La temporada de lluvias había iniciado. Los cerros por donde cruza la carretera, habían comenzado a desgajarse. En el pueblo decían, que era la manera como sanaban las heridas que las excavadoras habían producido sobre sus pieles. Por eso preferíamos recorrer las veredas que nuestros ancestros habían descubierto, se podía ir por ellos con el permiso de los espíritus de los montes.
Ané Rosa estaba contenta. Pronto comenzaría la búsqueda y recolecta anual de los hongos. De sólo pensar en eso, el olor de los tamales, la sopa y las demás recetas llegaban a mi mente, mientras mi estómago crujía del antojo. Estaba ansioso, deseaba que el día de recorrer los montes en busca de tan suculentos tesoros llegara. Ané Rosa decía, que debíamos esperar a que crecieran y maduraran, para poder arrancarlos de los troncos y la tierra por donde exploráramos, sin que nos hicieran daño.
—Federico, prepárate que mañana iremos a buscar hongos. Te levantas temprano, si no, te dejo y no te toca comerlos.
La sentencia de ané Rosa fue clara. Preparé mi morral más grande. Tomé una de las jícaras más amplias y la coloqué junto a la puerta, no quería que se me olvidara. Agarré mis huaraches, pues por el monte no se puede andar con los pies descalzos, y menos, cuando se va a una tarea tan especial.
Salimos después del canto de los gallos. La mañana se sentía fresca y húmeda, pronto, el calor de la sierra lo invadiría todo. Caminamos hasta dejar atrás el pueblo. Ané Rosa iba delante de mí. Agitaba sus enaguas verdes al ritmo de las trenzas que se había hecho durante la madrugada. No platicábamos mucho. Sólo me dedicaba a acompañarla.
Anduvimos un par de horas. El sol se puso refulgente sobre nuestras cabezas. Descansamos un rato para comer el desayuno que habíamos llevado. Enchiladas y café negro para recuperar las fuerzas. Terminamos. Arrojamos las hojas de plátano con que habíamos envuelto nuestros alimentos para que nutrieran la tierra, y seguimos con nuestro camino.
Comenzamos a recolectar hongos. Cada que nos encontrábamos con uno de una especie distinta, ané Rosa me explicaba para que servía. Este se pone adentro de las hojas de tamal y se asa. Este queda muy bien con caldo de nixtamal. Este se cocina con carne y salsa. Este no se toca, es peligroso por su color. Este se prepara en té para curar el susto y el espanto. Así íbamos en esta excursión, ella dotándome de sabiduría y yo guardando lo que íbamos encontrando en mi morral. Cuando se llenara, llegaría el turno de usar la jícara.
A nuestro alrededor, los montes crecían como paredes. Parecían altos e infinitos, en un instante, me sentí atrapado por esa inmensidad. Solo escuchaba el canto de las aves y el viento corriendo entre los árboles. Ané Rosa se detuvo, yo me paré tras de ella. Giró sobre sus pies mientras observaba atenta a las moles de tierra que nos rodeaban. Ella solo dijo: “Nos han encerrado”.
Al principio no entendí sus palabras, ¿quién nos había encerrado en un lugar abierto? eso era imposible. Ella caminó un poco y se sentó en un pequeño montículo. Yo hice lo mismo a su lado. Ané Rosa comenzó a hablar.
—A veces, los cerros son así, te atrapan. Mi abuelo decía que eran para proteger a las personas, aunque algunos creen que lo hacen solo por diversión. Si miras el sol, verás que no cambia de lugar, se va a quedar ahí hasta que los montes nos liberen. Ni sé hará más temprano, ni se hará más tarde. Para nosotros pasará poco tiempo, pero para los de fuera, serán como días, meses o años…
Yo la escuchaba atento. Me sentía asustado y confundido. Abracé mi morral lleno de hongos y miré instintivamente al cielo. Todo parecía tan inmóvil que me hipnotizaba.
—A mi papá le pasó una vez mientras venía de la milpa. Los montes lo encerraron. Cuando vimos que era tarde y no regresaba, avisamos a los del pueblo y comenzaron a buscarlo. No lo encontraron. Mi abuelo dijo que seguramente los montes lo habían encerrado. Mi papá regresó a casa una semana después, nos dijo que para él sólo pasaron unas cuantas horas, pero para nosotros fueron días.
Lentamente deje de temer. Las palabras de ané Rosa me aseguraban que no era nada peligroso, solo era desconocido e inexplicable. Me recosté sobre la hierba. Miré el cielo azul. Ninguna nube hería su penetrante color cian. El sol seguía inmóvil. Parecía que pensaba quedarse así para toda la eternidad. El canto de las aves y el sonido de los árboles me arrullaron.
Me despertó el olor a humo, ané Rosa había hecho una fogata. Se disponía a preparar algo de comer. Atravesó algunos de los hongos con unas ramas que encontró. Me dijo que me acercara y comenzamos a asarlos. El aroma era agradable y apetitoso. Cuando estuvieron listos, comenzamos a comer.
—¿Cómo sabremos que los montes nos han liberado ané? — Le pregunté mientras masticaba lento lo que habíamos preparado.
—Lo sabremos cuando las nubes comiencen a pasar. Así como no deja salir nada, no dejan entrar nada tampoco. Vamos a estar bien.
Terminamos de comer. Ané Rosa aprovecho para buscar quelites mientras esperábamos a que los montes nos dejaran libres. La miré caminar por la cercanía. Analizaba las hierbas que iba encontrando a su paso. Regresó con varios manojos de hojas que guardó en mi morral. Me recosté de nuevo sobre la hierba y dormité bajo el calor del inmóvil sol que nos cubría.
***
Nos buscaron durante meses, pero no nos encontraron. Cuando regresamos al pueblo, el Xantolo estaba cerca. Traíamos hongos frescos aunque la temporada de lluvias había pasado. Mamá corrió a recibirnos cuando nos miró acercarnos al jacal. Pensó que jamás volvería a vernos. Ané Rosa les contó que para nosotros sólo pasaron algunas horas; bromeaba diciendo, que lo más seguro es que los espíritus de los montes querían tamales de hongos para la fiesta de los muertos y por eso nos encerraron tanto tiempo.
Yo nunca entendí lo que pasó. Sólo sé, que los montes son seres que deben respetarse. Honrar la tierra que nos nutre y agradecer la protección que nos brindan. En ocasiones me pregunto ¿Fue sólo un juego de su parte o nos protegieron de algo que no comprendemos?
La temporada de lluvias comienza otra vez. Pronto, ané Rosa y yo iremos a buscar hongos de nuevo. Si no nos encuentran, es que estamos viviendo entre los cerros y en cualquier momento reapareceremos con manjares e historias más allá de la incomprensible línea del tiempo. Si acaso no volvemos, seremos entonces dos aves que cantan por las mañanas, o quizás, el viento de la tarde que alborota las hojas secas que caen al suelo.
Leodan Morales
(Ilamatlán, Veracruz 1990). Ha publicado su obra en distintas revistas y antologías electrónicas, así como en diferentes libros en formato físico. Actualmente pertenece al grupo denominado Artistas Distinguidos de Naucalpan. Es seleccionado para formar parte del XLI Encuentro Nacional de Arte Joven así como del 2° Encuentro Nacional de Arte Indígena y Artesanía Contemporánea.