La última cena

Como todas las noches, el plato de comida ya estaba servido en el suelo de la cocina antes de que me despertara de mi siesta. Olía delicioso. Después de mucho tiempo, la comida por fin sería de mi agrado. Me aproximé con cautela y le eché mi mirada más felina a mi objetivo. Estaba solo. Por primera vez comería yo solito de un plato. Mi dicha y mi hambre eran incalculables. Me disponía a cenar tranquilo cuando el ratón, mi diminuto camarada, llegó más rápido que un parpadeo. Agitó sus pequeñas patas delanteras y me gritó una sarta de improperios. “¡No seas egoísta!”, me dijo. Guardó silencio un instante, movió su hocico en dirección hacia el plato y se deleitó con el aroma. Me senté y reflexioné en sus palabras. No podía permitir que mi estómago guiara mi espíritu. El ratón me dijo que continuara con mi siesta, que él me despertaría cuando pudiésemos comer. Le hice caso y cerré mis ojos. Pero con mis grandes orejas escuché los sigilosos pasos de mi camarada. El traidor se aproximó hasta el borde del plato y… ¡Splash! Cayó. De un zarpazo, lo tomé por la cola y lo miré con una irritación movida más por mis tripas que por mi razón. El desleal roedor intentó sonreír, pero parecía estar más preocupado por lamer sus bigotes manchados con comida. “¿Hasta qué hora tendremos que esperar a este par? Nunca se habían demorado tanto como hoy”, preguntó intentando distraerme. Pronto, llegó Martín de Porras de su paseo con el ser que más repugnancia me produce: el perro. El ratón y yo nos miramos de reojo. A nosotros nunca nos había sacado a dar ni una vuelta. Martín de Porras le quitó la correa y se distrajo orando. El presumido can movía su pesada cola con lentitud, mientras jadeaba. El paseo lo había agotado. Cerró rápido su hocico, miró para ambos lados y se dejó guiar por su olfato. Al ver el plato de comida en el suelo, corrió hacia él y se engulló todo, sin esperarnos. Cuando el ratón y yo nos acercamos, nuestro enemigo en común ya se había terminado nuestra comida. Martín de Porras se acercó hacia nosotros, nos felicitó por haber terminado de comer y nos bendijo. Esa noche, el perro fue el único que se fue a dormir con la panza llena y contenta. Desde la mañana siguiente, el ratón y yo juramos no volver a compartir el plato con el perro. San Martín de Porras no entiende qué ha sucedido.

Fotografía de Gabriel Chazarreta
Priscila Arbulú Zumaeta

22 años. Estudiante de último ciclo de la carrera de Literatura Hispánica en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado algunos cuentos en revistas literarias virtuales mexicanas, peruana y argentina.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *