sintieron sensación ante el nuevo hallazgo. Esta frase tan corta produjo gran excitación entre los más versados investigadores, quienes, en no pocas ocasiones, estuvieron a punto de llevar sus disputas académicas al plano de los insultos verbales y las respuestas de agresión física. Pues con argumentos aceptables, algunos publicaron artículos anunciando la aparición de un nuevo poeta de la Roma antigua, con un posible nombre y con fechas aproximadas del tiempo en que pudo haber existido. Otros, con sátira no escasa, refutaban el hecho y adjudicaban el texto a un fragmento de los poetas ya conocidos del mundo romano clásico. Algunos proponían que en el espacio deteriorado pudo haber estado la palabra “mi mejilla”, como un poema que un amado dedicaba a su querida. Otros atacaban esto y argumentaban que funcionaba mejor la expresión “mi boca”. Algunos lo negaban y postulaban las palabras “mis manos”. Otros proponían que simplemente debía ir el pronombre “me”. Y, por último, algunos más escépticos no le daban mucho valor al descubrimiento. Con el tiempo, la discusión terminó en tablas y la famosa frase continuó dispuesta a que muchos otros hombres amigos del saber propusieran sus teorías, sin conocer en verdad lo que había dado origen a esta expresión. 

Muchos años antes de nuestros tiempos, en la antigua Roma, un soldado de bella figura, con la fisonomía de un mancebo en la flor de su juventud, se encontró enclaustrado en un dilema. Así como Júpiter descubrió el encanto de Ganímedes mientras éste vagaba por los campos agachándose y recogiendo de vez en cuando alguna flor, de la misma manera la pasión del general se había inflado el día en que vio de espaldas al joven soldado inclinarse a recoger algo del suelo. Enseguida lo mandó llamar a su campamento y le comentó sus inquietudes. El soldado se negó, y el general, por consiguiente, emitió una amenaza. El joven soldado no tuvo más que ceder. Emulando un tanto el estilo de algún poeta que en los ratos de ocio acostumbraba a leer, el único desahogo del soldado fue escribir en latín en una pared la frase encontrada, que hacía parte de un texto un poco más largo y que en un aceptable español decía así:

 

El general con sus delgados labios

y su roja lengua

acaricia mi culo.

Yo, sin otro camino,

cedo ante sus pretensiones,

pues por la falta de mujeres

en estos ocho años de guerra

peligra la vida

de mi bella familia.

 

Para citar este texto:

Ríos Bonilla, Guillermo. «La piedra» en Revista Sinfín, no. 1, septiembre-octubre de 2013, México, 52p.
https://www.revistasinfin.com/revista/

Guillermo Ríos Bonilla

Nació en 1976 en Colombia (Florencia – Caquetá), y en el año 2004 se naturalizó mexicano. Es Licenciado en Filología Clásica por la Universidad Nacional de Colombia y Maestro en Letras Clásicas por la UNAM. Ha trabajado como profesor, investigador y corrector de estilo. Ha obtenido primeros, segundos, terceros lugares y menciones en diferentes concursos de cuento en Colombia, México y Argentina. Es autor de las siguientes obras de cuentos: Historias que por ahí andan, Los vástagos del ocio y Burbujas de aire en la sangre.

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