El autobús se movía mucho y había demasiado polvo porque la carretera no está pavimentada. Mis dos amigos y yo íbamos de vacaciones a la finca de mi abuelo. Yo les dije a mis papás que si podía invitarlos. Ellos me respondieron que sí, pero si sus papás les daban permiso. Y no hubo problema. Mis dos amigos estaban muy entusiasmados, porque querían conocer la finca, y sobre todo a las guarajas, de las que habíamos hablado en el trabajo de Español y Literatura.
—¿Falta mucho para llegar? —me preguntaban ellos.
La finca de mi abuelo no está muy lejos. El autobús tiene que llegar primero al puerto, en donde salen las canoas. Luego seguimos en una motorizada o en deslizador por el río Guayas. Allí dicen que vive una enorme boa que a veces se aparece y ataca a los navegantes cuando menos se lo esperan; y después hacemos la última parte del camino a pie o a caballo, si hay para todos.
—¿Y cómo es la finca de tu abuelo? —me decían mis dos amigos.
Muy bonita. En las vacaciones casi siempre vamos mi papá, mi mamá, mi hermana y yo. La verdad a mí no me gusta ir mucho, porque me mareo, pero cuando voy, lo hago por el gusto de pescar las guarajas.
El viaje por el río Guayas me da algo de miedo, pues creo que en cualquier momento puede aparecer esa enorme boa y tragarnos a todos. Pero también me dan ganas de verla para saber cómo es una boa gigante de río, como la del Lago Ness. En una ocasión atrapamos a una cuando trataba de comerse a un ternero de la Pintada, la vaca que más quiere mi abuelo. Nos dimos cuenta por el ruido que hicieron los perros; luego mi papá, mi abuelo y dos de mis tíos corrieron hacia el corral para matarla a machetazos.
—Sí, eso lo pusimos en el trabajo —comentó uno de mis dos amigos.
Quería saber sobre la boa y al verla le pregunté a mi papá:
—¿Esta es la que se come a los navegantes?
—No, hijo, esta es mucho más pequeña.
—¿Pero es de la familia?
—Sí, hijo, lo es.
—¿Y crece más?
—No, esta ya no crece más, hasta ahí llega.
Mientras veía a ese animal tan largo, casi del grueso de los brazos de mi papá, sentí una cosa rara en el estómago, como algo frío, igualito a cuando voy por el río, por eso me siento en la mitad de la canoa o del deslizador y nunca junto a sus orillas. Pero la verdad nunca he visto a la enorme boa.
—¿Qué más vamos a hacer en la finca? —me preguntaron.
Hay mucho que hacer, pero cuando llego a la finca, lo que quiero es pescar. El día que atrapé una guaraja se la llevé a mi abuelo y se la mostré muy contento.
—¡Mire, abuelo, lo que pesqué! —le dije.
—Cochino, mijo, bote eso —me dijo con asco en su rostro.
—¿Por qué, abuelo? Es un pez y…
—Eso no es un pez, mijo.
—¿Que no es un pez? Mírelo, abuelo. Tiene cola, escamas y aletas como todos los peces.
—Sí, mijo, pero los peces no nacen de gusanos como ése.
—¿Nace de gusanos?
—Sí, de unos gusanos que hay en ese charco. Mira ese color verde oscuro tan feo. Ya bótelo, hijo. Eso no se pue-de comer.
—¿Entonces qué es?
—No sé. Es otro animal.
No le hice caso, pues mi papá y mis tíos siempre nos piden que pesquemos guarajas para usarlas como carnadas y atrapar peces más grandes en el Guayas.
Mi abuelo acostumbra a contarme historias muy bonitas y a mí me gustan mucho, pero esa vez yo seguía con la duda.
Un día me fui solo a mirar el charco. Llevaba mi caña de pescar y tiré el anzuelo con carnada al agua cuando llegué. No es difícil atrapar a las guarajas, uno se tarda más en lanzar el anzuelo que ellas en picar. Saqué tres en menos de un minuto. Mientras ellas se retorcían en el pasto y daban coletazos, queriendo llegar al agua, me fijé en el charco. Es grande, de aguas como verdosas, profundo y con mucha vegetación. Entonces pude ver a unos gusanitos con vellos, como hipas, que se movían por el agua como una culebra. También volaban moscas, libélulas, mariposas y otros insectos por encima del agua. Pero nunca pude ver a una guaraja saliendo de esos gusanitos, y me pasé horas, y a veces días, mirando el charco con las ganas de hacer un gran descubrimiento.
En la finca tengo dos primos, y con ellos cogemos palas para ir a buscar lombrices cerca del corral de los cerdos. Allí la tierra es más húmeda y se encuentran muchas lombrices. Después hacemos los anzuelos, las varas y el nailon, y salimos hacia el charco a pescar las guarajas. Una vez les pregunté para saber más de esos peces. Ellos me contaron que antes el charco era un río grande, y que la boa nació de la unión de muchos de esos gusanitos. Pero cuando el río se secó ya no pudieron salir más boas porque el agua era poca. La que hay en el río Guayas es la única que queda.
Cuando volví a mi casa, enseguida me fui a la biblioteca y busqué en el diccionario, pero no encontré nada de las guarajas. Tampoco en las enciclopedias ni en los libros de biología y de zoología. Busqué por pez y todos me decían que era “un animal acuático, vertebrado, de sangre de temperatura variable, cuerpo por lo general fusiforme, con extremidades en forma de aletas aptas para nadar, respiración branquial y generación ovípara”. Miré las definiciones y me parecieron tan diferentes de lo que me decía mi abuelo, que las copié en un papel para leérselas cuando volviera en las próximas vacaciones.
¡Pero después cambié de idea y rompí la hoja! Imaginé que algún día tal vez mi papá pudiera atrapar a la boa del río Guayas con una guaraja como carnada y ver cómo es una boa formada de muchos gusanitos. ¡Me gustaba más la historia de que las guarajas nacen de gusanos que se mueven como serpientes, con el cuerpo cubierto de vellos erizados, que viven en el charco de mi abuelo y que de ellos se formó la boa!
—A mí me gusta la historia de la finca de tu abuelo, pero al viejo de Español y Literatura no —uno de ellos recordó de nuevo la tarea que nos dejó ese profesor para pasar la materia.
—Sí, es un viejo amargado y gruñón, nos regaña mucho y todo lo hacemos mal… y huele a feo, como a cajón —comentó el otro.
Los tres nos reímos.
Entonces les dije que tenía el trabajo en mi mochila. Mientras buscaba, ellos me miraban raro, como diciendo que para qué lo traía. Yo quería enseñárselo a mi abuelo. Luego se los pasé. Ellos miraron las palabras mal escritas y algunas oraciones mal hechas que me corrigió el profesor.
—A ver, lee lo que dice en la otra hoja.
Y yo leí:
La conclusión que propones, al preferir la leyenda de las guarajas a la explicación racional, me parece un tanto ingenua, porque las leyendas y los mitos son pura superstición, y gracias a la razón se han ido eliminando para dar paso a otras explicaciones más reales, que nos alejan de los hombres primitivos y nos convierten en seres más civilizados.
—No le entiendo mucho —comentó uno de ellos.
—Yo tampoco —dijo el otro.
Yo menos. Las caras de mis dos amigos me hicieron recordar el día de la clase, cuando el profesor entregó los trabajos. A mí me dijo que mi trabajo era de los me- nos sobresalientes que me había leído y que era muy ingenuo. Yo me sentí muy mal con mis dos amigos porque el profesor los trató como a unos mensos y porque no me gusta que me pongan de ejemplo delante de otros, y menos con ellos.
A lo lejos vi las canoas y les dije a mis amigos: ¡Miren, el puerto! ¡Ya llegamos! Con entusiasmo ellos conocieron a mi abuelo. Él es muy buena gente, siempre me saluda con mucho cariño. Después de llegar a la finca, como nos íbamos a quedar una semana, mi abuelo nos mostró los cuartos en donde íbamos a dormir. Fue muy divertido, a mí me gusta cómo suena la lluvia en las noches cuando cae en el techo de tejas de zinc. Pero también nos dijo que al campo no se venía a hacer pereza, y nos puso tareas diarias, cosas simples, nada difícil. Él no es regañón, sólo que no le gusta que andemos de “holgazanes”, como dijo.
Después llevé a mis dos amigos a conocer el charco de las guarajas. Ellos querían saber cómo eran. Pescamos varias y se las entregamos a mis tíos y primos para que sacaran peces más grandes del río Guayas. Pero no pudimos ver una sola saliendo de un gusanito.
En la noche le mostré el trabajo a mi abuelo y le conté lo que había pasado. Él tampoco entendió mucho lo que escribió el profesor, y nos dijo que ese señor no sabía nada, y que lo que se habla de esos peces es verdad.
Al otro día empezamos a jugar a las guarajas. Inventamos historias de gusanos que crecían mucho, se pegaban a las hierbas del charco como una mariposa y de ahí salían las guarajas; algunos crecían tanto que ya no los podíamos tener en el charco, entonces los llevábamos al río y allí se convertían en enormes boas que se tragaba a los marineros. ¡Mis dos amigos y yo nos embarcábamos en canoas, luchábamos contra las boas y las matábamos a todas! Después nos comíamos su carne y dábamos de cenar a todos los de la vereda. ¡Ya nadie más les tuvo miedo a las boas del río Guayas! ¡Ni yo tampoco, porque las habíamos matado a todas!
Para citar este texto:
Ríos Bonilla, Guillermo. «Las guarajas» en Revista Sinfín, no. 16, marzo-abril, México, 2016, 28-31pp. ISSN: 2395-9428: https://www.revistasinfin.com/revista/ |
Guillermo Ríos Bonilla
Nació en 1976 en Colombia (Florencia – Caquetá), y en el año 2004 se naturalizó mexicano. Es Licenciado en Filología Clásica por la Universidad Nacional de Colombia y Maestro en Letras Clásicas por la UNAM. Ha trabajado como profesor, investigador y corrector de estilo. Ha obtenido primeros, segundos, terceros lugares y menciones en diferentes concursos de cuento en Colombia, México y Argentina. Es autor de las siguientes obras de cuentos: Historias que por ahí andan, Los vástagos del ocio y Burbujas de aire en la sangre.